Tomás: el aristotelismo cristianizado

Para Tomás de Aquino, la concepción del mundo no será diametralmente opuesta al cristianismo de Agustín, más algunos aspectos fundamentales de diferencia se hacen evidentes. De todos modos, tal arista no implica que concentremos nuestros esfuerzos en conciliar o manifestar dichas discrepancias, sino mostrar el pensamiento tomista. Ese pensamiento del nacido en el poder, en el apogeo de la Edad Media, no concibió a la razón como un elemento de diametría opuesta a la contemplación divina, al acercamiento a Dios. Esa propia razón de Tomás es fundamental para lograr el conocimiento de Dios, para llegar a su contemplación y su mensaje. La razón, además, permite lograr cometidos similares a los conceptos que circunscriben el pensamiento aristotélico en pocas líneas: así, basándose en los textos de Aristóteles, Tomás también concibe a la moderación que destacamos en el primer ejercicio como fundamental para la realización del día a día, para la ejecución del poder. El poder, no puede separarse de la prudencia y la moderación.


En relación a un somero aspecto dicho en el párrafo anterior, no podemos cegarnos y no darnos cuenta del contexto de escritura de Tomás. En ese sentido, el Siglo XIII posee características de importancia en la Edad Media, en donde la escolástica domina los ámbitos de la vida del día a día. Obispos y emperadores se reparten universidades y ámbitos de pensamiento y discusión, mientras la teología encuentra un desarrollo muy importante para los ciudadanos de ese todo que representaba la unidad ciudad-Iglesia.

En ese marco, Tomás va a proceder con esa búsqueda del bien común, de Estado justo y de justicia distributiva, casi como suscripción a los objetivos planteados para sí por el propio Aristóteles. Esa búsqueda de un Estado regido por esa buena vida que es la virtud desprende necesariamente la existencia de un gobernante que actúe en tal sentido. En efecto, afirma Touchard (1961), “el príncipe, rey, o de cualquier forma que se le designe, no puede asegurar el bien común del pueblo más que apoyándose sobre él” (p. 157). La pregunta que se desprende es: ¿cómo? La respuesta es más complicada. Es cierto que Tomás tomará las formas de gobierno de Aristóteles y las utilizará en tal sentido para expresar su preferencia por la monarquía antes que por la aristocracia aristotélica pero eso no implica una sujeción absoluta a la representación de la virtud como solamente partícipe de esa esa monarquía. La virtud, aquello que necesariamente debe poseer un gobernante, “es el hábito operativo bueno” (Boron, 1999, p. 113). Esa virtud que arraiga y erige su edificación para la construcción de un buen gobernante y, por ende, de una ciudad que se auto realice, debe tener a la justicia de la que es partícipe esa virtud, arraigada en la concepción de moral que guía las leyes de los hombres. El concepto, claro está, dista de ser evidente. No obstante, lo mayúsculo es entender que la virtud debe ser necesariamente la guía del gobernante. Ese soberano, no puede basarse en meras concepciones favorecedoras de su propia posición en tanto soberano, sino que es menester que refiera su gobernancia al pueblo y en el pueblo. Afirma nuestro pensador:

Pues sí la muchedumbre de los libres se ordenare al bien de ellos mismos por el que los gobierna, será el gobierno justo y recto; más si no se ordenare al bien común de la muchedumbre, sino al particular del que gobierna, será el gobierno injusto y perverso (Tomás de Aquino, 2016, p. 16).

Entonces, lo que se desprende aquí, es que el gobernante virtuoso sigue obligadamente y se ordena al bien común y la ley sigue el mismo camino. El apego a las leyes que ordenan al bien común es prioridad para comprender el pensamiento tomista y la idea de un gobernante que sea partícipe de la realización de una ciudad virtuosa, apegada a la justicia y al bien común. Ahora bien, en tanto la sociedad es para Tomás parte del acontecer necesario del hombre, como en Aristóteles, ergo que no surge de determinada situación histórica particular sino que es constituyente del humano, el soberano y el Estado no son enemigos o situaciones que planteen una dicotomía tajante entre éste y el plano de la divinidad de Dios. Lo que esto significa, es que el poder del soberano que provoca con sus actos determinadas situaciones particulares deriva en última instancia de Dios. En efecto, “su poder, por el hecho que deriva de Dios para la feliz ordenación de la vida humana, es un ministerio o servicio debido a la comunidad de que es cabeza” (Sabine, 1994, p. 266). El gobernante es poseedor de un poder que le es justificado como parte indisoluble del accionar de Dios como ser. Obviamente que los sacerdotes y la Iglesia como institución tienen el deber de la ordenación moral, pero es más que importante para Tomás que la situación política sea ordenada, sea correcta, sea realizadora de sí misma para lograr aquel bien supremo que es Dios.

No obstante, para que el gobernante pueda lograr el deber que le es obligación como partícipe y soberano, es necesario que éste no desvíe su accionar a las formas corruptas de gobierno y se aleje del bien común y la vida virtuosa. Ese gobernante, aunque tenga su poder justificado, Sabine (1994) afirma que su autoridad debe estar limitada y debe ejercerse solo de acuerdo a la ley que antes describimos (p. 266). Así, las formas corruptas de gobierno no solamente se alejan de las formas rectas sino que además son un mal inaceptable en tanto no siguen las leyes, ese principio ordenador necesario para que el ethos social se constituya. Por eso, cuando la tiranía gobierna por sobre los hombres, éstos deben ser desobedecidos (Boron, 1999. p. 115). Esa tiranía, no obstante, no se limitará solo a la desviación propia del gobierno monárquico, sino a una forma de ejercer el poder, a una desviación de cualquier forma de gobierno, de una ultimidad coercitiva que se reconoce por el atentado constante al seguimiento del bien común.

En ese sentido, es evidente que las leyes de los hombres no pueden ir en contra de lo divino, que las leyes en última instancia son partícipes del reconocimiento de Dios como fundamento último de la realidad. Por eso, en tanto el gobernante no procede de manera virtuosa y en tanto seguimiento de la ley, la rebelión es un derecho y hasta un deber. En efecto, es necesario que esa tiranía sea depuesta incluso, en última instancia por la Iglesia, lo que no implica que el poder eclesiástico deba actuar en todo momento sobre toda realidad. Así, Tomás “estaba convencido de que hay circunstancias en las que es legítimo para la Iglesia deponer a un gobernante” (Sabine, 1994, p. 210). Entonces, hay una jerarquía, una sumisión evidente que muestra la sujeción del Imperio al sacerdocio.

Tomás, entonces, es un pensador hecho para la comprensión del Estado, de la sociedad como partícipe de un desarrollo natural del ser humano. De la familia a la sociedad, todos son ámbitos específicos del hombre que deben ir en igual sentido: la búsqueda de la virtud, del bien común, de la justicia, de una vida virtuosa y de un desarrollo de la sociedad que emerge en el sentido de concluir en ciudad e Iglesia como lugares diferentes pero coexistentes y necesarios del sujeto social. En tal fin, el gobernante no puede escindirse de ese pensamiento; debe ser uno con la vida virtuosa y someterse a esa dirección para llevar a su pueblo. No puede separarse de la vida virtuosa ni dirigir con sus actos a la proliferación de su propio interés sino que debe hacerlo para el bien común, para el bien de la sociedad y con respecto a las leyes que, en última instancia, actúan como reflejo de la voluntad de Dios. El gobernante virtuoso no es una concepción alejada de la realidad sino que se funda y justifica en sí misma en ella; el gobernante virtuoso es quien debe guiar a la sociedad. Consecuentemente, si bien sabemos que Tomás se inclina por un gobernante en términos de monarquía, eso no significa que rechace las otras formas de gobierno puro. Al contrario, el rechazo es firme a las formas que se alejan de la vida virtuosa, a aquellas maneras de ejercer el poder corruptamente, de manera tal que la vida virtuosa sea impracticable. En última instancia, la Iglesia podrá suscitar su excomulgación, pero lo importante es el reconocimiento de los errores cometidos. Entonces, como punto final, es importante ver en el gobernante virtuoso la idea de la necesidad de alguien que esté en el cuerpo social guiando a la sociedad para que su orden y pacificidad permitan, además, el florecimiento correcto del verdadero orden supremo, encarnado en la Tierra, por la autoridad papal. Ese gobernante virtuoso posee características de mayúscula relevancia pero en tanto comprendamos que importa porque es la única manera aceptable de dirigir el cuerpo social, estaremos en condiciones de lograr una buena sociedad, feliz, en donde reine la justicia y en donde la virtud sea fundamento de accionar mundano.


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