Sobre de la drogadicción y la guerra contra las drogas
La intensidad que guardan algunas sensaciones nos pueden volver presos de las mismas. Ya llevo más de un mes viviendo en Balneário Camboriú, una ciudad bellísima, abarrotada de negocios y estructuras formidables. Pero como una característica esencial de toda ciudad populosa, la cantidad de personas sin hogar es increíble. Estas personas no cuentan con edades variadas, son principalmente hombres que rondan entre los 30 y 50 años de edad (las mujeres en esta situación, aunque son menos en cantidad, rondan la misma edad). La principal actividad de estas personas es la de juntar residuos que puedan ser reutilizables para después venderlos. Lastimosamente la principal compra que realizarán después de obtener dicho dinero, será una dosis de algún estupefaciente, principalmente crack, que los haga sentir vivos y realizados como la primera vez.
Este punto de inflexión los llevó a un pozo en el cual la única manera de obtener dinero será juntando residuos y, además, con el poco dinero que reciben la propia drogadicción que padecen los llevará posteriormente a volver a comprar droga, como un ciclo sin fin que da vueltas en el vacío.
Esta situación ocurre con regularidad y la perdición que se centra en las miradas de personas que alguna vez fueron hijos o que hoy en día hasta son padres, nos puede dejar unas preguntas que resalta lo desacostumbrados que estamos a cuestionarnos las cosas:
¿Alguien es culpable de esto?
¿Algo tiene la culpa de esto?
¿Estoy a salvo yo, como persona individual, a no caer en ese pozo?
¿Si lo estoy, qué es ese algo que me detiene a caer en él?
¿Ese algo, es estable? ¿O con un mínimo temblor, puede perder el equilibrio y derrumbarse?
¿Están a salvo mis seres queridos? ¿Mi hermano, mi padre, mi madre o mis hijos si los tuviera?
¿Qué puedo hacer yo para que mis seres queridos estén a salvo?
No fue que me puse a cuestionarme estas preguntas con seriedad, sino hasta que cuando a la salida del trabajo, nos cruzamos con un argentino en dicha situación.
Estábamos hablando sobre cualquier cosa después de una larga jornada con unos amigos, y aparece este argentino (conocido de vista por una de las chicas de la ronda) que nos empieza a hablar con la mayor tranquilidad. Nos saluda con el puño y nos pregunta cómo estamos, nos pregunta sobre el trabajo y nos felicita por tener trabajo y estar mandando ficha al mismo (cabe decir que usualmente cuando se acercan es para pedir algo, sea dinero o comida, pero en este caso, no nos pidió absolutamente nada).
Palabras van y palabras vienen cuando en un momento, la misma chica le habla sobre una pizzería cercana que estaban buscando gente para trabajar, por si quizás le interesaba. Automáticamente, él habla de que las personas de dicha pizzería son muy buenas y amables, que él estaba por trabajar justamente ahí, pero que simplemente no se dio. Al momento de decir eso, me mira fijo y me pregunta “¿Sabes por qué no empecé a trabajar ahí?” El argentino me comenta que cuando fue a pedir trabajo allí, habló con el jefe de la cocina, y el jefe de la cocina, comprendiendo su situación, le da veinte reales y le dice lo siguiente: “si volvés mañana, tenés el trabajo. Si no aparecés, ya está, no vuelvas más”.
Me comenta después que claramente dicho dinero debía ser usado para cortarse la barba y arreglarse un poco; que debía ser utilizado para poder venir presentable al trabajo al día siguiente. Su cara de decepción helaba mi sangre cuando al momento me dice: “al otro día no fui”.
Claro, su adicción lo descarriló de una manera tan fuerte que utilizó esa escasa cantidad para drogarse. Debido a su condición de adicto, su preferencia temporal fue alterada tan al alza que, ni siquiera pensando en su placer, pudo concebir la idea de que si trabajaba por una simple semana en ese lugar podría llegar a tener el dinero para comprar toda la droga que quizás nunca tuvo. Ni siquiera pensó en que su situación podría cambiar a un poco mejor, porque ya ni siquiera pensó en cambiar, solamente quería tener esa sensación que la droga genera en su cuerpo y en su mente otra vez, para después, jugarse la vida para volver a obtener más. Posteriormente de testamentar esa cruda, pero real historia de adicción, se retiró con otro saludo de puño, nos pidió que nos cuidemos y, al final, como la esperanza es lo último que se pierde, serenamente dijo “pero todo va a salir bien, todo va a mejorar”.
No pude evitar pensar en si tenía familiares, padres, hermanos o incluso algún tío o primo que piense en él. Si es que quizás intentaron ayudarlo o si quizás está solo. Si hubo alguna vez un amigo lejano que intentó sacarlo de esa situación. Lo triste es que, a veces, intentar salvar a personas así, solamente deja daños muy profundos en los que intentan actuar como salvavidas.
¿Quién tiene la culpa de esto? En esencia, nadie. La droga es algo que acompaña a la humanidad desde los inicios de la misma. Ahora, ¿será culpa enteramente de él?, ¿será culpa de la droga en cuestión?, ¿será culpa del crack que por ser súper adictivo te lleva a ser así?, ¿será culpa del capitalismo que fomenta el consumo en los seres humanos hasta convertirlos en zombis del consumo que no comen con tal de utilizar el dinero solamente para drogarse?
La cruzada contra las drogas (como lo denomina Antonio Escohotado) es un fenómeno político e histórico que fomenta estos tipos de comportamientos y situaciones. Creer que la droga es el enemigo del humano y atacar su producción es como pegarse un tiro en el pie y culpar a la pistola por estar cargada. El Estado, al demonizar las drogas –demonizaciones basadas en errores intelectuales, desconociendo el rol de los estimulantes dentro de rituales religiosos, tribales, sociales, etc. que acompañaron a la humanidad desde sus comienzos– causa operaciones clandestinas que rompen con toda la sana estructura que un mercado libre proporciona, estructuras que potencian calidad, salubridad, y ética. El demonizar las drogas solo genera una serie de reacciones violentas de tipo física y psicológica que se traducen en muertes, y depresiones a gran escala.