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Cristina está dispuesta a romper todo y a todos – Parte 1


Nicolás Pierini
Coordinador de Academia de Estudiantes por la Libertad


En un célebre artículo del año 2009, publicado en el volumen 132, fascículo 5, de la revista Brain, los psiquiatras David Owen y Jonathan Davidson desarrollaron una pormenorizada caracterización del síndrome de hybris tal como apareció en presidentes de los Estados Unidos y primeros ministros del Reino Unido a lo largo del siglo XX. Los griegos asignaban a la palabra hybris un significado ambivalente, entre desmesura y arrogancia. Era el vicio de quienes desafiaban a los dioses pretendiendo modificar la proporción de dicha o tristeza, placer o sufrimiento, salud o enfermedad, que le había sido asignada en la vida. Para describir esa propensión, Owen y Davidson formulan una taxonomía de 14 características de las personalidades con hybris. La novena es la creencia en que no deben responder ante la opinión pública ni ante tribunal mundano alguno. Sólo deben hacerlo ante Dios o ante la Historia. La décima es una inconmovible confianza en que en ese tribunal serán reivindicados.

El juicio por la manipulación de licitaciones de Vialidad Nacional en favor de Lázaro Báez en Santa Cruz es el escenario inigualable en el que Cristina Kirchner ha resuelto poner en evidencia estos rasgos de su personalidad. Como confesó en su momento, ella está convencida de que la Historia ya la juzgó. Y de que la Justicia la va a condenar. Son dos convicciones problemáticas. Enfrenta un enorme riesgo de que la Historia la condene. Y debería prestar mucha más atención a los expedientes si quiere evitar que la Justicia haga lo mismo.

En materia de moral administrativa, es muy difícil imaginar una absolución de los historiadores. Deberían olvidar los innumerables detalles expuestos por Oscar Centeno en sus cuadernos; la confesión de Ricardo Jaime de haber cobrado coimas; la cena narrada por Manuel Vázquez ante el fiscal Franco Picardi, en la que él y su jefe, Jaime, pactaron con Ángelo Calcaterra y Javier Sánchez Caballero los retornos que se pagarían, con aportes de Odebrecht, por el soterramiento del Sarmiento; la apropiación de Ciccone por Amado Boudou; la desviación de fondos del programa Sueños Compartidos; el escándalo de Skanska, que sólo se pudo mitigar convirtiendo al juez Guillermo Montenegro en ministro de Seguridad de Mauricio Macri, y al fiscal Carlos Stornelli en ministro de Seguridad de Daniel Scioli; las fortunas colosales atesoradas por modestos secretarios privados; la riqueza acumulada y jamás investigada de Francisco Larcher; además de los bolsos de José López, impregnados de olor a incienso y condenados hasta por la propia expresidenta, entre muchas otras fechorías. Sobre este oscuro telón de fondo se recortan las irregularidades santacruceñas que se discuten en el juicio oral en curso.

Es trabajoso imaginar que, cuando se reconstruya este presente, estas miserias queden olvidadas. Esta es la razón por la cual la señora de Kirchner, en vez de empeñarse ante el juzgado de la Historia, debería interesarse más en los tribunales ordinarios. Ese campo ha sido casi abandonado. A tal punto que Eugenio Zaffaroni, sin esperar a que los jueces Jorge Gorini, Rodrigo Giménez Uriburu y Andrés Basso dicten su sentencia, ya anticipó la necesidad de un indulto, lo que da por supuesta una condena. Acaso sean sólo rivalidades de letrados. Porque, con ese dictamen, Zaffaroni liquidó a Carlos Beraldi, antes de que éste balbucee siquiera una coartada ante el tribunal. Beraldi es el abogado de la “condenada”.

La versión del indulto, o la de una amnistía, enfureció a la vicepresidenta y a su entorno. En especial, cuando les llegaron precisiones de que había sido impulsada por el Presidente. Doble enojo cuando se enteraron de que el mismo Presidente aclaraba que no estaba de acuerdo con esa salida. Oscar Parrilli fue el encargado de esgrimir la inocencia de su jefa: “Ni indulto ni amnistía. Justicia”.

Es curioso que en este debate se ignore que el artículo 36° de la Constitución Nacional prohíbe el indulto y la amnistía cuando se trata de delitos contra el Estado que suponen enriquecimiento.

La indigencia de la vicepresidenta en materia de abogacía se volvió a notar en el soliloquio que ofreció anteayer por su canal de YouTube. Cuando anunció que, dado que no le permitieron ampliar su indagatoria en esta fase del proceso, respondería al fiscal Diego Luciani a través de esa presentación, muchos observadores y, en especial, muchos de sus seguidores, se prepararon para escuchar un rosario de refutaciones jurídicas. Beraldi prometió que “Cristina va a demostrar que Luciani ha mentido”. Sin embargo, ella sólo expuso razonamientos deshilvanados, entreverados con datos discutibles.

Ahora será Beraldi el que deberá probar, por ejemplo, que los mensajes extraídos del celular de López e incorporados al debate no deberían ser tomados como prueba. Todo indica que le resultará dificultoso. Porque esos textos, que los fiscales obtuvieron de colegas que también investigan al exsecretario de Obras Públicas, fueron puestos a disposición de las partes desde hace más de un año. El tribunal los incorporó un día antes del comienzo de los alegatos, sin que los defensores los objetaran. Podrían hacerlo alegando, por ejemplo, que son chats derivados de otras causas, en cuyo procesamiento ellos no tuvieron participación. Es probable que Beraldi encare la cuestión desde otro ángulo: no hay mensajes directos entre López y la señora de Kirchner o su hijo. O entre los Kirchner y Báez.

Otro flanco de la causa que podría haber abordado Cristina Kirchner es el de la calificación de asociación ilícita. Es una figura con matices ideológicos, que surgió para superar las dificultades existentes, en el temprano siglo XX, para criminalizar organizaciones revolucionarias, políticas o sindicales. Para aplicarla hace falta identificar a un grupo que perdura por bastante tiempo, que realiza muchos delitos y que exhibe una mínima cohesión. Una corriente importante de juristas considera que un gobierno no puede ser identificado con una banda de ese tipo. El que fundó esa opinión con más detalle fue Zaffaroni, a través de los diarios, cuando estaba en discusión la pertenencia de Carlos Menem y su cuñado, Emir Yoma, a una asociación ilícita por el contrabando de armas. La Corte rechazó esa calificación en un fallo encabezado por Augusto César Belluscio, lo que permitió que Menem abandonara su cautiverio en Don Torcuato. En su actual trance de peronización indiscriminada, tal vez a Cristina Kirchner no le resulte tan irritante zafar de la Justicia siguiendo las huellas penales del riojano.

El último en beneficiarse con un criterio parecido fue Macri, en una de las causas que se le siguen por espionaje ilegal: los camaristas Mariano Llorens, orgulloso arquero del glorioso Liverpool, y Pablo Bertuzzi, sostuvieron, en contra de Eduardo Farah, que de los seguimientos clandestinos que realizaba la AFI durante el gobierno de Cambiemos no se sigue que hubiera una asociación ilícita. Es muy probable que la defensa de la señora de Kirchner se abrace a este antecedente, con un argumento que ya está haciendo circular: “A Macri no lo hacen responsable de lo que hacía Gustavo Arribas, que tenía una dependencia directa de él, y se imputan los delitos a ‘cuentapropistas’, mientras que a nuestra defendida la conectan con ilícitos de un subsecretario que estaba tres escalones más abajo”.

Esta forma de razonar oculta el problema principal de la vicepresidenta en la causa por la obra pública santacruceña. Haber tenido a López como secretario la complica. En especial porque, cuando se recorren las pruebas, aparecen referencias a ella y a su hijo, al mismo tiempo que se advierte una olímpica prescindencia de Julio De Vido, el ministro y superior inmediato de López, en las operaciones sospechosas. Ayer De Vido se encargó de recordar esa distancia, reenviando un tuit en que el periodista Raúl Kollmann consignaba que él y López “se odiaban, ni siquiera hay mensajes entre ellos”.

Sin embargo, más que la relación con López, la expresidenta está contaminada por el vínculo con Báez, el constructor y donante del mausoleo de su esposo, y beneficiario de las licitaciones que habrían sido amañadas. Entre los Kirchner y Báez hay una proximidad que a Beraldi le será muy dificultoso desmentir. Esa familiaridad impide también alegar que, como jefa del Estado desconocía lo que sucedía en Santa Cruz. De haber sido así, cuando comenzaron a aparecer noticias sobre irregularidades, habría encarado alguna corrección, por ejemplo, iniciado algún sumario. Ya durante el gobierno de Néstor Kirchner había más que atisbos. Sergio Acevedo renunció a la gobernación en repudio al manejo de la obra pública: 2006.

Una de las promesas de las audiencias por venir es que ese lazo entre Báez y los Kirchner adquiera mejor luz. La lealtad del enriquecido constructor con la familia de su amigo muerto parece inquebrantable. Se mide en la dimensión de su silencio. Si lo quebrara, tal vez podría confirmar los comentarios que circulaban entre hombres de negocios vinculados a Néstor Kirchner mientras sucedían los hechos. Por ejemplo, que Báez vivía desesperado por no poder completar las obras debido a que muchísimas veces le pagaban al sólo efecto de que devolviera ese dinero. Es decir, era un engranaje de una maquinaria de financiamiento político reñida con los principios elementales del derecho administrativo.

La expresidenta no sólo no despejó estas sospechas. Al revés, las agravó. “Con esa lógica peculiar que da el odio”, diría el Maestro, exhumó un sinfín de mensajes cruzados entre el malhechor López y Nicolás Caputo, a quien presentó, con cierta desactualización informativa, como “el hermano de la vida de Macri”. De ese modo quiso demostrar que, si la involucraban con los vínculos del secretario de Obras Públicas con Báez, habría que asociarla también con las actividades de Caputo, lo que resulta inverosímil. Cristina Kirchner se quejó de que los fiscales habían dejado pasar la amigable relación de López con Caputo. Ellos dicen que no fue así. Que denunciaron todo lo sospechoso, pero no debían incorporarlo al expediente porque esos contactos no referían a trabajos en Santa Cruz, que es lo que se dirime en el juicio. La vicepresidenta debería consultar a un abogado. Así se daría cuenta de que con las revelaciones sobre su secretario y el exsocio de Macri, agregó indicios de que su gobierno fue un festival de irregularidades. A tal punto que, en su homilía por YouTube, inauguró un nuevo tipo de negocios: insatisfecha con el “capitalismo de amigos”, inventó el “capitalismo de enemigos”.

Hubo un detalle insólito en esa presentación. Cuando se preguntó por qué López y Caputo tenían tantas prevenciones para hablar por teléfono, se contestó: “Los vigilaría la AFI”. Es decir, la AFI que ella conducía. O no tanto. La AFI de Larcher y del tenebroso Antonio Stiuso.


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