Ser anticapitalista está de moda; aunque fenómenos como el de Milei parecen indicar lo contrario, lo cierto es que la oposición al sistema de libre mercado está en uno de sus puntos más álgidos. En un estudio de 2014, publicado en la revista Nature y conducido por Richard Van Noorden, Brendan Maher y Regina Nuzzo, se indica que, por ejemplo, Karl Marx continúa como uno de los veinte autores más citados en Google Scholar, con más de 40.000 referencias al momento de la publicación del artículo. Sólo cabe esperar que ese número haya aumentado, así como los de otros autores abiertamente anticapitalistas que encabezan dicho estudio, como Paulo Freire, Michel Foucault o Pierre Bourdieu.
Esta situación no es nueva, ni mucho menos, puesto que oponerse al capitalismo y, de manera más general, al comercio, fue una posición ampliamente defendida a lo largo de la historia. En este breve escrito me limito a señalar algunas de estas tendencias y cómo hacia finales del siglo XVII el cambio de ideas comenzó a mostrar sus primeros efectos.
Como acabo de decir, durante los siglos XVII y XVIII Europa era el centro de una auténtica revolución intelectual. Ahora bien, antes de que se nos acuse de “eurocentristas”, debemos aclarar que los europeos no tenían nada de especial, ya que, al igual que el resto del mundo, estos cargaban sobre sus espaldas una tradición altamente intervencionista y que desprestigiaba la función del empresario —si es que no la condenaba—. Es más, los europeos ni siquiera fueron los mejores en oponerse al comercio libre o al digno oficio de obtener un beneficio. Los ejemplos son abundantes; repasemos, pues, algunos.
En la antigua Grecia se creía que el ocuparse de la industria y el comercio era una actividad indigna de un hombre libre; de ahí que, con frecuencia, los esclavos fungieran como administradores de negocios. Los espartanos, por su lado, condenaron enérgicamente el comercio, empleando una moneda de cobre con el propósito de que fuera inútil para casi todo intento de intercambio fuera de su territorio.
Tras la caída de Roma, con el inicio de la Edad Media, la Iglesia se esmeró en desarrollar toda una crítica al cobro de intereses y la búsqueda de la ganancia. El historiador Mitchell McCormick ha documentado cómo la palabra comercio estuvo a punto de desaparecer de los escritos medievales; mientras palabras como cortesano o sacerdote aparecían con frecuencia, la referencia al comercio era prácticamente nula, pudiendo contarse con los dedos de las manos sus menciones.
Con la emergencia y consolidación de los Estados-nación, el panorama no cambió mucho; muy al contrario, se dieron casos donde la situación solo empeoró. Nos referimos a las monarquías absolutistas. Esta revolución política supuso el fin para los pocos espacios de libertad que el orden medieval supo preservar. A su vez, en el terreno económico, el mercantilismo equiparaba políticas proteccionistas con la defensa del interés nacional.
A pesar del ambiente hostil, el comercio había seguido una marcha imparable desde su recuperación en el siglo XI. El historiador Erick Roll ha documentado cómo los comerciantes aplicaban todo su ingenio para encontrar lagunas que les permitiera cobrar y pagar intereses, pasando por alto la prohibición de la Iglesia. Las innovaciones en la construcción de barcos permitían a los navegantes adentrarse a zonas que, con anterioridad, les eran inaccesibles. Era una práctica común que los barcos, que no dejaban de ser inversiones costosas, fueran financiados entre varios comerciantes y que se lanzaran a empresas que bien podían durar varios meses. También surgieron los seguros contra los accidentes y siniestros navales.
En este escenario, era evidente que una nueva clase estaba emergiendo. Pero la misma no terminaba de ser aceptada o asimilada dentro de la sociedad medieval, y el mercantilismo terminaba por atarlo de manos. Sin embargo, de manera paulatina, casi imperceptible, una revolución intelectual se estaba gestando. No se trataba de una revolución política, si bien éstas contribuyeron a que importantes documentos, como el Habeas Corpus de 1679 o la Bill of Rights de 1689, que aseguraban derechos civiles e impedían que el rey de Inglaterra creara impuestos sin la aprobación del parlamento, sino de una naturaleza más bien diferente: era de carácter retórico.
Encabezada por los holandeses en el siglo XVII, y seguida casi de inmediato por los ingleses y escoceses en el siglo XVIII, la figura del comerciante, los tan denostados burgueses, comenzó a ser redimida. Lo vemos en la Bolsa de Ámsterdam, las obras de Hutcheson y Smith, o en la proliferación del comercio en el mar del norte. El comercio dejaba de verse como una práctica indecente y degradante; los burgueses desarrollaron su propia ética, llena de virtudes burguesas, como diría McCloskey. No era una ética protestante, pues servía tanto a los reformados de Londres como a los católicos de Italia. Tampoco era una ética que inducía al economicismo, sino que contaba con un fuerte componente humanista.
Sin esta revolución intelectual, el acontecimiento más importante del siglo XVIII, a saber: la revolución industrial, no hubiera podido tener lugar. John Chamberlain ha descrito cómo la presión de los gremios llevó a James Watt a refugiarse en la Universidad de Glasgow en búsqueda de un espacio de libertad para desarrollar su idea de una máquina de vapor. En cualquiera de los casos, su invento no sería sino un engranaje más en un complejo sistema que se había puesto en marcha a partir de ese cambio en los hábitos del habla que dejaban de condenar inmisericordemente el comercio y la búsqueda del beneficio.
El resultado comenzó a verse de manera casi inmediata. La consolidación de pequeñas islas de libertad llevó a que la innovación y los inventos no dejarán de impulsar el crecimiento y desarrollo económico. La tecnología por sí sola no era la causa, pues hasta el siglo XV era el continente asiático el que llevaba la ventaja en este aspecto, y hasta el siglo pasado el ingreso de países como Singapur, Corea del Sur, y buena parte de China, estaban sumidas en la más abyecta pobreza. La falta de libertad y dignidad para con los comerciantes es la explicación de por qué Asia no tuvo su propia revolución industrial hace cinco siglos.
Mientras, los Países Bajos e Inglaterra elevaban sus niveles de vida de manera modesta pero evidente. Claro, no fue un proceso ininterrumpido. Napoleón y sus delirios imperiales fueron una piedra en el zapato para las ideas liberales que comenzaban a expandirse por el resto de Europa. Concluido el conflicto, los salarios de los operadores de las fábricas comenzaron a aumentar, a la par que la expectativa de vida. Por otro lado, con las mejoras técnicas y un número cada vez mayor de mano de obra liberada desde el campo, el empleo de niños, así como la jornada laboral, comenzaron a disminuir.
El siglo XIX sería un primer momento de divergencia. Aquellos que dieron el primer paso pronto tomaron conciencia de que su posición no era privilegiada. El té no era lo único que las colonias americanas importaban de Inglaterra. Las ideas de Locke y otros autores de cuño liberal formaban parte de la mentalidad americana, la misma que, según documenta Bernard Bailyn, propició su guerra de independencia. De ahí que no deba sorprendernos el hecho de que Estados Unidos pronto asignará esa misma dignidad burguesa a los que preferían el comercio antes que los sables o las sotanas.
El ascenso de la burguesía y su moral humanista disfrutaron de una amplia aceptación durante el resto del siglo XIX, de modo que las ideas liberales se expandían y calaban hondo en la conciencia de las élites intelectuales. No obstante, desde sus orígenes, la revolución retórica de la burguesía y la economía capitalista, todavía incipiente, no estuvo exenta de ataques. En una próxima entrada estaremos abordando algunos de los primeros reproches a este novísimo sistema y cómo concluye aquella Belle Époque que fue el siglo XIX para el liberalismo.