TRADUCCIÓN: Décima Velada de “Las veladas de la calle San Lázaro”

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RESUMEN: Sobre la caridad legal y su influencia en la población. — Ley de Malthus. — Defensa de Malthus. — Sobre la población en Irlanda. — Medios para poner fin a las miserias de Irlanda. — Por qué la caridad legal provoca un desarrollo artificial de la población. — Sobre su influencia moral en las clases obreras. — Que la caridad legal desalienta la caridad privada. — Sobre la CALIDAD de la población. — Medios para perfeccionar la población. — Mestizaje. — Matrimonios. — Uniones basadas en la simpatía. — Uniones mal avenidas. — Su influencia en la raza. — En qué situación, bajo qué régimen, la población se mantendría más fácilmente al nivel de sus medios de existencia.

EL ECONOMISTA. Hoy les hablaré de los disturbios y desastres ocasionados por la caridad legal, por las instituciones de beneficencia organizadas y mantenidas a expensas del gobierno, de los departamentos y de los municipios. Estas instituciones, cuyos gastos corren a cargo de todos los contribuyentes sin distinción, constituyen un ataque sumamente dañino a la propiedad. Desde el punto de vista de la población…

EL SOCIALISTA. ¡Por fin! ecce iterum Crispinus1. Aquí vuelve el malthusiano. Usted va, lo apuesto, a pedir la supresión de los establecimientos de beneficencia en nombre del interés de los pobres; pero no será escuchado, se lo advierto. La Constitución de 1848 ha impuesto a la Sociedad el deber de asistencia.

EL CONSERVADOR. Y la Sociedad sabrá cumplir con este deber.

EL ECONOMISTA. ¡Ni modo! ¿De qué manera puede un gobierno asistir a los pobres? Dándoles dinero o ayudas en especie. ¿Y de dónde puede sacar ese dinero o esas ayudas? De los bolsillos de los contribuyentes. Se ve entonces obligado a recurrir al impuesto de pobres2, es decir, a la más espantosa máquina de guerra que jamás se haya dirigido contra los miserables.

EL SOCIALISTA. ¡Malthusiano! ¡Malthusiano! ¡Malthusiano!

EL ECONOMISTA. Ciertamente, he aquí una injuria que me honra. Soy malthusiano cuando se trata de la población, como soy newtoniano cuando se trata de la gravedad y smithiano cuando se trata de división del trabajo.

EL SOCIALISTA. Definitivamente, vamos a enemistarnos. Debo confesarle que empezaba a dejarme convencer por sus doctrinas. Me sorprendía a mí mismo bendiciendo la propiedad y admirando sus fecundos resultados… pero, francamente, me resulta imposible admirar a Malthus, y mucho menos bendecirlo. ¡Cómo! ¿Se atrevería usted a justificar a ese blasfemo que osó decir que “un hombre que llega sin medios de subsistencia a una tierra ya ocupada está obligado a marcharse”3, a ese economista desalmado que hizo la apología del infanticidio, de la peste y del hambre? Defienda más bien a Atila o a Mandrin4.

EL CONSERVADOR. Habrá de concedernos que detestamos a Malthus tanto como ustedes. Le Constitutionnel se ha mostrado últimamente muy poco respetuoso con este deplorable fetiche de la economía política inglesa.

EL ECONOMISTA. ¿Han leído ustedes a Malthus?

EL CONSERVADOR. He leído los pasajes citados por Le Constitutionnel.

EL SOCIALISTA. Y yo los pasajes citados por el Sr. Proudhon.

EL ECONOMISTA. Son los mismos, o mejor dicho, es el mismo, porque sólo se cita ese. Además, por muy bárbaro que parezca ese pasaje, no deja de ser la expresión de la verdad.

EL CONSERVADOR. ¡Abominación!

EL SOCIALISTA. ¡Infamia!

EL ECONOMISTA. Y de una verdad esencialmente humana, como les demostraré. 

Díganme, ¿creen ustedes que la tierra puede proporcionar todas las materias primas necesarias para el mantenimiento de un número ilimitado de hombres?

EL SOCIALISTA. No, seguro que no. La tierra sólo puede alimentar a un número limitado de habitantes. Fourier estimó este número en tres o cinco mil millones. Pero hoy la tierra apenas tiene mil millones de habitantes.

EL ECONOMISTA. Usted admite que hay un límite y, en efecto, sería absurdo afirmar que la tierra puede alimentar a doscientos, trescientos, cuatrocientos o quinientos mil millones de hombres.

¿Cree usted que la capacidad reproductiva de la especie humana es limitada?

EL SOCIALISTA. No sabría decirlo.

EL ECONOMISTA. Observe todo lo que vive o vegeta, y notará que la naturaleza ha sido pródiga con las semillas y las simientes. Cada especie de vegetal esparce mil veces más semillas de las que la tierra puede fecundar. De la misma manera, las especies animales están dotadas de una sobreabundancia de simientes. 

¿Podrían las cosas ser de otra manera? Si los animales y las plantas sólo tuvieran una capacidad reproductiva limitada, ¿no bastaría la más mínima catástrofe para aniquilar sus especies? ¿Podría el ordenador de las cosas prescindir de dotarlas de una capacidad reproductiva casi ilimitada?

Sin embargo, las especies vegetales y animales nunca superan ciertos límites, ya sea porque no todas las simientes son fecundadas o porque una parte de las que lo son perece. Gracias a la no fecundación de las simientes o a la destrucción prematura de las simientes fecundadas, se ajustan a la cantidad de alimentos que les ofrece la naturaleza.

¿Por qué el hombre estaría exento de esta ley que rige todas las especies animales y vegetales?

Supongamos que su poder de reproducción hubiera sido limitado, supongamos que cada unión sólo pudiera producir dos individuos, ¿la humanidad se habría multiplicado o, al menos, mantenido? En lugar de propagarse para poblar la tierra, ¿no se habrían extinguido sucesivamente las diferentes razas humanas por la acción de las enfermedades, las guerras, los accidentes, etc.? ¿No era necesario que el hombre estuviera dotado, como los animales y las plantas, de un poder reproductivo sobreabundante?

Si el hombre posee, como las demás especies animales y vegetales, un poder de reproducción sobreabundante, ¿qué debe hacer? ¿Debe proliferar como ellas, dejando que la naturaleza se encargue de destruir el excedente de su crecimiento? ¿Debe reproducirse sin preocuparse más que los animales o las plantas por el destino de su descendencia? ¡No! Dotado de razón y previsión, el hombre está obligado a actuar en colaboración con la Providencia para mantener a su especie dentro de unos límites justos; está obligado a no dar a luz a seres condenados de antemano a la destrucción.

EL SOCIALISTA. Condenados a la destrucción…

EL ECONOMISTA. Veamos. Si el hombre utilizara todo su poder reproductivo, como está demasiado dispuesto a hacer; si, en consecuencia, el número de hombres superara algún día el límite de los medios de subsistencia, ¿qué pasaría con los individuos producidos por encima de ese límite? ¿Qué pasa con las plantas que se multiplican por encima de la capacidad nutritiva del suelo?

EL CONSERVADOR. Perecen.

EL ECONOMISTA. ¿Y nada puede salvarlas?

EL SOCIALISTA. Uno puede aumentar las fuerzas productivas de la tierra.

EL ECONOMISTA. Hasta cierto límite. Pero llegado este límite, supongamos que las plantas se multiplican de tal manera que lo rebasan, ¿qué debe ocurrir?

EL SOCIALISTA. Entonces, obviamente, el excedente debe perecer.

EL ECONOMISTA. ¿Y nada puede salvarlo?

EL SOCIALISTA. Nada puede salvarlo.

EL ECONOMISTA. ¡Pues bien! Lo que ocurre con las plantas también ocurre con los hombres cuando se supera el límite de sus medios de subsistencia. Esa es la ley que Malthus reconoció, constató; esa es la explicación del famoso pasaje que usted y los suyos le imputan como delito: “Un hombre que llega a un mundo ya ocupado, etc.” ¿Y cómo reconoció Malthus esta ley? ¡Observando los hechos! Constando que en todos los países donde la población ha superado los medios de subsistencia, el excedente ha perecido por el hambre, las enfermedades, los infanticidios, etc., y que la destrucción no ha dejado de cumplir su función fúnebre hasta el momento en que la población ha vuelto a su necesario equilibrio.

EL SOCIALISTA. A su necesario equilibrio… Entonces usted piensa que los países donde Malthus observó su ley no habrían podido alimentar a su excedente de población; cree que nuestra bella Francia, donde la miseria diezma a generaciones de pobres, no podría alimentar a quienes mueren prematuramente.

EL ECONOMISTA. Estoy convencido de que Francia podría alimentar a más habitantes y alimentarlos mejor si los múltiples abusos económicos que les he señalado hubiesen dejado de existir. Pero mientras no se esclarezcan estos abusos, mientras no desaparezcan, es prudente no sobrepasar los medios de subsistencia actuales. Reclamemos, pues, activamente las reformas que deben ampliar los límites de los medios de subsistencia y, hasta entonces, recomendemos, siguiendo a  Malthus, la prudencia, la abstención, el moral restraint5. Más adelante, cuando la completa liberalización de la propiedad haya hecho que la producción sea más abundante y la distribución más justa, la abstinencia será menos rigurosa, sin dejar de ser necesaria6.

EL SOCIALISTA. Esta abstención, este moral restraint, ¿acaso no esconde una gran inmoralidad?

EL ECONOMISTA. ¿Cuál? Malthus creía que uno era culpable de un verdadero crimen al dar a luz a seres inevitablemente destinados a perecer. Aconsejó, por tanto, abstenerse de crearlos. ¿Qué ve usted como inmoral en este consejo?

EL SOCIALISTA. ¡Nada! pero usted sabe muy bien que la abstención total no es posible en la práctica, y Dios sabe qué compromiso inmoral7 usted ha imaginado.

EL ECONOMISTA. No nos hemos imaginado nada, créame. El compromiso del que usted habla ya se practicaba antes de que Malthus se ocupara de la ley de población. La economía política nunca lo ha recomendado, sólo ha hablado del moral restraint… En cuanto a decidir si ese compromiso es inmoral o no, no es asunto nuestro como economistas; diríjase para eso a la Academia de ciencias morales y políticas (sección de moral).

EL SOCIALISTA. No dejaré de hacerlo, descuide… 

EL CONSERVADOR. Entiendo que la población pueda superar el límite de los medios de subsistencia, pero ¿es fácil fijar ese límite? ¿Se puede decir, por ejemplo, que la población supera los medios de subsistencia en Irlanda?

EL ECONOMISTA. Sí, y la prueba es que una parte de la población irlandesa muere cada año de hambre y miseria.

EL SOCIALISTA. Mientras que la aristocracia rica y poderosa que explota Irlanda lleva una vida espléndida en Londres y París.

EL ECONOMISTA. Si examinara detenidamente las causas de esta desigualdad monstruosa, las encontraría una vez más en los ataques a la propiedad. Durante varios siglos, la confiscación estuvo a la orden del día en Irlanda. Los Sajones vencedores no sólo confiscaron las tierras del pueblo irlandés, sino que también destruyeron su industria, imponiéndole trabas mortales. Estas barbaridades llegaron a su fin, pero el estado social que establecieron se mantuvo y se agravó, en gran perjuicio de Inglaterra.

EL SOCIALISTA. Diga más bien, en su beneficio.

EL ECONOMISTA. No, porque la miseria irlandesa se sostiene y aumenta hoy, por un lado, con los impuestos extraordinarios que Inglaterra se impone para alimentar a los pobres de Irlanda, y por otro, con los impuestos ordinarios que recauda para proteger a las personas y las propiedades de la aristocracia irlandesa.

EL SOCIALISTA. ¡Cómo! ¿Le gustaría que Inglaterra dejara morir sin ayuda a los pobres de Irlanda?

EL CONSERVADOR. ¡Cómo! ¿Le gustaría que Inglaterra dejara que los propietarios irlandeses fueran asesinados y sus propiedades saqueadas?

EL ECONOMISTA. Me gustaría que Inglaterra dijera a la aristocracia propietaria de Irlanda: ustedes poseen la mayor parte del capital irlandés y de la tierra irlandesa, ¡pues defiendan ustedes mismos sus propiedades! No quiero dedicar ni un solo hombre ni un solo chelín a este servicio. No quiero seguir manteniendo a los pobres que ustedes han dejado proliferar en la tierra de Irlanda. Si los miserables campesinos de Irlanda se alían para quemar sus castillos y repartirse sus tierras, ¡peor para ustedes! No quiero ocuparme más de Irlanda.

Irlanda no pediría nada mejor, ustedes lo saben. “Por favor, decía el viejo O’Connell a los miembros del parlamento británico, quítennos sus manos de encima. Abandónennos a nuestro destino. ¡Déjennos gobernarnos a nosotros mismos!”.

Si Inglaterra accediera a este deseo constante de los grandes defensores de la independencia irlandesa, ¿qué sería de Irlanda? ¿Creen que la aristocracia abandonaría sus ricas propiedades a merced de las bandas hambrientas de los whiteboys8? ¡No, por supuesto que no! Se apresuraría a abandonar sus espléndidas residencias del West End de Londres y del Faubourg Saint-Honoré de París para ir a defender sus propiedades amenazadas. Entonces comprendería la necesidad de curar las lamentables heridas de Irlanda. Aplicaría su capital al desarrollo y perfeccionamiento de la agricultura, se dedicaría a crear alimentos para aquellos a quienes ha reducido a la más absoluta miseria. Si no tomara esta decisión, si continuara gastando ociosamente sus ingresos en el extranjero, mientras la hambruna hace estragos en Irlanda, ¿lograría conservar durante mucho tiempo, sin apoyo exterior, sus tierras y su capital? ¿No sería rápidamente desposeída de sus dominios por las legiones de miserables que cubren la tierra de Irlanda?

EL SOCIALISTA. Si Inglaterra le retirara el apoyo de sus fuerzas terrestres y marítimas, su situación cambiaría notablemente; nada es más cierto. Pero ¿no les convendría a los irlandeses confiscar pura y simplemente los bienes de esta aristocracia desalmada?

EL ECONOMISTA. Esto sería aplicar en todo su rigor la ley del talión. Desconozco hasta qué punto es justo y moral hacer recaer sobre una generación el castigo por los crímenes de las generaciones precedentes; desconozco si los descendientes de las víctimas de Drogheda y Wexford tienen derecho a hacer expiar a los actuales propietarios de Irlanda los crímenes de los bandidos a sueldo de Enrique VIII, Isabel y Cromwell9. Pero, si se considera la cuestión desde el simple punto de vista de la utilidad, los irlandeses se equivocarían al confiscar los bienes de su aristocracia. ¿Qué harían con esos bienes? Se verían obligados a repartirlos entre una multitud innumerable de campesinos que acabarían agotando el suelo, al no poder aplicar un capital suficiente. Por el contrario, respetando las propiedades de la aristocracia, permitirían a esta clase rica, poderosa e ilustrada dirigir la transformación de los cultivos y contribuir así, en buena parte, a la extinción de la miseria irlandesa. Los pobres de Irlanda serían los primeros en beneficiarse.

Pero mientras los contribuyentes ingleses se encarguen de proporcionar seguridad a los propietarios y alimentos a los pobres de Irlanda, tengan por seguro que aquellos seguirán gastando ociosamente sus ingresos en el extranjero y estos seguirán proliferando en medio de una miseria espantosa; tengan por seguro que la situación de Irlanda irá de mal en peor.

EL SOCIALISTA. Que los contribuyentes ingleses dejen de financiar el gobierno de Irlanda me parece perfectamente justo; pero ¿no sería inhumano abandonar a su suerte a los pobres de Irlanda?

EL ECONOMISTA. Hay que dejar que los propietarios irlandeses se las arreglen con ellos. Abandonada a su suerte, la aristocracia irlandesa se impondrá los más duros sacrificios para aliviar a sus pobres. Será lo mejor para ella, ya que, a fin de cuentas, la caridad cuesta menos que la represión. Sin embargo, ajustará su ayuda a las necesidades reales de la población. A medida que el desarrollo de la población aumente los puestos de trabajo, reducirá la cantidad de sus limosnas. El día en que haya trabajo suficiente para alimentar a toda la población, dejará de distribuir ayuda de forma regular. Entonces, ninguna causa artificial contribuirá a que la población de Irlanda siga creciendo.

EL SOCIALISTA. Piensa entonces usted que la caridad legal provoca un desarrollo artificial, anormal de la población.

EL ECONOMISTA. Es un hecho claramente establecido, según las investigaciones relativas al Impuesto sobre los pobres en Inglaterra. Y este hecho se explica fácilmente. ¿Qué función cumplen las instituciones llamadas de beneficencia? Distribuyen gratuitamente medios de subsistencia a los pobres. Si estas instituciones están establecidas por ley, si abren una fuente segura de ingresos, si constituyen un patrimonio de los pobres, siempre habrá gente dispuesta a consumir esos ingresos, a disfrutar de ese patrimonio; y habrá tanta gente dispuesta a hacerlo cuanto más numerosas, ricas y accesibles sean las instituciones de caridad.

Entonces verá cómo se relaja el poderoso resorte que impulsa al hombre a trabajar para alimentarse a sí mismo y a los suyos. Si la parroquia o el municipio conceden al obrero un suplemento salarial, este reducirá en la misma medida la duración de su jornada o la intensidad de sus esfuerzos; si se abren guarderías o asilos para la infancia, procreará más hijos; si se fundan hospicios, si se establecen pensiones de jubilación para los ancianos, dejará de preocuparse por la suerte de sus padres y por su propia vejez; si, por último, se abren hospitales para los enfermos indigentes, dejará de ahorrar para los días de enfermedad. Pronto verán a este hombre, al que habrán liberado de la obligación de cumplir con la mayoría de sus deberes para con los suyos y para consigo mismo, entregarse, como una bestia, a sus instintos más viles. Cuantas más instituciones de beneficencia abran, más verán abrirse también cabarets y lupanares … ¡Ah, filántropos benignos, socialistas de la limosna, ustedes se encargan de satisfacer las necesidades de los pobres como el pastor se encarga de satisfacer las de su rebaño, sustituyen la responsabilidad individual por la suya propia y creen que el obrero seguirá siendo laborioso y previsor! Creen que seguirá trabajando para sus hijos cuando hayan organizado en sus guarderías la cría económica de este ganado humano; creen que no dejará de mantener a su anciano padre cuando hayan abierto a su costa sus hospicios gratuitos; creen que seguirá ahorrando para los malos tiempos cuando hayan puesto a su servicio sus oficinas de beneficencia y sus hospitales. ¡Se equivocan! Al borrar la responsabilidad, habrán destruido la previsión. Donde la naturaleza había puesto hombres, su comunismo filantrópico pronto solo dejará brutos10.

Y esos brutos que habrán creado, esos brutos desprovistos de todo resorte moral, proliferarán hasta tal punto que ustedes se volverán incapaces de alimentarlos. Entonces gritarán desesperados, acusando las malas inclinaciones del alma humana y las doctrinas que las exacerban. Lanzarán el anatema contra el sensualismo, denunciarán las excitaciones de la prensa diaria, y quién sabe qué más. ¡Pobre gente!

EL CONSERVADOR. El abuso de las instituciones de beneficencia puede, sin duda, ocasionar graves trastornos en la economía de la sociedad; pero, ¿es realmente posible prescindir por completo de estas instituciones? ¿Se puede dejar morir sin ayuda a la multitud de desdichados?

EL ECONOMISTA. ¿Quién le dice que los deje morir sin ayuda? ¡Deje que la caridad privada se ocupe de ellos y los ayudará mejor que sus instituciones oficiales! Los ayudará sin romper los lazos familiares, sin separar a la madre de su hijo, sin alejar al anciano de su hijo, sin privar al marido enfermo de los cuidados de su mujer y sus hijas. La caridad privada se hace con el corazón y respeta los lazos del corazón.

EL CONSERVADOR. La caridad legal11 no obstaculiza la caridad privada.

EL ECONOMISTA. Se equivoca. La caridad legal agota o desalienta la caridad privada. El presupuesto de la caridad legal en Francia asciende a unos cien millones. Esta suma se obtiene de los ingresos de todos los contribuyentes. Sin embargo, la caridad privada no se nutre de otra fuente. Cuando se aumenta el presupuesto de la caridad pública, se reduce necesariamente el de la caridad privada. Y la disminución de un lado supera el aumento del otro. Cuando la sociedad se encarga del mantenimiento de los pobres, ¿no es natural remitir a los pobres a la sociedad? Se ha pagado una contribución a la oficina de beneficencia, se remite a los pobres a la oficina de beneficencia. ¡Así es como el corazón se cierra a la caridad!

Pero se ha empleado un medio aún más eficaz para arrancar de las almas este sentimiento, el más noble y generoso que el Creador ha depositado en ellas. Si no se ha osado prohibir a los ricos dar limosna, se ha prohibido a los pobres pedirla. La ley francesa considera la mendicidad como un delito y castiga al mendigo como a un ladrón. La mendicidad está severamente prohibida en la mayoría de nuestros departamentos. Ahora bien, si el pobre comete un delito al recibir limosna, ¿no se convierte el rico en su cómplice al dársela? La caridad se ha convertido en un delito por ley. ¿Cómo quieren que esta noble planta siga viva, cuando no escatiman en nada para secarla y marchitarla?

EL SOCIALISTA. Es posible, en efecto, que la caridad impuesta haya disminuido la caridad voluntaria. Pero según sus propias doctrinas, ¿es eso algo malo? Si la caridad provoca un desarrollo artificial de la población y, por lo tanto, engendra más males de los que puede curar, ¿no sería deseable reducirla al mínimo, o incluso suprimirla por completo?

EL ECONOMISTA. Les he dicho que la caridad legal tiene como resultado inevitable provocar un crecimiento artificial de la población, pero no les he hablado de la caridad privada. ¡No confundamos, por favor! Por muy desarrollada que esté la caridad privada, es esencialmente precaria, no ofrece una salida estable y regular a una parte de la población; además, no altera ninguno de los resortes morales del alma humana.

Quien recibe las donaciones de una oficina de beneficencia o ingresa en un hospital, donde es recibido con frialdad y donde a veces también sirve de conejillo de indias, no siente ni puede sentir ningún agradecimiento por el servicio que se le presta. ¿A quién dirigiría su gratitud? ¿A la administración, a los contribuyentes? Pero la administración está representada por fríos contables y los contribuyentes pagan sus impuestos con repugnancia. El hombre al que la sociedad socorre no puede sentirse moralmente obligado hacia esa fría idealidad. Más bien tiende a pensar que ella le está pagando una deuda y le reprocha que no lo haga mejor.

Por el contrario, aquel cuya miseria es aliviada por una caridad activa y delicada conserva casi siempre el recuerdo de ese beneficio. Al recibir ayuda, contrae una obligación moral. Ahora bien, ya sea rico o pobre, al hombre no le gusta contraer más obligaciones de las que puede cumplir moral o materialmente. Se acepta un favor con gratitud, pero no se acepta vivir de favores. Se resignaría a los sacrificios más duros, se asumirían las funciones más duras y repugnantes antes que seguir siendo una carga para su benefactor. Moriría de vergüenza si aumentara aún más la carga de su deuda por una imprudencia culpable. En lugar de quebrantar el resorte moral del alma humana, la caridad privada lo fortalece y, a veces, lo desarrolla. Eleva al hombre, en lugar de degradarlo.

La caridad privada no puede, por tanto, activar el desarrollo de la población. Más bien contribuiría a ralentizarlo.

Tampoco puede convertirse, como la caridad legal, en una peligrosa fuente de divisiones y odios. Multipliquen en Francia las instituciones llamadas filantrópicas, sigan administrando la caridad, completen su obra prohibiendo la limosna a quien la da, como ya la prohíben a quien la recibe, ¡y verán cuál será el resultado!

Por un lado, tendrán un inmenso rebaño de hombres que recibirán como una deuda la limosna dura y mezquina del fisco. Estos hombres reprocharán amargamente a las clases ricas que midan demasiado su caridad, ante una miseria que esa misma caridad habrá hecho crecer sin cesar.

Por otro lado, tendrá contribuyentes agobiados por la carga de los impuestos, que se guardarán de agravar una carga ya demasiado pesada añadiendo una limosna voluntaria a la limosna impuesta.

En esta situación, ¿será posible mantener por mucho tiempo la paz pública? ¿Podrá subsistir sin desgarramientos una sociedad tan dividida, una sociedad en la que ningún lazo moral una ya a pobres y ricos? Inglaterra estuvo a punto de perecer, desbordada por las miserias que había suscitado el impuesto para pobres. ¡Temamos caer en el mismo camino! ¡Practiquemos la caridad individual, dejemos de practicar la filantropía comunitaria!…

EL SOCIALISTA. Sí, veo claramente la diferencia entre los dos tipos de caridad; pero ¿no se debe dirigir, organizar la caridad privada?…

EL ECONOMISTA. ¡Déjela! Ella es lo suficientemente activa e ingeniosa para distribuir sus dones de la manera más útil. Su instinto le sirve mejor de lo que lo podrían hacer los decretos suyos.

EL SOCIALISTA. Estoy de acuerdo con usted en que la caridad libre es preferible a la caridad legal. Admito incluso que esta tiene como resultado hacer proliferar la miseria. Pero finalmente, suponga que la población ha aumentado de tal manera que excede los empleos disponibles de la producción y el presupuesto de la caridad pública, ¿qué se debe hacer entonces? ¿Se ha de dejar que perezca el exceso de población?

EL ECONOMISTA. Habría que animar a la caridad privada a redoblar sus esfuerzos y, sobre todo, evitar la caridad legal, ya que esta tiene como resultado inevitable la disminución del presupuesto total destinado a la miseria y el aumento del número de pobres, lo que agravaría el mal en lugar de aliviarlo.

Pero yo digo que bajo un régimen en el que se respetara plenamente la propiedad de todos, bajo un régimen en el que las leyes económicas que rigen la sociedad dejaran de ser ignoradas y violadas, ese excedente no se produciría.

EL SOCIALISTA. ¡Pruébelo!

EL ECONOMISTA. Permítanme, antes, decirles algunas palabras sobre las causas que deprimen la calidad de la población, que disminuyen el número de hombres aptos para el trabajo para aumentar el de los inválidos, idiotas, cretinos, ciegos, sordomudos a quienes la caridad debe alimentar.

EL CONSERVADOR. ¡Ah! Este  es un aspecto de la cuestión que no carece de interés.

EL ECONOMISTA. Y que hemos descuidado demasiado. 

El hombre es un compuesto de potencialidades o fuerzas diversas. Estas potencialidades o estas fuerzas, instintos, sentimientos, inteligencia, adquieren proporciones diferentes según los individuos. El hombre más completo es aquel cuyas facultades tienen más energía; el hombre más perfecto es aquel cuyas facultades son a la vez más enérgicas y mejor equilibradas.

EL CONSERVADOR. Veo más o menos a dónde quiere llegar usted; pero ¿cree que podemos actuar sobre la generación de los hombres como actuamos sobre la de los animales?

EL ECONOMISTA. Los ingleses han logrado perfeccionar de una manera casi maravillosa sus razas ovinas y bovinas; fabrican ovejas —literalmente— de un determinado tamaño, peso e incluso color. ¿Cómo han obtenido estos resultados? Cruzando ciertas razas y seleccionando entre ellas a los individuos que se aparean de forma más útil.

¿No es probable que las leyes que gobiernan la generación de las especies animales gobiernen también la del hombre? Observen que las numerosas razas o variedades que componen la humanidad tienen dotes muy diversas. En las razas inferiores, las facultades morales e intelectuales sólo existen en estado embrionario. Algunas razas tienen facultades particularmente desarrolladas, mientras que el resto de su organización está atrasada o deprimida12. Los chinos, por ejemplo, están dotados en alto grado del sentido del color; en cambio, carecen casi por completo del instinto de lucha o combatividad. Los indios pieles rojas de América del Norte se distinguen, por el contrario, por sus instintos de combatividad y astucia, así como por su armoniosa percepción de los sonidos13. Las facultades distintivas de las razas se transmiten sin modificaciones importantes cuando las razas no se mezclan. Los chinos siempre han sido coloristas; nunca se han distinguido por su valentía. Los indios pieles rojas nunca han dejado de ser valientes, astutos y de hablar dialectos sonoros y armoniosos.

EL CONSERVADOR. Esto nos llevaría a establecer criaderos destinados al perfeccionamiento de la raza humana.

EL ECONOMISTA. Para nada. Esto nos llevaría a suprimir los obstáculos artificiales que impiden que las diferentes variedades de la especie humana se acerquen14.

EL SOCIALISTA. Pero habría que dirigir, organizar los acercamientos.

EL ECONOMISTA. Estos acercamientos se dirigen, se organizan por sí solos. Las diversas fuerzas que tienen su centro en el cerebro humano obedecen, al parecer, a la misma ley de gravedad que gobierna la materia. Las facultades más enérgicas atraen a las facultades más débiles de la misma especie. Por ejemplo, es una observación común que los caracteres más dulces y con menos personalidad se sienten irresistiblemente atraídos por los caracteres más altivos y más propensos a la lucha. Las grandes fuerzas atraen a las pequeñas, y el resultado es un promedio más cercano al equilibrio ideal de la organización humana.

Este equilibrio tiende a establecerse por sí mismo a través de la manifestación natural y espontánea de las simpatías o afinidades individuales. Y como toda la organización física depende del orden de las facultades físicas, morales e intelectuales, el cuerpo se perfecciona tanto como el alma.

Si admiten esta teoría, deben admitir también que, en medio de la inmensa diversidad de especies e individuos, deben encontrarse dos seres que se atraigan con la máxima intensidad y cuya unión dé como resultado el promedio más útil. Entre estos dos seres, la unión es necesaria y eterna. Esta unión se llama matrimonio.

EL CONSERVADOR. ¡Ah! Usted es partidario del matrimonio.

EL ECONOMISTA. Creo que el matrimonio es una institución natural. Desgraciadamente, esto es lo que ha ocurrido: como consecuencia de las inmensas perturbaciones morales y materiales que ha sufrido la sociedad, una multitud de hombres han dejado de contraer uniones puramente basadas en la simpatía. En el importante asunto del matrimonio, se ha dado prioridad a los prejuicios raciales o a los intereses económicos frente a las afinidades naturales. De ahí las uniones mal avenidas y, como consecuencia de estas, la degeneración de los individuos y las razas. Dado que las uniones mal avenidas son propensas a disolverse, los legisladores han proclamado la indisolubilidad del matrimonio y han promulgado penas severas contra el adulterio. Pero la naturaleza no ha dejado de actuar a pesar de la ley. Los malos matrimonios no han dejado de disolverse.

Cuando una unión es mal avenida, cuando dos seres incompatibles se unen, el producto de ese monstruoso acoplamiento no puede ser más que un verdadero monstruo.

Todo el mundo sabe que las razas superiores que han gobernado Europa desde la caída del Imperio romano, en su mayoría, se han mestizado. ¿Por qué? Porque las afinidades naturales rara vez determinaban sus uniones. Las razas reales, en particular, casi nunca se aliaban sino por intereses políticos. Por eso degeneraron más rápida y completamente que las demás. ¿Qué habría sido de la raza de los Borbones de Francia después del imbécil Luis XIII si no se hubiese reforzado con la generosa sangre de los Buckingham? ¿Qué ha sido de los Borbones de España y Sicilia, de los Habsburgo, de los retoños15 de la casa de Hannover? ¿Qué familias han producido tantos cretinos, idiotas, monomaníacos16 y escrofulosos17?

Examinen, desde este punto de vista, la historia de la nobleza francesa. En la Edad Media, las consideraciones puramente materiales parecen haber ejercido una influencia mínima en las uniones aristocráticas. La historia y la literatura de la época lo atestiguan. Así, la raza se mantenía sana y vigorosa. Más tarde, los matrimonios se convirtieron en simples asociaciones de tierras y de apellidos. Las alianzas se negociaban entre las familias en lugar de acordarse entre los verdaderos interesados. Se casaban sin conocerse. ¿Qué resultaba de ello? Que las uniones legítimas se volvían puramente ficticias, y que los adulterios se multiplicaban hasta el punto de convertirse en la norma. Una inmunda promiscuidad acabó invadiendo a la nobleza francesa y gangrenándola hasta la médula.

Los mismos abusos renacen en nuestros días. Las fortunas exageradas que han generado los monopolios y los privilegios tienden a asociarse, en desmedro de las conveniencias naturales. La ley civil, al establecer el derecho a la herencia, ha contribuido aún más a transformar los matrimonios en meros asuntos de interés; por último, la inestabilidad que amenaza todas las existencias bajo el régimen económico actual ha hecho que se busquen con avidez esas sórdidas uniones que se ha convenido en llamar buenos matrimonios18.

Los seres imperfectos y viciosos que salen de uniones mal avenidas o de relaciones clandestinas, incapaces de administrar sus bienes o ganarse la vida, vuelven a ser una carga para sus familias o para la caridad pública. En Esparta, se les ahogaba en el Eurotas. Nuestras costumbres son más indulgentes. Dejamos vegetar estas apariencias humanas, fruto de la codicia o del libertinaje. Pero si sería un crimen destruirlas, ¿no es un crimen aún mayor darles la vida?

Hagan justicia con las leyes y los prejuicios que impiden el útil acercamiento de las razas o que fomentan los enlaces por intereses sórdidos en detrimento de las uniones basadas en la simpatía, y mejorarán sensiblemente la calidad de la población, aliviando así a la caridad de una parte notable de su carga.

Una vez que todas las cosas vuelvan a su orden natural, nunca habrá que temer un exceso de población.

Llamo exceso a lo que supera los empleos disponibles de la producción y los recursos ordinarios de la caridad.

EL SOCIALISTA. ¿Piensa usted, pues, que siempre estaremos obligados a recurrir a la caridad?

EL ECONOMISTA. Lo ignoro. Eso dependerá totalmente de la inteligencia y la previsión de las personas. Supongamos una sociedad en la que se respete plenamente la prosperidad, se maximicen los puestos de trabajo y, al mismo tiempo, la publicidad de las transacciones laborales permita saber en todo momento si hay un excedente de mano de obra ofrecida o un excedente de mano de obra demandada. Es evidente que en esa sociedad se mantendría fácilmente la proporción útil de la población.

Cuando la oferta de mano de obra excede la demanda, como les he dicho, el precio del trabajo cae con tal rapidez que los trabajadores, como todos los demás comerciantes, tienen interés en retirar del mercado una parte de su mercancía. Si no lo retiran, si al mismo tiempo la caridad no actúa lo suficiente para socorrer a los que son rechazados del taller a la calle, el precio corriente del trabajo puede caer muy por debajo de los costos de producción…

EL SOCIALISTA. ¿Qué entiende por costos de producción del trabajo?

EL ECONOMISTA. Me refiero a los costos necesarios para que el trabajo se produzca y se perpetúe. Estos costos varían esencialmente según la naturaleza del trabajo. Un hombre que sólo emplea sus fuerzas físicas puede, en sentido estricto, sólo consumir cosas puramente materiales; un hombre que pone en acción sus fuerzas morales e intelectuales no puede conservarlas y perpetuarlas si no las mantiene como sus fuerzas físicas. Los costos de producción de un trabajo son más elevados cuando este trabajo exige la participación más activa de un mayor número de facultades. Los costos de producción del trabajo son proporcionales, en definitiva, a la amplitud y la intensidad de los esfuerzos.

Si la remuneración de un tipo de trabajo deja de cubrir los costos de su producción, los trabajadores se decantarán inmediatamente por los sectores productivos que exigen menos esfuerzo por el mismo salario. El precio del trabajo aumentará entonces en la industria abandonada y el equilibrio no tardará en restablecerse. Así es como se establece naturalmente la inmensa escala salarial, desde la remuneración del monarca hasta la del obrero más humilde. Lamentablemente, los privilegios y los monopolios rompen a menudo esta armonía natural, estableciendo salarios exagerados en beneficio de determinadas profesiones o industrias. Sólo la libertad genera una distribución equitativa de los salarios.

A medida que el obrero ejercita más sus facultades intelectuales y morales al trabajar, los costos de producción del trabajo se elevan. Ahora bien, en todas las ramas de la producción, el progreso de las máquinas ha generado que el trabajo sea menos físico y más intelectual. A medida que se desarrolla el progreso, los costos de producción del trabajo se elevan. Al mismo tiempo, el incremento de la producción, fruto del progreso, permite cubrir mejor estos costos elevados. En una época de barbarie, el trabajo, puramente físico, exige poco y obtiene aún menos; en una época  de civilización, el trabajo, habiéndose vuelto intelectual, exige mucho y puede obtener más. 

Pero esto ocurre con la condición de que la mano de obra no supere el número de puestos de trabajo disponibles. De lo contrario, el precio corriente del trabajo caerá irresistiblemente por debajo de los costos de producción.

EL SOCIALISTA. A menos que los trabajadores retiren el excedente del mercado.

EL ECONOMISTA. Lo que sin duda harían en un régimen de plena libertad. Este excedente sería alimentado por los trabajadores ocupados, con la ayuda de la caridad voluntaria. En una situación similar, ¿no tendería la población a reducirse por sí misma? A medida que las subvenciones a los trabajadores y las limosnas de la caridad se extendieran a un mayor número de personas, ¿la dificultad cada vez mayor de asegurar un porvenir para los hijos no llevaría a que se tuvieran menos? Entonces el moral restraint entraría en juego y el equilibrio natural de la población se restablecería sin esfuerzo. Un fenómeno opuesto se produciría si faltara mano de obra para los empleos. Con la certeza de poder alimentar y asegurar un porvenir a todos sus hijos, los padres de familia tendrían más. Los matrimonios serían más numerosos y más fecundos hasta que se restableciera el equilibrio entre la población y los medios de subsistencia.

Así es como se resolvería el problema de la población bajo un régimen de plena libertad económica. Así es, por lo demás, como siempre termina resolviéndose, en definitiva. Pero, mientras tanto, ¡cuántos sufrimientos causados ora por los estrechamientos artificiales e imprevistos del trabajo, ora por la insuficiencia de la caridad legal o por los estímulos que esta da al crecimiento de la población! Estos sufrimientos serían, si no completamente suprimidos, al menos reducidos a la proporción más baja posible, en un régimen donde el número de puestos de trabajo y las donaciones de caridad voluntaria alcanzarán su máximo.

NOTAS DEL AUTOR Y TRADUCTORES
  1.  NdT: Esta frase en latín significa “¡He aquí de nuevo Crispino!”. La cita proviene de las Sátiras de Juvenal (poeta romano del siglo I-II d.C.) y expresa el retorno de un personaje desagradable y repetitivo. El socialista usa esta referencia para señalar al economista como un predicador insistente de la misma doctrina, que repite una y otra vez los mismos argumentos. ↩︎
  2. NdT: El impuesto de pobres (Taxe des pauvres) al que alude Molinari es el poor rate, un impuesto destinado a financiar la asistencia a los pobres en Inglaterra desde la Ley de Pobres de Isabel I (1601). Cada parroquia lo recaudaba entre los propietarios o arrendatarios de tierras para distribuirlo en dinero, víveres o alojamiento. Fue criticado por autores como Smith, Malthus o Bentham por desalentar el trabajo y perpetuar la pobreza. En 1834, la Nueva Ley de Pobres sustituyó la ayuda directa por un sistema de workhouses, donde las condiciones de trabajo eran deliberadamente severas para disuadir a quienes no estuvieran en extrema necesidad. ↩︎
  3. NdT: La cita original de Malthus en An Essay on the Principle of Population es la siguiente: “A man who is born into a world already possessed, if he cannot get subsistence from his parents on whom he has a just demand, and if the society do not want his labour, has no claim of right to the smallest portion of food, and, in fact, has no business to be where he is.” (p. 531). 
    ↩︎
  4. NdT: Louis Mandrin (1725-1755) fue un célebre contrabandista y bandolero francés que se rebeló contra la ferme générale (compañía de recaudadores de impuestos durante el Antiguo Régimen). Aunque fue ejecutado por sus crímenes, se convirtió en protagonista de canciones y relatos populares como símbolo de resistencia al poder fiscal. ↩︎
  5.  NdT: Malthus distinguía dos tipos de frenos al crecimiento de la población: frenos preventivos y frenos positivos. La restricción moral (moral restraint) es un freno preventivo que consiste en retrasar el matrimonio y practicar la abstinencia sexual hasta que los ingresos de un individuo sean suficientes para mantener a su familia. Malthus consideraba el moral restraint como única alternativa ética frente a los frenos positivos que limitaban la población de manera violenta, como el hambre, la guerra, las enfermedades y las catástrofes naturales. ↩︎
  6. Tomo prestada esta parte de mi argumentación del erudito y juicioso autor de las Notas sobre Malthus, el Sr. Joseph Garnier. ↩︎
  7. NdT: La expresión “compromiso inmoral” alude, de manera implícita y eufemística, a las prácticas anticonceptivas que evitan la procreación sin recurrir a la abstinencia estricta. Para los moralistas de la época, y en especial para la Iglesia, tales prácticas eran consideradas gravemente inmorales. ↩︎
  8. NdT: Los whiteboys fueron un movimiento campesino clandestino surgido en Irlanda en el siglo XVIII, llamado así porque sus miembros vestían camisas blancas sobre la ropa para reconocerse de noche. Protestaban contra los abusos de la aristocracia terrateniente, en particular por los aumentos de rentas y el cierre de las tierras comunales. ↩︎
  9. NdT: Drogheda y Wexford fueron escenarios de masacres perpetradas en Irlanda por las tropas de Oliver Cromwell en 1649. Molinari recuerda aquí la larga historia de violencia y confiscación de tierras impuesta a los irlandeses por los soberanos ingleses desde Enrique VIII e Isabel I hasta Cromwell. ↩︎
  10. NdT: Este ataque a los sistemas estatales de seguridad social puede sonar excesivo, pero la preocupación subyacente no deja de ser relevante. La advertencia sobre cómo la asistencia indiscriminada puede debilitar los incentivos a la previsión se suma a las múltiples crisis que han enfrentado los Estados de Bienestar desde el siglo XX. En varios países europeos, e incluso en experiencias latinoamericanas como la de Argentina, la expansión de las prestaciones sociales sin una base fiscal sólida pone en cuestión la sostenibilidad de este modelo. ↩︎
  11.  NdT: Hemos optado por una traducción literal de “charité légale”. Sin embargo, el término “legal” no debe ser entendido aquí como permitido por ley, sino como obligatorio. La “caridad legal” es un concepto equivalente a lo que ahora llamaríamos sistema estatal de seguridad social.  ↩︎
  12.  NdT: Este pasaje refleja el pensamiento racialista y frenológico característico del siglo XIX, que en su momento tuvo cierta legitimidad científica. Se atribuían a las “razas” humanas cualidades morales e intelectuales casi inmutables, comparables a los rasgos de los animales domesticados. Molinari participa aquí de una corriente hoy desacreditada, que buscaba explicar las diferencias culturales a partir de supuestas características biológicas fijas. Estas ideas deben leerse en el contexto intelectual de su época, no como afirmaciones científicas válidas. ↩︎
  13. Curso de Frenología del Dr. Ch. Place. ↩︎
  14. NdT: Con esta réplica, Molinari se muestra a favor del mestizaje, en oposición a las ideas de supremacía racial propias de los movimientos racialistas y frenológicos de su tiempo. ↩︎
  15. NdT: El término original en francés es rejetons, que se refiere a los descendientes con una connotación despectiva o irónica. ↩︎
  16. NdT: Según la terminología psiquiátrica del siglo XIX, la monomanía era un trastorno mental caracterizado por una fijación excesiva en una sola idea o tema. ↩︎
  17. NdT: La escrofulosis era una forma crónica de tuberculosis que afectaba principalmente a los ganglios linfáticos del cuello. En el siglo XIX se la asociaba con la debilidad física hereditaria y la decadencia familiar. ↩︎
  18. NdT: En este pasaje, Molinari alude al problema de la consanguinidad. La preocupación por sus efectos negativos es muy antigua (ya en la Edad Media la Iglesia prohibía los matrimonios entre parientes cercanos), pero fue en el siglo XIX cuando comenzó a estudiarse con mayor rigor. Naturalistas como Buffon habían intuido que la endogamia debilitaba a las “razas”, y Charles Darwin demostró en The Effects of Cross and Self Fertilisation in the Vegetable Kingdom (1876) que la variabilidad genética era crucial para la vitalidad de las especies. A comienzos del siglo XX, el redescubrimiento de la genética mendeliana permitió comprender que la consanguinidad eleva el riesgo de enfermedades recesivas. El problema no es sólo histórico: hoy en día el matrimonio entre primos sigue siendo común en algunas regiones de Medio Oriente y el norte de África, así como en comunidades cerradas de Occidente. Los riesgos asociados a estas uniones nos recuerdan que la diversidad genética es indispensable para la salud y la supervivencia de las especies. ↩︎

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