Sobre la interpretación del inciso seis del artículo treinta y cuatro del Código Penal Argentino (legítima defensa). Legitimidad del medio empleado.
En los tiempos que corren, artículos como el 34 de nuestro código penal han tomado cierta relevancia en la opinión pública. La legítima defensa no es, sin embargo, un concepto nuevo ni mucho menos, pero hace al correcto entendimiento un concepto claro y no ambiguo de la legítima defensa, sobre todo en cuanto a la racionalidad del medio que hace alusión el propio artículo.
Versa el artículo 34 de nuestro código penal: Inc. 6º. El que obrare en defensa propia o de sus derechos, siempre que concurrieren las siguientes circunstancias: a) Agresión ilegítima; b) Necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla; c) Falta de provocación suficiente por parte del que se defiende. Nuestro análisis se centrará en la “necesidad racional del medio empleado para impedirla o repelerla”.
A simple vista este inciso no traería mayores problemas a la hora de interpretar el instituto. Pero la cuestión se complica cuando la realidad cotidiana y mundana, apartada de los textos, se hace presente. Imaginemos la siguiente e hipotética situación: una mujer llega a la casa de su hermana, encuentra la puerta principal abierta y entra en la casa. Abre una puerta y dentro ve a un hombre en un intento de violación sobre su hermana. Ante esta situación, y viendo que a su alcance tiene un hacha, la utiliza para dañar al agresor, golpeándole en la espalda y provocando la muerte. La situación aquí relatada se encuadra en lo mencionado en el inciso 7 del artículo 34: “El que obrare en defensa de la persona o derechos de otro, siempre que concurran las circunstancias a) y b) del inciso anterior…”
Es claro que la principal interrogante sobre el caso es si se encuadra en la legítima defensa o no, ya que el posible y principal cuestionamiento recaería sobre la utilización del hacha como medio de defensa. Entonces, la cuestión a dilucidar es si el medio empleado fue utilizado racionalmente, según lo dispuesto en el apartado b del inciso 6.
Para poder comprender más cabalmente el instituto aquí analizado, es menester comprender, en primer lugar, qué significa ser víctima de un hecho delictivo. Si en algo se diferencia el código penal del código civil, es que el primero impone sanciones sobre actos de voluntad unilateral que tienen como objetivo forzar a un tercero a cumplir aquella voluntad. Mientras que el segundo, regula el acuerdo de voluntades bilaterales con miras a la concreción de un contrato (al menos desde el derecho de los contratos). Por lo que ambos códigos serán antagónicos sobre los hechos y consecuencias que cada uno administra. El espíritu de uno no será el del otro, puesto que la punición del acto unilateral no será la regulación del acuerdo de voluntades.
En este sentido, el acto agresor comprende el acto unilateral ejercido voluntariamente sobre un tercero ajeno al mismo, con el objetivo de forzarlo coactivamente para que cumpla con la voluntad del agresor actuante. Es decir, que el tercero nunca participa en el origen de la voluntad del agresor, ni tampoco se obliga voluntariamente a ser parte de aquel acto. Por lo que la máxima a tener en cuenta en este tipo de actos es la ilegitimidad de este, y por lo tanto su ilegalidad. Al ser un acto ilegítimo que se ejecuta sobre un tercero sin posibilidad de ejercer su libre voluntad, no hay acuerdo bilateral alguno, por lo que el tercero tiene derecho de resistencia sobre la obligación que quiere imponer al agresor actuante. Es aquí donde la legítima defensa se hace presente, cumpliendo la formalidad legal que ampara a esta defensa como un instituto propio del derecho penal.
Comprendida la naturaleza del acto delictivo, resta comprender la naturaleza de la legítima defensa. Si el acto ejercido sobre el tercero es ilegítimo, la defensa y resistencia será su contracara de acto legítimo. Pero ¿hasta dónde llega esa legitimidad? Es decir, cuál es el límite para ejercer aquella defensa. En principio, en la simple lectura del artículo 34, el límite será establecido por el medio con que se lleve a cabo aquella defensa. Es decir, el medio que la persona utilice en el acto de la defensa deberá ser lo suficientemente racional como para obligar al agresor a detener su actuar delictivo, por medio de la fuerza mayor que se aplique en el acto de defensa. Pero el inconveniente surge cuando se pretende buscar la definición de “medio racional”. Las posturas sobre qué es un medio racional en la legítima defensa han sido varias. Una de ellas ha sido que la racionalidad del medio comprende que el tercero víctima no puede valerse de un medio aún más peligroso o que causará más daño que del que se vale el agresor. Es decir, que debe haber una correlación entre el calibre de los medios tanto de agresión como de defensa.
Esta idea trae un problema desde su origen, que es la concepción del acto delictivo como un hecho civil, es decir, como un acto de voluntades bilaterales, donde tanto el acto de agresión como el de defensa son igualmente ilegítimos. Y para subsanar esta cuestión, los medios empleados deben ser iguales en la cantidad de daño que produzcan. Por lo que la sola idea de igualar los actos, contradicen el espíritu del propio derecho penal, convirtiéndolo en un árbitro de situaciones que, al parecer, serían igualmente ilegítimas. Lo cual, en principio, no es así.
Dentro del acto delictivo no hay acuerdo alguno de voluntades. Y plantear que los medios de defensa deben ser acordes al daño que pueda producir el agresor, implicaría convertir a esta situación en un mero duelo entre partes iguales con los mismos derechos desde un principio, lo cual claramente contradice el espíritu punitivo sobre el acto ilegítimo del derecho penal. En el acto del agresor no hay legitimidad alguna, puesto que obliga a un tercero a participar en un acto irresistible. Pero la legítima defensa no puede nunca ser entendida como ilegítima, en tanto es el único medio legítimo de resistencia que posee la víctima. Y el medio empleado no puede ser comprendido como la igualdad en la producción de daño comparado con el agresor, en tanto no hay acuerdo de voluntades alguno, no hay duelo que disputar. Simplemente existe una fuerza ilegítima y delictiva que actúa sobre una persona que nunca deseó ni buscó someterse ante aquella voluntad unilateral.
Una concepción más atinada del apartado b del inciso 6, sería que, en cuanto se refiere a “medio racional”, es aquel medio que racionalmente la víctima pudo comprender que mejor y más eficientemente detendría el acto agresor. Esta idea, se aleja así de que el medio de defensa debe ser equiparable con el de agresión, puesto que sólo la víctima en el caso concreto ha de poseer la facultad diligente para comprender racionalmente qué medio reduciría más fácilmente el acto ilegítimo del agresor.
Por lo que, teniendo en cuenta esto último, el ejemplo mencionado al principio de este análisis se encuadra en la legítima defensa, con la racionalidad de medio consecuente. Puesto que la hermana de la víctima, en el rol de defensa y reacción ante la situación de inminente peligro sobre un familiar, comprendió que aquella hacha era el medio más idóneo que a su disposición se encontraba en aquel momento. La base de legitimidad del medio está dada, entonces, por la propia ilegitimidad del acto agresor, ya que nunca existió acuerdo de voluntades alguno.
No es ocioso comprender y darle un correcto significado a la situación aquí planteada, puesto que muchos casos nuestra justicia deja al amparo de un simple duelo a situaciones de clara y manifiesta penalidad, donde la víctima vuelve a ser violentada frente a un nuevo acto ilegítimo, que no es nada más que negarle, por parte de la justicia al momento de dictaminar, el derecho a defenderse cuando la situación así lo amerite. El derecho a la defensa no puede ser reducido a un simple entendimiento de duelo, ya que el agresor como la víctima terminarían siendo una misma persona, olvidando que una de aquellas partes nunca buscó ni pretendió la agresión sufrida.
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