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¡Dejan que los niños trabajen¡

Publicado en

Por: David Chavez

País: Colombia

Nota: Este artículo se publicó originalmente en el Blog de EsLibertad el 9 de junio de
2018.
El establishment nos ha vendido la idea de que emplear a un niño es un acto
barbárico, que representa una violación a su “derecho” a la educación y un perjuicio
para su desarrollo físico y psicológico. Con el fin de proteger a los infantes de este
presunto vejamen, la Organización Internacional del Trabajo ha establecido que la
edad mínima para laborar es de 15 años, en los países desarrollados, y de 14, en los
subdesarrollados. Siguiendo este criterio, la mayoría de los países han adoptado
leyes que castigan severamente el trabajo infantil.
   No confiemos en aquellos que pretenden abolir el trabajo infantil, sus argumentos,
como lo veremos a continuación, atentan contra la lógica económica, son inadmisibles
desde el punto de vista ético y perjudican principalmente a quienes supuestamente
dicen defender: los niños.
Aspectos económicos
El economista Murray Rothbard afirma que las leyes en contra del trabajo infantil
reducen arbitrariamente los ingresos de las familias con niños. Al no poder buscar sus
propios medios de subsistencia, los menores se convierten en pasivos monetarios
netos para sus padres hasta que cumplan la edad mínima legal para laborar. Por lo
tanto, las únicas que resultan beneficiadas por esta legislación son las familias sin
niños.
   A muchos les parece cruel que un niño trabaje, porque se los imaginan haciendo
trabajos pesados bajo la supervisión de un empleador abusivo. Esta imagen cliché no
siempre corresponde a la realidad.
   En primer lugar, existen muchos trabajos que un niño puede hacer. Por un lado,
están aquellos que no requieren un elevado nivel de cualificación: dependientes en
algún establecimiento comercial, recaderos, encargados de tareas básicas de
limpieza. También hay empleos que son perfectos para los más jóvenes, como el
arreglo de ordenadores o la instalación de programas informáticos. Su experiencia en
estos ámbitos puede llegar a superar a la de personas mayores de 30. Finalmente,
están los talentos especiales, como la música, la danza, el deporte, y las artes
plásticas.
   Tener un empleo es bueno para los niños, porque les enseña a valorar el trabajo, a
manejar el dinero, y a adoptar la cultura del ahorro. El gran empresario
español Amancio Ortega, comenzó a trabajar a los trece años como recadero en una
camisería. En la actualidad, es el dueño de Zara, la empresa líder del sector textil a
nivel mundial. ¿Cuántos Ortegas se están perdiendo gracias a las absurdas leyes en
contra del trabajo infantil?
   Ahora hablemos de los empleadores. En una economía de libre mercado, los
patronos tienen pocos (o ningún) incentivos para tratar mal a sus empleados. Ante un

ultraje, lo más seguro es que éstos tomen la decisión de renunciar, lo cual afectará la
productividad del negocio y obligará al empleador a asumir nuevos costos, en la
búsqueda de un reemplazo.
   Aún si el empleador del niño fuese abusivo, sería mucho más abusivo negarle a ese
infante la oportunidad de trabajar. Dado el caso, puede buscar empleo en otro sitio,
pero siempre debería tener la posibilidad de hacerlo, el gobierno no es quién para
impedírsela. Una situación muy distinta sería si el niño trabajase en condiciones de
esclavitud, allí sí se justificaría la prohibición.
   Las leyes contra el trabajo infantil no solo afectan a individuos concretos, sino a
la economía en su conjunto. Al impedir que un segmento importante de trabajadores
(las personas que están por debajo de la edad mínima legal para trabajar) se
incorporen al mercado laboral, éstos quedan condenados a una situación de
desempleo forzado. Esta reducción de la oferta general de mano de obra disminuirá el
ritmo de producción. Por otra parte, se experimentará un aumento artificial de los
salarios del resto de trabajadores, a quienes el Estado estará protegiendo de
competidores más jóvenes.
   Las leyes contra el trabajo infantil también desconocen la historia, pasan por alto
que los niños contribuyeron a la consolidación del capitalismo industrial durante los
siglos XVIII y XIX, prestando sus servicios en fábricas, minas y granjas. La otra opción
que tenían era morir de hambre. Gracias a las almas bondadosas que los contrataron,
pudieron conseguir los medios que les permitieron sobrevivir la infancia y mejorar la
calidad de vida de las generaciones siguientes, hasta llegar a sus quejumbrosos
descendientes que se oponen al trabajo infantil, desde su cómoda posición de clase
media o alta en algún país occidental.
   A medida que aumentaban los ingresos de las familias, los padres dejaron de enviar
a sus hijos a la fábrica, o donde fuese que trabajaran, por lo tanto, el trabajo infantil
dejó de ser económicamente necesario.
   Eso explica por qué el trabajo infantil es un fenómeno más común en los países
subdesarrollados que en los desarrollados. Según la Organización Internacional del
Trabajo, en el periodo comprendido entre 2012 y 2016, en todo el mundo 152 millones
de niños son “víctimas” de trabajo infantil. En términos absolutos, el 47% se concentra
en África, el 41%, en Asia y el Pacífico, el 7% en las Américas, el 3,6% en Europa y
Asia Central, y el 0,7% en los Estados Árabes.
   A pesar de que la mayoría de los gobiernos de los países pobres han ratificado las
convenciones internacionales en contra del trabajo infantil, el fenómeno está lejos de
desaparecer. Por esa razón, la Organización Internacional del Trabajo está
desarrollando proyectos de intervención en esos países para erradicarlo por completo.
Al hacerlo, le está negando a sus sociedades la posibilidad de contar con una
poderosa fuerza laboral que coadyuve al desarrollo, como ocurrió en los países ricos.
Aspectos éticos

Lo primero que olvidan los enemigos del trabajo infantil es que se trata de un contrato
voluntario, entre un empleador y un empleado. Al estar basado en la libre voluntad, no
constituye ninguna agresión, ergo, es inaceptable la prohibición.
   Una segunda objeción moral es que al prohibirle a los niños trabajar, se les está
impidiendo transitar hacia la adultez, que no consiste en alcanzar una “mayoría de
edad”, sino en establecer la propiedad efectiva sobre la propia persona: es decir,
cuando se deja el hogar de los padres y se tiene la capacidad de mantenerse a sí
mismo. La adultez es una decisión, que el Estado impide con sus leyes antitrabajo
infantil.
   Por último, está el hecho de que estas leyes, casi siempre, van ligadas a las de
escolaridad obligatoria. De esa manera, se busca mantener a los niños ocupados en
una escuela, para alejarlos de las actividades laborales.
   En nuestros días, la educación se ha elevado a la categoría de derecho y de
condición necesaria y suficiente para el desarrollo. Ni lo uno ni lo otro. La educación
no es más que un servicio de lujo, lo que hacen las leyes de escolaridad obligatoria es
forzar a los padres a consumir dicho servicio.
   Con el sistema educativo actual, uno se pregunta si no sería mejor que un niño
estuviese produciendo bienes y servicios que la sociedad valora, en lugar de estar
recibiendo contenidos sesgados, que fomentan en ellos una mentalidad anticapitalista
y parasitaria.


David Chávez Salazar es economista y Máster en Diseño Industrial. Ha trabajado para diversas empresas del sector privado en Colombia, Chile y Austria. Actualmente es docente en la Universidad Gabriela Mistral (Chile) y consultor en asuntos y finanzas. Es el director de la Bastiat Society de Bogotá y editor en jefe de la revista Estudios Libertarios. Tiene un emprendimiento en los campos de diseño e impresión 3D.

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