Está claro que los modernos serán absolutamente críticos con los clásicos en una serie de factores que ellos consideran fundamentales o, mejor dicho, inadmisibles desde el punto de vista de la concepción propia que tenían. Así, ya sea desde la propia concepción de la posesión de la politicidad innata, del zoon politikon aristotélico, o en vistas del organicismo totalizador, lo cierto es que los modernos generan una brecha en la concepción política.
Nicolás Pierini
Estudiante de la Licenciatura en Ciencia Política y el Profesorado y la Licenciatura en Geografía en la Universidad Nacional de Mar del Plata. Coordinador Senior y Director del Departamento de Estudios de Estudiantes por la Libertad Argentina (período 2021-2021), Director de Academia (2021-2022)
Desde ese punto de partida, se vuelve menester la propia consideración de los modernos y del modelo iusnaturalista como un punto de partida necesario para comprender los cambios en la concepción que se tenía sobre el todo, sobre la organización política y sobre los mismos individuos que la componen. En tal sentido, entonces, el nexo que, “por naturaleza”, los hombres supuestamente tenían con la ciudad, resulta caer en una falacia. Cuanto menos, si no podemos caracterizarlo de ese modo, lo cierto es que el modelo iusnaturalista rechaza esta premisa cuasi axiomática clásica desde la propia idea cuantificadora, secularizada y, por sobre todas las cosas, racional que representa al hombre de su tiempo.
De esta manera, la polis ya no antecede al hombre, ni la esencia a la existencia. Desde ahora, solamente la existencia de estructuras sociales o de instituciones será resultado de los propios “cálculos” de hombres libres e iguales que, en vistas de la propia sugestibilidad autoconservante y el miedo cuasi inquisitorial de la pérdida de la vida, se ven en la obligación y la conclusión lógica de la necesidad de poseer a un tercero que sea el garante de dicho objetivo primigenio de la especie. La existencia de un individuo solo desarrollable en términos de polis porque fuera de ella es un semidiós o una bestia, la concepción de la existencia de saberes religiosos y dogmas incuestionables donde el fin último de la vida en sociedad implica su existencia desde el principio de los tiempos y, la búsqueda del bien común como un supuesto visible y alcanzable, abren paso a la cuantificación y el reduccionismo practicista de vivir bajo las garantías que ofrece el establecimiento de una vida en común con garantía de defensa de derechos en manos de un soberano.
En última instancia, entonces, la polis como organismo solo reproduce el organismo universal. Ya sea el logos de Heráclito o el mundo fuera de la caverna de Platón, lo concreto es que estas ideas que trascienden el cálculo racional de los individuos, son el basamento de disputa de las concepciones del pensamiento político moderno, en donde el “yo” toma protagonismo y sus decisiones individuales se convierten en el foco de atención.
Si bien es cierto que las diferencias entre los autores “contractualistas” permiten el discernimiento de ciertos atisbos de diferenciación concreta en sus concepciones sobre la obediencia política (cosa que se ha puesto en boga nuevamente en discusiones con autores como John Bordley Rawl o Henry David Thoreau), lo concreto es que la propia decisión y acuerdo de los individuos en pos de la autoconservación, delegando las facultades del juez imparcial y el monopolio legítimo de la coacción física, son motivo evidente y suficiente para entender a la obediencia política como algo acordado entre los miembros que pactaron. La pregunta, claramente, reside en un concepto anterior: ¿Qué pactaron?. Quizá, sea necesario retroceder más aún. ¿Por qué llegamos a un pacto? ¿Quiénes lo hicieron? Entre tantas otras preguntas.
El Estado de naturaleza, con las particularidades de cada autor en su pensamiento, podría ser caracterizado como un momento donde hombres libres e iguales no poseen sujeción alguna a instituciones u organismos particulares, sino que, como hombres libres e iguales, se encuentran en el pleno ejercicio de su libertad individual y en el constante peligro o no, de su vida. En esa caracterización, entonces, los propios intereses personales, que a su vez son compartidos en términos de fundamento último (conservación del yo), motivan el acuerdo para dicha protección. Sus voluntades particulares, ponen de relieve la necesidad de un tercero que tome las riendas. Así, quien la gobierne, posee el aval y la responsabilidad de velar por dicha seguridad común pero sobre todo de los individuos que libremente pactan entre sí.
En tal sentido:
todos los seres humanos, en la medida en que dialogan, dan su consentimiento a esas reglas que permiten la conformación de un mercado de ideas, producto por excelencia de la razón teórica; así como, en la esfera de la praxis, el respeto de tal acuerdo garantiza el orden republicano y el funcionamiento del mercado de bienes económicos. En ambos casos, el consenso es la clave de la arquitectura moderna (Dotti, 1994, p. 56)
De esta manera, el consentimiento racionalmente expresado y consensuado se vuelve la manifestación empírica y concreta de la necesidad y aceptación de las reglas puestas en común entre los sujetos. Así, en una dicotomía, estado de naturaleza y sociedad civil son dos polos insalvables, donde cualquier punto medio sería una aberración impensable y una incoherencia con imposibilidad de existencia gnoseológica. O las libertades individuales están en el máximo de su plenitud, o la aceptación de un recorte de las mismas se hace notar. O no hay alguien por encima, o la coacción soberana es acatada. Y desde esa dicotomía que pone en jaque al ser, la realización de un pacto que, como decíamos al principio, legitime aquello, es necesario y condición sine qua non. En consecuencia, cuando pactan, también ponen de relieve un punto de interesante análisis y pensamiento hasta nuestros días. Mientras que el devenir de los individuos se caracteriza por la rutinización de sus actividades de mantenimiento de sus necesidades fisiológicas. En tal sentido, los individuos libremente son los que hacen notar su consenso respecto a la posible necesidad de la satisfacción de las obligaciones cívicas mediante un yo que no es el propio ser sino un tercero en el cual delegamos, del cual hacemos notar representación total. Los individuos, de este modo, hacen notar que es plausible ejercer representación en ausencia del yo, siempre y cuando un representante de mi voluntad particular tenga las facultades previamente pactadas de que aquello sea realizable. De esta manera, el ejercer la soberanía en nombre de un tercero no solamente es una posibilidad sino que es aquello que se hace notar como pactado por el representante y el representado.
No obstante, para que la representación se haga efectiva y en los marcos en los que se había planteado en un principio, es necesario delimitar sus funciones, sus prerrogativas y su accionar. Allí, el Estado de derecho asume su importancia. Si el Estado es quien asume ciertas funciones básicas, hacia dentro su organización necesita ciertas pautas o reglas que permitan el normal funcionamiento de sí mismo. En tanto garante de la propiedad y la seguridad, el soberano debe tener el marco de acción delimitado y controlado para que sus propias decisiones no vayan en contra de lo pactado. Entre los propios poderes, divididos entre sí, el control es recíproco entre dichos ámbitos y el constitucionalismo liberal, con esas premisas, triunfa. En tanto, de esa manera, con el propio control interno, los individuos dan su consentimiento a la obediencia a la institución estatal, en vistas de la garantía de la defensa de su propiedad y seguridad y del control que los propios entes estatales tienen para sí.
Está claro que la Modernidad es un complejo proceso en donde se conjugan elementos de la “creación del sujeto”, la periódica secularización y la escisión dialéctica entre el ser y el deber ser, entre un objetivo de vida o categoría filosófica del más allá y lo que acontece en el devenir diario que debe ir hacia ese allá. En ese marco de realización individual, la puesta en el foco en el individuo cartesiano, que piensa y luego existe, emerge como necesario para poder comprender los momentos que acontecen como necesarios de destacar contextualmente en el iusnaturalismo moderno.
El propio cálculo matemático de la política y la practicidad resolutiva de Hobbes y Maquiavelo respectivamente, solo son un elemento más de lo relatado anteriormente. Tanto la progresiva secularización de las instituciones cuyo rol se limita al mantenimiento del orden y la propiedad, como el confinamiento de los problemas internos, las discusiones morales y los planteos no políticos, quedan en la mente del individuo, allí donde el Estado no tiene potestad y cuya función tampoco resulta ser esa. Así, de este modo, por enunciar meramente un ejemplo que vaya en tal sentido, el soberano debe adoptar una religión si esto es lo necesario para el mantenimiento de la paz y del orden interno, pero no como una obligación intrínseca a la función y razón de ser del Estado en tanto tal. Así,
A cambio de la alienación de sus derechos naturales, el individuo obtiene el compromiso estatal de protegerlo en sus actividades privadas, o sea, de respetarle su libertad de conciencia dentro de la conciencia, su libertad de expresión en el marco de una incipiente opinión pública y la libertad de satisfacer sus intereses personales con los frutos del propio trabajo y del intercambio en el mercado. (Dotti, 1994, p. 66)
De esta manera, en un contexto de creciente racionalidad y momentos de abandono de la coacción Iglesia – Estado, el iusnaturalismo pone de relieve la importancia de la decisión del yo y sus ideas. La creación del sujeto, el paso al romanticismo y el abandono del feudalismo son enclave fundamental del pensamiento iusnaturalista y no simplemente elementos aislados de un contexto de profundos cambios no solamente políticos sino generales.
Como Dotti (1994) plantea, suceden dos ideologemas novedosos: “la Economía política y la Filosofía de la historia, soportes doctrinarios de la hegemonía que esta noción de «libertad» se apresta a ejercer en la cultura de Occidente” (p. 68).
La Economía Política va más allá de la racionalidad y emerge como un punto de partida necesario en donde, al contrario de la seguridad y la protección de la propiedad, el Estado debe hacer todo lo contrario. Aquí, el desarrollo es el orden espontáneo, es la mano invisible y es la propia regulación la que imprime las características de un desarrollo económico individual y social benéfico. Los deseos egoístas son necesarios para el bien general. Solamente se debe buscar intervención estatal cuando no se cumplan o se avasallen ciertas reglas básicas de convivencia y de normal desarrollo de la actividad económica.
El caso de la Filosofía de la Historia es un poco más complejo. Aquí, en cambio, lo que acontece es la propia realización del progreso como objetivo pero donde la racionalidad impuesta exige que aquello que es buscado solo tenga posibilidad de existencia dentro de la Tierra y no del Cielo. Así, en tanto progreso unívoco y manifestable, en tanto secularización racionalista, se presupone que el mundo mundano, aquel alejado de las concepciones religiosas, en realidad es el ámbito de desarrollo de los individuos y donde el progreso se manifiesta. Se eliminan las barreras dicotómicas de espacio sagrado y profano y la responsabilidad del hombre como único realizador alejado de la propia voluntad de Dios, del pecado original y de la salvación moral.
La revolución entonces, plantea Dotti, parte de lo siguiente:
Sólo el hombre es imputable, por ser único causante y responsable de 1o que acontece a lo largo de una historia que él mismo construye libremente, sin máculas originarias. Al aprehender el significado de la historia como proceso redentor’laico, los urbanos saben también que sus esfuerzos arrojan corolarios ajenos a lo que desean conscientemente, pero conformes a una legalidad supraindividual y neutra. Su moral pública será dejarse arrastrar por ella y luchar para que pueda hacerlo sin trabas políticas irracionales. Reivindicando el mundo como espacio donde reconquistar la inocencia; comprendida la historia como una fenomenología de la virtud (desde su confinamiento en la conciencia del súbdito obediente hasta su tumultuosa extroversión con el ciudadano en armas: 1789), los pensadores políticos invocan la Filosofía de la historia para conceder legitimidad a la categoría más reacia a racionalizarse: la revolución
En última instancia, en la dicotomía de absolutismo o iluminismo, los reclamos en contra de lo déspota de determinada acción es un punto desde el cual, en función de comprender al hombre como responsable de su propio desarrollo de la historia, los iluministas hacen notar que es necesario o por lo menos resaltante llegar a ese progreso. Ese progreso, entonces, encuentra su barrera lógica en lo déspota de determinados soberanos, pero cuya superación restrictiva, está en los propios hombres como constructores de su espacio y de su propia realidad, porque la existencia precede a la esencia y el progreso se construye desde el yo.
El dualismo impone una separación del sujeto y el objeto. Más precisamente, dirán muchos historiadores de la filosofía, la Modernidad “crea” al sujeto. Ontológicamente, su existencia trasciende lo que hasta antes se había concebido. En última instancia, el “yo” pone de manifiesto una actitud de posesión de la propia capacidad de conocimiento de los noúmenos que rompe con las estructuras previas. Allí, desde las teorías del conocimiento, el racionalismo viene a cortar con las ideas previas y el dualismo del que estamos refiriendo, va a manifestar que la estructura organizativa de la res cogitan y la res extensa se ordenan en función de la razón. La polaridad, por su parte, viene referida a la escisión de la que tanto referenciamos en términos de creación del individuo como un ente separado de la polis. La existencia natural de la polis como antecesora del individuo ya no es algo que sea real. Más precisamente, la sociedad y el Estado, como institución coaccionadora y que ejerce la soberanía, se encuentran en ámbitos diferentes, con sus propias lógicas de actuación, pero en donde los individuos existen más allá del Estado y donde la sociedad también tiene dinámicas propias fuera del ámbito burocrático – administrativo.
Sin embargo, dos polos más acuciantes emergen comunicativamente como necesarios de referenciación. Libertad y paz, orden y realización individual, en función de los intereses propios y de las convicciones propias de cada uno de los autores, serán tópicos en constante conflicto y cuya asociación resulta imposible. Así, el dualismo es una característica esencial y fundamental para entender al Todo, para comprender a la Modernidad y para referenciar de manera obligada.
Como plantea el autor:
Ocupan el lugar preponderante en la conciencia metodológica de científicos y ensayistas no ya la deducción a partir de axiomas indiscutibles, sino la observación experimental, la comparación y la clasificación; con ellas, un creciente relativismo, que no puede no entrar en fricciones por el afán universalista de la ratio moderna. Crece, consecuentemente, la insatisfacción ante un modelo al que se le objeta su a-historicidad (Dotti, 1994, p. 72).
En esa a-historicidad, el pacto dilucida uno de sus problemas fundamentales previamente a su realización: el pacto deja entrever que ya hay una comunidad que va a pactar y, desde ese punto, es necesario dar cuenta de una organización previa. Ese cuestionamiento constante, esa lucha y puja por el afán racional, no permite pensar en una contextualización adecuada, ya no solamente en términos de posibilidad histórica de ser, sino además de algo que verdaderamente exista, poniendo en crisis al sujeto racional.
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