Escrito por Luis Torrealba
Cada vez que abrimos el refrigerador, vamos a la despensa, o salimos de compras al supermercado, no somos conscientes de la cantidad de regulaciones estatales a las que están sometidos los productores y las empresas que se encargan de elaborar y llevar hasta nuestras manos la diversidad de alimentos que consumimos. Es por ello que la liberalización del mercado agrícola es un asunto pendiente para quienes defendemos las ideas de la libertad dentro de la industria más antigua del mundo.
El asunto radica en que la industria de alimentos es, muy probablemente, el mercado que mayores controles tiene por parte de los Estado en todo el mundo. Los productores agrícolas históricamente han sido sometidos a la vigilancia constante de los gobiernos, quienes limitan su capacidad de comercialización al establecer prohibiciones de movilización comercial de ciertos productos o limitaciones a una plaza de mercado específico, así como a través de la imposición controles de precios, aranceles de importación y exportación altos o limitando la propiedad de la tierra.
Por ello, es común en regímenes de izquierda, la aplicación de una serie de reformas a la industria agrícola que terminan por tener resultados catastróficos en la seguridad alimentaria de esos países. Teniendo en cuenta que con seguridad alimentaria nos referimos a una serie de condiciones que garantizan la buena alimentación de los ciudadanos. Condiciones que según la FAO deben cubrir cuatro aspectos fundamentales: Que se tenga comida disponible; que haya un modo de conseguirla —por ejemplo, dinero para comprar alimentos—; que los alimentos sean suficientes, inocuos y nutritivos. Y por último, que esta condición sea estable y continua.
En este sentido, la agricultura ha tenido la mala suerte de ser la primera industria víctima de los regímenes comunistas o, de sus náufragos, los amantes del Estado de bienestar. Entre muchos ejemplos de fracasos del modelo agrícola comunista, podemos mencionar las reformas agrarias soviéticas, chinas y las vietnamitas, donde se eliminó de un plumazo y a bayonetas el derecho a la propiedad de la tierra, organizándola entorno a la propiedad comunal de empresas del Estado. Esto conllevó, por supuesto, a resultados trágicos como la escasez de alimentos, la desnutrición poblacional y las posteriores muertes en masa por falta de comida.
De igual modo, los países donde la izquierda light gobierna —como es el caso de muchos países de Latinoamérica—, se establecen medidas de regulación proteccionistas de la actividad económica agrícola en apariencia positivas, pero que tienen consecuencias tan nefastas como las de los regímenes más cerrados.
En este caso, Venezuela tiene medalla de oro en carrera de larga distancia. En particular, en este país durante la década de 1970 se intentó eliminar la labor toda la industria agrícola nacional, centralizando y estatizando esta actividad a través de un ente del Estado llamado Corpomercadeo, que además financiaría —con dinero de la industria petrolera estatizada— a los productores del campo para reducir el precio de sus productos. Al final, Corpomercadeo fue un fracaso, ya que produjo una grave escasez y el gobierno tuvo que importar alimentos para mantener la ilusión de que eran productivos, lo que a su vez trajo una consecuencia más grave: un país endeudado y sin alimentos.
Asimismo, resulta interesante las medidas para garantizar la seguridad alimentaria que aplicaría años después Hugo Chávez y su Socialismo del siglo XXI en Venezuela. A principios de los 2000, creó la Corporación Casa, que básicamente intentó aplicar la misma política fracasadas de Cormpomercadeo, con el añadido de la expropiación de tierras y de empresas agroindustriales. Por supuesto, las consecuencias de este tipo de políticas agrarias fueron aún más trágicas; tanto así que, en la actualidad, menos de uno de cada 10 hogares del país (7%) está completamente libre de inseguridad alimentaria, según los resultados de la encuesta nacional sobre condición de vida (ECOVI) realizada por la UCAB en 2021. Es decir, la aplicación de estrictos controles al mercado de la producción de alimentos termina creando países con hambre y miseria.
Más allá de todo esto, es importante tener en cuenta que más del 30% de la mano de obra activa a nivel mundial se dedica al trabajo agrícola o a actividades relacionadas con la agroindustria, de acuerdo con cifras del Banco Mundial (2014). Es por ello que los controles del Estado en este sector afectan a uno de cada cinco seres humanos en el mundo —comparado con la industria tecnológica que a nivel mundial solo emplea alrededor de 2,3 millones de personas—.
En todo caso, debemos considerar que al menos un 70% de los pobres del mundo viven en áreas rurales, quienes además están entre aquellos con mayor inseguridad alimentaria en el mundo; justo en esas comunidades la agricultura representa la actividad económica principal. Por tanto, en los países pobres, la agricultura tiende a ser la industria más importante. Por ejemplo, podemos citar el caso de la India, donde el mercado agrícola representa un estimado de 18% de la economía del país y genera alrededor del 54% del empleo.
En relación a esto, quienes defendemos la liberalización comercial de la agricultura consideramos que un modelo de comercio plenamente libre nos permitiría lograr una verdadera seguridad alimentaria. Un régimen comercial abierto promovería una producción agrícola más eficiente, lo que daría lugar a un aumento en el suministro de alimentos y, por consiguiente, a una disminución de los precios de los mismos. En otras palabras, por lógica de mercado, la aplicación de políticas comerciales de apertura permitiría que los alimentos estén más disponibles y sean menos costosos gracias a la diversidad en el mercado.
En el mismo orden de ideas, es necesario que el derecho a la propiedad de la tierra agrícola sea garantizado. En muchos países de Latinoamérica, los Estados se reservan el derecho a la propiedad de la tierra, y los productores solo cuentan con un título de adjudicación que puede ser retirado a discreción del gobierno, lo cual mantiene en una situación de inseguridad jurídica a los empresarios del campo, y esto a su vez limita las inversiones privadas en el área.
Por otro lado, el excesivo proteccionismo a la industria de alimentos y las subvenciones de los gobiernos a los productores, así como las limitaciones impuestas a la banca agrícola, producen dos efectos con terribles resultados para la industria y los consumidores. En el caso de las subvenciones, terminan creando un mercado irreal que en algún momento se derrumbará generando problemas más graves que los que pretendía solucionar. Y en el caso de las limitaciones a las operaciones de la banca agrícola privada, pues limita el financiamiento de grandes proyectos dentro de la industria.
En conclusión, estimo necesario que quienes defendemos las ideas de la libertad y creemos en el libre mercado, comencemos a preocuparnos más en la defensa de la propiedad agrícola y en plantear propuestas que contribuyan a lograr la plena liberalización de la actividad económica más antigua de la humanidad. Es imperativo que miremos al campo y que nos preocupemos en garantizar un mercado abierto, sólido, que nos brinde una verdadera seguridad alimentaria.
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