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Agustín: el pensador político del cristianismo

El pensamiento agustiniano es vital, no solamente como constituyente del mundo de pensamiento teológico sino como partícipe necesario de un ideario que atraviesa las ideas políticas durante toda la Edad Media pero que, aún así, no ha sido extinto en nuestra realidad política actual. En efecto, el platonismo adaptado al cristianismo de San Agustín es prevalente y dogmático, transmitido casi como una premisa revelada epifánicamente sobre la lógica de la realidad. Concretamente, “postula la existencia de dos universos” (Ansart, 1997, p. 77), universos o ciudades que refieren en última instancia a una convivencia conflictiva. Así, resulta coherente que en el límite de ambas ciudades, las rispideces se presenten como una situación obvia difícil de solucionar pero necesario de remediar. 


No obstante, la idea del platonismo agustiniano no significa una suscripción o reflejo igualitario de la antropología filosófica platónica; por el contrario, la idea del punto de partida que es común a todos los hombres es fundamental para el pensamiento de la Iglesia, en donde como hijos de Dios, todos somos partícipes de esas dos ciudades, todos somos ciudadanos necesarios para esa ciudad. Esa ciudad nuestra, carente de desigualdad por naturaleza encarna su materialidad en el ocaso del Imperio Romano. Allí, en donde Agustín desarrolla sus postulados, la necesidad de aclarar el acontecer de esa Roma decadente emerge como obligación histórica y moral para el obispo de Hipona. Agustín, por ende, no escribe solamente en términos de producción intelectual aislada, como si fuera un laboratorio de Ciencias Naturales. Su contexto de producción exige una justificación y puesta de relieve de lo acontecido con Roma, tomando como punto de partida antropológico, la definición del hombre y su realización no en términos de Polis sino como partícipe de esas dos ciudades, de esa relación con Dios.

Ahora bien, como decíamos, esa confluencia de las ciudades no puede encontrar una solución pacífica unificadora en una materialidad del mundo sensible, de nuestro mundo. Esa ciudad ideal, solo podría llegar a realizarse en tanto partícipe del plan divino, con Dios y en Dios. En efecto, esa ciudad divina triunfará algún día por sobre la ciudad terrena, pero en el mientras tanto del día a día, en tanto no poseamos esa certeza de la llegada de un final, el ser humano debe realizarse en esa ciudad terrena de la que es ciudadano y realizador.

No obstante, esa ciudad terrena está llena de pasiones, de accionares movidos por las dinámicas propias del humano no podrá llevar a otro resultado final que no sea la destrucción, el final, el momento de terminación porque, de esta manera, los imperios, los ámbitos propios políticos de la ciudad terrestre tienen un fin, que también será alejado del pacifismo de la ciudad celestial. Por eso mismo, el creyente no puede ser partícipe de esa realidad de violencia; debe dirigirse al amor divino, al amor por las cosas o entes, es decir por el Ser no material, por el amor a Dios y no por el amor a las cosas materiales. Aún así, esa ciudad terrestre, con todos sus defectos y problemáticas no debe ser motivo de odio o fundamentación del rechazo a participar y ser hacedor de ella. Ésta, “no deja de realizar finalidades esenciales incluidas en los designios divinos” (Ansart, 1997, p. 82). En relación directa con esto, Agustín exhorta, insta, promueve, propugna, asevera o enuncia que esa ciudad terrena necesita de la existencia de un poder que regule el orden civil y la paz ciudadana, porque en tanto todo en el que están inmersos los ciudadanos, ese todo necesita coherencia y dirección, en donde las discrepancias no son motivo de rebelión o desobediencia en términos de inmediatez. Así, el creyente no es partícipe del mismo sentido de las realizaciones de los hombres mundanos, lo cual no significa que esa coexistencia con éstos sea en términos de conflictividad permanente sino que, por el contrario, esa paz se puede realizar, siempre y cuando la confluencia vaya en el sentido adecuado.

El sentido filosófico o la conclusión acertiva que de manera implícita nos acerca Agustín es la idea de “la necesidad de que una verdadera república sea cristiana” (Sabine, 1994, p. 165). Esa República cristiana es la idea de que, en última instancia, como situación límite, la Iglesia se ubica por encima de Dios porque los Estados solo pueden ser justos en tanto es partícipe del fomento del cristianismo. En efecto, para Touchard (1961, p.102), “desea que el poder civil esté impregnado de cristianismo, y que Cristo reine indirectamente, al reinar en el espíritu de los jefes y al inspirar las costumbres y las leyes”, así como también, Agustín desea en el fondo que el Imperio, que la organización política se subordine en términos de moralidad a la Iglesia. Esta idea de la coronación del emperador por el Papa, supone la necesidad de sometimiento póstumo y final a la autoridad eclesiástica, en donde el Papa guía a la comunidad como un todo indivisible y que no encuentra subordinación alguno al poder terreno y propio de los humanos que supone el Imperio.

En esa distinción fundamental, el creyente es partícipe y posibilitador, denunciador y capacitado de alzar la voz en contra de las injusticias que se suscitan por parte de los miembros de la ciudad terrena. Allí, el creyente se encuentra en la capacidad y necesidad de comunicar lo que se encuentre en contra del bien último, de Dios y su ser. El creyente, por su posición, posee los conocimientos que hagan demostrables y comunicables las discrepancias y las desviaciones de la ciudad terrena. Esa ciudad terrena debe ser juzgada y denunciada en tanto posea los elementos de una ciudad alejada del bien. Concomitantemente, Ansart  (1997) enuncia, sobre este punto, que “el creyente no puede callar su indignación: la expresión es, para él, un deber” (p. 85). Esa indignación y esa revuelta en términos de denuncia, no implica que estemos parafraseando una apología a la violencia en contra de los estamentos imperiales: contrariamente, la ciudad debe ser defendida por todos cuando la situación lo exige.

El último punto de vital importancia, creo fervientemente que refiere a que nos refiramos como condición sine qua non, a la implicancia de la religión y las causas justas como motivo movilizador del ideal que guía al ser humano. En efecto, como bien sabemos, la idea de bien, de justicia, de denuncia de las injusticias, de la violencia contra los creyentes y de la entropía que dañe los engranajes del reloj de la totalidad de la ciudad, se traduce en una obligación o necesidad moral y política, de pensamiento y también de proceder respecto a la practicidad y la aplicación del concepto. No se trata simplemente de ir en pos de actitudes de alerta o defensivas ante posibles desviaciones del mal acontecer o proceder de un Emperador sino de llevar la palabra de Dios en todas direcciones y sentidos. En efecto, el concepto vital de justicia que mueve la realidad, implica una posición fundamental para la geopolítica, la geoestrategia y, claramente para la teoría política. El sentido fundamental del rol de la Iglesia como punto último de legitimación del poder de los soberanos y el poder del concepto de justicia han generado en términos históricos, procesos interesantes de análisis en los que no nos detendremos, entre otras cosas, por no poseer los conceptos necesarios. Lo que sí vale la pena recalcar, es la imperiosa y mayúscula necesidad de encontrar a Dios y a la Iglesia como sometimiento último del poder y al creyente y al que conoce el bien como poseedor de una verdad que tiene la capacidad de decidir sobre lo justo y lo no injusto. De tal manera, “estamos en este caso muy lejos del proyecto agustiniano, cuya vocación era, precisamente, impedir esta deriva hacia la violencia” (Ansar, 1997, p. 88). 

Así, en suma, el proyecto agustiniano se erige como un todo donde, la idea de la ciudad terrena y la ciudad divina son partícipes de la realidad del hombre y en donde, si bien la segunda terminará sobreponiéndose a la primera, la yuxtaposición de su realidad diaria trae implicancias de verdadera relevancia para la teoría política, para el proceder político y para la idea de soberanía, para encontrar de dónde viene el poder y por qué éste es o no es legítimo y sobre cómo deben actuar los hombres como parte de esas dos ciudades. El agustinismo político, derivado de esta necesidad del hiponense de ser justificador y enunciador de una explicación del proceso de decadencia romano, tiene sus consecuencias directas sobre toda la historia de la Iglesia desde su existencia hasta nuestros días, en donde el posmodernismo todavía no logra la escisión de las implicancias del pensamiento católico y, especialmente, de Agustín. Éste emerge como algo más que un pensador teológico y su pensamiento abarca amplios espectros de la realidad, pero lo que queda claro, es que la Teoría Política le debe mucho a su proyecto académico, tan relevante durante la Edad Media y también durante nuestros días.


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