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Incontables líderes políticos a nivel mundial han querido compartir la peligrosidad del capitalismo, de “un sistema que no reconoce a las personas como iguales, sino busca la explotación del hombre por el hombre”. Eso es falso. Lo que se conoce hoy como capitalismo no es más que la aplicación sistemática de una economía de libre mercado en el marco de un Estado de Derecho, que no tiene otro origen que la alianza entre empresario-obrero que históricamente le ha permitido a la humanidad el desarrollo tecnológico, económico y social que ha permitido avanzar al género humano como un todo.

El logro más memorable de la izquierda moderna pareciera ser haber creado un concepto salvaje de capitalismo, en donde la lucha por la dominación,  la preeminencia del poder económico y la explotación del hombre por el hombre son fenómenos plenamente posibles (y en algunos casos reinantes) en las sociedades libres que se rigen bajo un sistema capitalista. Lo cierto es todo lo contrario. El capitalismo no es más que un sistema económico que promueve la cooperación voluntaria y la asociación espontánea entre los individuos que conforman una sociedad, y cuando se habla de “capitalismo salvaje”, también es cierto que muchos están votando con los pies, porque tal concepto solamente sería lógicamente cierto si existe un “capitalismo no salvaje”, que por descarte no sería más que capitalismo a secas.

Entonces, el problema se plantea complejo, pues estamos reconociendo que no vamos a hablar de la izquierda clásica que refuta cualquier forma de capitalismo, con posturas orientadas desde la socialización de los medios de producción hasta el agorismo de libre mercado propio de los “libertarios de izquierda”. Aquí, el análisis gira en torno a una crítica del capitalismo desde el propio capitalismo, una afirmación que adquiere sentido si se entiende que el sistema que ha tenido mayor arraigo en las economías exitosas es, precisamente el capitalismo, y en sentido amplio, la gracia de cualquier sistema que promueva los derechos individuales, la libertad y la propiedad privada. Así es como se configura la pregunta: a pesar de todos los avances que el capitalismo ha traído, ¿hay una concepción perversa en su haber? Si es así, ¿cuáles son las alternativas?

Es así como la primera imagen que pudiera venir a la mente al hablar de capitalismo sería la revolución industrial, situaciones  de explotación donde los obreros se sometían a jornadas exhaustivas a cambio de una remuneración absurda. En ese contexto, por ejemplo, se escribió la trascendental encíclica Rerum Novarum que forma el inicio de la Doctrina Social de la Iglesia, la cual representó una crítica abierta a las cuestiones sociales que surgían en un sistema donde poco se podían vislumbrar derechos laborales. No obstante, la situación no podría definirse desde una sencillez como esa, pues debe reconocerse que el contexto vivido permitió alcanzar grandes avances tecnológicos, sobre todo en el aprovechamiento de materias primas para producir energías que sería posteriormente lo que le daría forma a las cadenas de producción, por tanto, mientras se un lado podría darse un abuso, del otro la creatividad empresarial ofrecía una válvula de ayuda al trabajador industrial.

Conviene subrayar que el propio término “capitalismo” tiene un origen en las teorías marxistas para denotar, de manera simple, un sistema económico donde el capital predomina dentro de las relaciones entre los individuos en aras de satisfacer sus necesidades. De esa forma, el desligarse del término implica hablar de libertad, más allá del sistema, sino en esencia. Entonces, se podría esgrimir que el capitalismo es un sistema materialista que pone a la riqueza antes que al ser humano, que sería una posición ni tan liberal, ni tan marxista, porque ataca ambas filosofías. No obstante, esa afirmación contiene un problema en la lógica que la compone, porque incluso si el capitalismo colocara a lo material por encima de la persona humana, estaría colocando implícitamente a la persona humana por delante, ya que los bienes y servicios no se generan de la nada, así como tampoco las necesidades y preferencias del mercado. Si el capitalismo fuera una bestia despiadada sedienta de dinero, darle buenas condiciones a los trabajadores para que produzcan cada vez más y mejor, así como también ofrecer un producto accesible para el mercado en el que quieran competir, serían labores fundamentales de todo buen “capitalista salvaje”.

Hay que mencionar, además el problema de las multinacionales contra las empresas familiares, sobre todo en una Latinoamérica donde cada vez se hacen más frecuentes los ataques a las iniciativas que facilitan la vida e incluso consiguen comodidades para los individuos. Habría que imaginarse por un momento al bodeguero intentando competir contra el Walmart, o también al local del vecindario compitiendo contra Netflix, y quizás aún más significativo, el taxista compitiendo contra Uber. En esa visión de capitalismo salvaje, hay un grupo que posee muchísimo, contra el cual no se puede atentar, sino someterse a la corriente que le plantee. Lo cierto es que todo lo anterior forma parte de una gran falacia lógica, que se configura cuando se pretende negar una gran parte de la realidad ubicada en la diversificación del trabajo en cuanto las necesidades del mercado demandan ser satisfechas de la manera más sencilla posible.

Retomando lo anteriormente planteado, en esa competencia que se da entre unos y otros, reconocer que el valor de los bienes y servicios es subjetivo, así como varios siglos de historia del pensamiento económico lo han demostrado ampliamente, es un paso fundamental para no quedarse atrás en el caso que se plantea. Entonces, la pregunta no sería cómo se podría luchar desde los taxis agremiados contra Uber, sino ubicar cuál es la necesidad del mercado, cómo se satisface de una forma más sencilla para el consumidor y verificar si la competencia tiene una propuesta final mejor que la propia. Entender ese simple proceso ahorraría más de un litigio y pérdida de miles de empleos que se generan gracias a la cooperación entre los individuos, ya que, al final de todo, quienes van a recompensar el trabajo realizado son los clientes, y querer atentar contra ellos a través del poder político no es más que reconocer la incapacidad que se tiene de satisfacer las necesidades de las personas correctamente.

No solo se debe hablar de producción de bienes y servicios o de transferencias dentro de un mercado, quizá también habría que pensar en aquellos que no están en capacidad de acceder a todo eso de lo que se está hablando anteriormente. Suele ser muy frecuente escuchar que el capitalismo hace a los ricos cada vez más ricos, y a los pobres cada vez más pobres, porque las brechas de salarios aumentan drásticamente la desigualdad y eso implica una disminución sistemática de la calidad de vida de las personas. Sin embargo, esto es totalmente falso, o al menos eso es lo que permite afirmar el conocimiento empírico en cuanto a los ricos y pobres. Bastaría pensar en cuántas personas se han hecho millonarias con premios de loterías y dejan fundir su riqueza en viajes, automóviles y mansiones, ya que son incapaces de multiplicar el capital adquirido, por carecer de una visión de mercado donde el rico solamente puede serlo si su capital se encuentra en constante movimiento, y cabe recordar que ese movimiento dentro de un mercado, también significa participar en el proceso de satisfacer necesidades de las personas, por lo que termina siendo una alianza ganar-ganar.

A su vez, el trabajador es quien más se ve beneficiado por la existencia del empresario, quien también podría denominarse como “el capitalista”. La alianza que se genera entre la persona que posee los instrumentos, insumos y técnicas necesarias para elaborar un producto, con la persona que coloca su tiempo y esfuerzo en hacer funcionar ese proceso, es una relación invaluable que ha servido como motor de la historia humana por siglos. Las ideologías que han pretendido negar la trascendencia de esta relación empresario-obrero suelen terminar sin reivindicar a ninguno de los dos, ya que ambas partes de la ecuación son necesarias para conseguir el producto deseado. Aquellas ideologías que han pretendido colocar en manos de los obreros el capital de producción termina destruyendo economías de naciones enteras, llevándose por delante las esperanzas y sueños de millones, y a su vez aquellas prácticas que buscan colocar al empresario como una extensión del Estado y hacen del proceso productivo una razón de Estado, terminan creando empresaurios que configuran un mercantilismo salvaje, que solamente es posible con la intervención del poder político dentro de la actividad económica.

Además, el desarrollo del discurso que reconoce la existencia de un “capitalismo salvaje” necesariamente lleva a afirmar que, ante la explotación del empresario, es necesaria la regulación del Estado a la actividad empresarial, en resguardo de los trabajadores. Esto, a pesar de que se escuda en buenas intenciones que parecen reivindicar a los obreros históricamente abusados, es el ataque más directo en contra de la clase trabajadora, además de atentar igualmente contra el sector empresarial. La situación es simple: el empresario, por ser una persona humana, siempre tendrá mayor afinidad al lugar donde posee mayor libertad para actuar, pues es una cuestión que se configura como un axioma de la naturaleza del hombre. Entonces, allí donde el Estado se hace presente para regular, incluso yendo en resguardo de los trabajadores, termina creando infiernos jurídicos y fiscales que hacen insostenible la producción empresarial, por lo que se terminan cerrando oportunidades para el trabajador, pues cuando se rompe la relación empresario-obrero, los beneficios dejan de correr, y tarde o temprano se demandará volver al estado natural de las cosas.

Considerando lo anterior, también es necesario traer otro argumento que valida al “capitalismo salvaje” y es que no puede haber cooperación cuando el trabajador está obligado por necesidad, ya que no tiene nada más que ofrecer sino su fuerza de trabajo para sobrevivir. Esto, si bien tiene un sustrato de realidad, niega el hecho de que es la relación empresario-obrero la que soluciona las situaciones de necesidad de manera más óptima, así lo ha dejado ver el transcurrir de la historia. Entonces, podemos afirmar que la mejor regulación para el “capitalismo salvaje” es el libre mercado, la regulación natural. Si una empresa se caracteriza por pagar mal, ofrecer un ambiente de trabajo en pésimas condiciones, dotar a sus trabajadores de pésimos insumos y colocar en riesgo su dignidad, lo más probable es que nadie quiera trabajar en esa empresa, ni por necesidad, así como también nadie busca emigrar a países con restricciones a la libertad amplias, como Venezuela o Corea del Norte, a la vez que pocos buscan movilizar sus capitales a Cuba, Irán o Rusia. La realidad habla por sí sola.

Finalmente, la enseñanza que debe dejar este ejercicio reflexivo es que el trabajador necesita al empresario, tanto como el empresario al trabajador, por lo que un comportamiento racional desde ambas posiciones implica un respeto y aprecio por el otro, que lleva a hacer todo lo posible para mejorar recíprocamente la situación individual, lo cual, replicado dentro de una sociedad que goza de los beneficios de una economía de libre mercado, significa un mejoramiento progresivo de la calidad de vida de todos, cumpliéndose el principio de que la minoría más pequeña es el individuo, y es la que más debe cuidarse. A mayor calidad de vida, mayor desarrollo humano, mayores niveles educación, salud, poder adquisitivo, herramientas que tienen sentido cuando el ser humano las reconoce a su favor para lograr realizarse y cumplir con las metas que se plantee en la vida.

En conclusión, puede que sea el momento de dejar atrás los complejos y hablar más de lo esencial que de lo momentáneo, lo cual es una invitación a tomar más en cuenta a la libertad individual que a la defensa férrea del capitalismo, o al menos el reconocimiento del rol que juega la libertad económica en un Estado de Derecho para conseguir el beneficio común de los asociados. El Papa Francisco, con motivo del partido interreligioso por la paz en el año 2014, dijo una frase que, en el contexto que la insertamos, dice mucho acerca de lo que busca el individuo en sociedad, cuando es libre compartiendo objetivos con sus semejantes, y es que: “al jugar en equipo, cada uno es más persona, más gente, se engrandece más. Al jugar en equipo, la competencia, en vez de ser guerra, es semilla de paz.”


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