Hace tiempo que, producto del avance del poder gubernamental, los postulados que defendemos los liberales están en la mesa de discusión. Algunos, en su afán inicial de neofascismo remasterizado, pronosticaron el fin del capitalismo o las ideas de la libertad. El Estado omnipotente y protector, era el responsable y salvador de los problemas económicos, sanitarios y sociales que el Coronavirus trajo a la gran masa del pueblo. Así, desde políticos hasta economistas, desde filósofos hasta pensadores dejaron entrever el poder de las instituciones como fundamentales para el desarrollo del todo y el paso de una pandemia que, si bien existe, no fue erradicada por los mecanismos que los vividores de la regulación oficial pronosticaban.
Desde el PSOE y Podemos hasta el kirchnerismo argentino, los ecos oficialistas alzaron sus voces con énfasis en la demasía de fallas del capitalismo y el intercambio global. Incluso, algunos, llegaron a culpar al mismísimo liberalismo por la falta de cuidados de un gobierno déspota y dictatorial como el que rige en China. Trump, Bolsonaro, Milton Friedman, Locke, Mises, Reagan, Bush, Julio Argentino Roca y quien sabe cuantos personajes más, eran responsables de un problema global, producto de las mentiras que el Estado chino cometió, una y otra vez, de manera consciente y con el aval de organismos internacionales.
Joseph Stiglitz, el Diario El País, The New York Times, Clarín, y una multiplicidad de medios, catalogaron al 2020 como la muerte del reaganismo, de las teorías de la libertad individual y del combate, de la batalla cultural contra la opresión del hombre por el hombre, del Estado a los individuos que la componen. Para ellos, el “neoliberalismo” fracasó en cada ocasión en donde se lo aplicó. Sin embargo, creo que no hace falta refutar esa frase que con simples búsquedas de Google podemos notar que se encuentra abstraída totalmente de la realidad. Con la falsa dicotomía entre ayudar a los sectores más necesitados y favorecer a los más acaudalados, la falacia de falsa dicotomía evidente en sus planteos, sostiene que el reaganismo murió desde el momento en el cual Trump firmó cheques para ayuda económica. En su pensamiento, los políticos que siguen los lineamientos de un presidente que arrasó en ambas elecciones son solo socios de un pequeño grupo de prebendarios o pudientes en términos económicos y de poder. Nada más alejado del día a día que aquella aseveración.
El reaganismo está más vivo que nunca. Los resultados están a la vista. Los países que no restringieron libertades, concientizaron a la población y no aumentaron déficit o gasto público demagógicamente con plazos electorales, tuvieron mejores resultados que aquellos que encontraron en el virus, el motivo de sus gestiones. En la batalla cultural que implica pensar en el avance del Estado contra el individuo, pensar en Ronald Reagan, es pensar en una doctrina que está más viva que nunca.
No es momento de discutir internamente la posibilidad de realización de un modelo meramente anarcocapitalista o, hasta qué punto debe el Estado hacerse cargo de las esferas de consumo de las necesidades sociales. Definitivamente no lo es. Si el ex presidente de Estados Unidos luchó con uñas y dientes para la disolución de la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas, más allá de sus propias convicciones de concreción, nosotros no podemos alejarnos de la actuación palpable y realista que implica el ser partícipes de un momento tenso, donde las cornisas se acercan a nuestros pies y el Estado amenaza constantemente nuestra vida.
Pensar en Reagan no es mentalizarse solamente en acercamientos a la Escuela de Chicago o la proliferación de una economía pujante, con menos pobres y con más riqueza. Va mucho más allá. Si la filosofía se pregunta por el fundamento último de todas las cosas, el reaganismo debe versar sobre cimientos similares. Es momento de sentirnos partícipes de una realidad que nos avasalla constantemente y nos pone en jaque. El avance del Estado, del colectivo por sobre el individuo y de la restricción de las decisiones que a la black box decisional no le gusta, nos remonta todo el tiempo a la batalla cultural que vivió uno de, si se me permite, los mejores presidentes de la historia de los Estados Unidos.
Orador magnífico y fiel representante de los postulados de El Príncipe, Reagan emerge como un presidente que debemos llevar todo el tiempo en nuestros pensamientos. No hay que idolatrar pero sí valorar. El reaganismo no está muerto como dicen los grandes medios de comunicación o los pensadores de izquierda. El reaganismo está más vivo que nunca en las manifestaciones en contra del avance del Estado, en la esfera pública con los reclamos de individuos particulares que reclaman sin ser arriados como ganado por un político de turno, en todos y cada uno de los que, aunque seamos pocos, seguimos confiando en un futuro más libre y prometedor, más parecido a la gloriosa década de 1980, donde las ideas de la libertad y la batalla contra el comunismo y el avance estatal eran motivo frecuente. No sugiero ni recomiendo un fanatismo religioso, pero sí creo que es momento de pensar más allá de las utopías, observar que no es algo de otro mundo, que solo falta convicción y decisión para cambiarlo. Es eso, es hacernos carne e inmiscuirnos en esta problemática, o seremos cómplices de todos y cada uno de los vestigios y las consecuencias negativas que el avance estatal genere en nuestra sociedad.
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