Desigualdad del Ingreso: ¿Debería Importarnos?

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Abordar la desigualdad global en los ingresos de los individuos es una cuestión sumamente compleja de analizar por varios motivos. El primero, que podría ser considerado el más importante, está relacionado con la estructura política del mundo en el presente. Si bien la humanidad ha llegado a niveles de integración global sin precedentes en cuestión de poco más de un par de siglos, el hecho de que cada país del mundo tenga sus propias formas de organización y administración política no permite que se puedan hacer comparaciones objetivas entre dos o más países sin tomar en cuenta las amplias diferencias políticas, sociales y culturales que determinan sus propios resultados económicos.

 El problema es global, pero entenderlo y tratar de solucionarlo es una tarea que debe ser afrontada internamente según cada nación vea conveniente. De acuerdo con Follet (2024), a medida que los países se desarrollan económicamente, la desigualdad de ingresos se vuelve una medida de bienestar menos útil, esto se debe a que las sociedades más desarrolladas ofrecen más vías hacia la realización y el bienestar. En contraste, en economías de subsistencia, al estar la mayoría de la población sometida a buscar la mera supervivencia, encontrar grandes brechas de ingresos es mucho más conflictivo por sus implicaciones prácticas, así como las éticas y morales. 

El presente artículo se propone profundizar este enfoque mediante el análisis de las diferentes metodologías para medir la desigualdad y cuestionar la relevancia de esta problemática bajo la óptica de la desigualdad de ingresos como indicador principal.  

A través de las plataformas del Fondo Monetario Internacional, Stanley (2022) rescata que, de acuerdo al más reciente informe del World Inequality Report de 2022, el 10% de la población global concentra el 76% de toda la riqueza del planeta. Estas cifras son claramente alarmantes si solo se las observa a tal nivel de generalidad. Sin embargo, al revisar dicho informe con un poco más de detenimiento, los autores (Chancel, Piketty, Saez, and Zucman, 2022) identifican que al desglosar estas cifras, los países que suelen ser catalogados “más capitalistas”, bajo los parámetros del Índice de Libertad Económica del Instituto Fraser, dígase los países norteamericanos, europeos y el este asiático, reflejan una distribución mucho más pareja del ingreso entre el top 10% y el mediano 40% que aquellos países mucho más asociados con la corrupción y el socialismo, como África, Asia central y Latinoamérica, donde el 10% más rico concentra más del 50% de las riquezas nacionales y el 50% más pobre apenas alcanza a acumular el 10% de la riqueza local. Esta marcada diferencia también es mostrada por Stilwell (2011) en el cuarto capítulo de su libro “Political Economy: The Contest of Economic Ideas”, donde refleja que, en los países más ricos, la riqueza que concentra el 10% más rico de la población suele ser, en promedio, 9 veces más de la riqueza que acumula el 10% más pobre. Mientras que esta relación promedia un ratio de 17 en los países más pobres. 

Haciendo énfasis en la lógica detrás de los datos anteriormente presentados, cabe preguntarse el por qué de estas relaciones tan contradictorias con el pesimismo tan marcado que se refleja en los sectores mainstream de la economía política. No obstante, para entender este fenómeno primero se debe conceptualizar adecuadamente la desigualdad como fenómeno socio-económico. Según la OECD (2021), la desigualdad en el ingreso se refiere a las diferencias en cómo el ingreso es distribuido en la población. El indicador más conocido para reflejar estas diferencias es el Coeficiente de Gini, cuyos valores varían entre 0 y 1, siendo los valores más bajos un reflejo de sociedades que tienden hacia la perfecta equidad, donde toda la población obtiene la misma proporción de ingresos; y los más altos corresponden hacia la desigualdad perfecta. Sin embargo, más allá de la popularidad de este índice, se debe considerar que su metodología de cálculo limita mucho su alcance explicativo. De acuerdo con Ponce (2018), 

Por definición este índice mide el nivel de ingreso o riqueza que un grupo posee relativo a otro dentro de una misma sociedad. La palabra clave aquí es relativo. Esto significa que no brinda información acerca de si los quintiles inferiores tienen niveles de ingreso bajos o altos ni sobre la calidad de vida de alguna subdivisión. Este estándar de medición da lugar a que un país con un índice de Gini bajo no sea necesariamente más desarrollado que un país con un índice mucho más alto. 

Este breve análisis permite cuestionar si realmente la desigualdad de ingresos debería ser el parámetro principal para analizar las complejidades de la desigualdad global en múltiples escalas. 

Conscientes de las deficiencias de esta métrica tradicional de desigualdad de ingresos, Follett & Geloso (2023) desarrollaron una nueva metodología para abordar la desigualdad más allá del nivel de ingreso relativo. El Índice de la Desigualdad del Progreso Humano incorpora en su metodología, además del ingreso, la expectativa de vida, mortalidad infantil, nutrición adecuada, seguridad ambiental, acceso a oportunidades, acceso a la información y libertad política. Los autores de esta nueva propuesta, más allá de proponer un nuevo paradigma multidimensional para comprender la desigualdad global, también descubrieron que, en términos generales, el bienestar global ha aumentado considerablemente desde los años 90s, avanzando de forma sostenida hacia un mundo más igualitario en múltiples dimensiones. Si bien se reconoce que la desigualdad de ingresos ha aumentado en las sociedades occidentales, las desigualdades en cuanto a felicidad y bienestar han estado cayendo a tasas aún más destacables. 

Este nuevo enfoque para afrontar la desigualdad global permite hacer una pregunta fundamental: ¿realmente es importante la desigualdad? Follett & Geloso (2023) reconocen que existe un nivel de ignorancia generalizado que no permite al público identificar la urgencia de otras cuestiones más relevantes más allá de la mera redistribución de la riqueza, además de que obstruye los procesos de fiscalizar las políticas e instituciones en sus esfuerzos por mejorar la situación.

 Estudios empíricos como el de Shariff, et. Al., (2016) demuestran que una desigualdad marcada en la distribución del ingreso no es percibida como un problema por la población siempre y cuando la movilidad social sea posible y predomine el mérito por encima del privilegio o los favores políticos. Los precursores de este enfoque también basan sus argumentos en que a medida que una economía se desarrolla y avanza hacia mayores niveles de bienestar, el ingreso o riqueza nominal deja de ser un indicador apropiado para aproximar la calidad de vida de la población (Follett & Geloso, 2023). Se asume el escenario de dos economías: una de subsistencia y otra rica y desarrollada. En la economía de subsistencia todos los actores se ven forzados a desempeñar sus actividades con el solo propósito de sobrevivir, pues las condiciones en las que se encuentran no permiten espacio para el desarrollo y, por ende, los resultados están esencialmente predeterminados. En este caso, el nivel nominal del ingreso sería prácticamente igual para todos los individuos.

 Mientras tanto, la economía rica ofrece diversas vías para satisfacer las demandas de bienestar de sus ciudadanos. Tal como ocurrió gracias a los procesos de liberalización y globalización a finales del siglo XX, este tipo de economías permiten que los individuos persigan la felicidad a su manera, la cual no necesariamente está ligada a la acumulación de riqueza, sino que puede darse por medio del ocio, el relacionamiento social, ambiciones académicas o intelectuales, entre muchas otras. Esto da paso a que, al no estar todos los individuos persiguiendo mayores niveles de ingreso o riqueza, las brechas de desigualdad en este parámetro aumenten considerablemente, pero quienes decidieron voluntariamente maximizar su bienestar por otras vías no ven un problema estructural en estos resultados económicos, pues en términos de bienestar general se encuentran prácticamente emparejados. 

Habiendo establecido una vía alternativa para analizar de mejor forma la desigualdad más allá del nivel de ingreso, queda preguntarse: ¿cómo se alcanzan las características de las sociedades ricas que maximizan el bienestar más allá de la riqueza monetaria? Cole (2003) demostró por medio de una investigación empírica que la libertad económica, medida como un índice que provee anualmente el Instituto Fraser, es un determinante clave del crecimiento económico. Por medio de este trabajo, se demostró que aquellos países cuyas políticas públicas se enfocan a liberalizar el comercio, fomentar la competencia, regular el poder del estado y garantizar predictibilidad monetaria tienden a crecer mucho más por encima de las economías con enfoques centralizados. Es incuestionable que hay muchos otros enfoques institucionales hacia el crecimiento económico, pero vale la pena recalcar el poder formativo que tienen las políticas pro libertad económica e individual. 

El mundo actual está plagado de dificultades económicas que deben ser resueltas con suma urgencia, el cambio climático y la desintegración global son amenazas que ponen en jaque el modelo de desarrollo vigente. Sin embargo, se debe reconocer que la desigualdad, no puede ser medida desde enfoques netamente ligados a la riqueza sin ignorar los grandes avances que ha tenido la humanidad en las últimas décadas en esta materia. Abordar la desigualdad global desde un enfoque holístico y multidimensional, como lo propone el Índice de la Desigualdad del Progreso Humano, contribuiría a que los tomadores de decisiones vuelvan a enfocarse en el desarrollo de políticas que permitan la generación de riqueza, pues redistribuirla, además de ser más complicado, es ineficiente e innecesario. 

Referencias

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