RESUMEN: Continuación de los ataques a la propiedad interior. – Derecho de asociación. – Legislación sobre sociedades mercantiles en Francia. – La sociedad anónima y sus ventajas. – El monopolio de los bancos. – Funciones de los bancos. – Resultados de la intervención del gobierno en los asuntos de los bancos. – Encarecimiento del descuento. – Bancarrotas legales. – Otras industrias privilegiadas o reguladas. – La panadería. – La carnicería. – La imprenta. – El notariado. – Agentes de bolsa y corredores. – La prostitución. – Las funerarias. – Los cementerios. – La abogacía. – La medicina. -El profesorado. – Artículo 3 de la ley de 7-9 de julio de 1833.
EL SOCIALISTA. He creído hasta ahora que la revolución de 1789 había liberado completamente el trabajo y que vivíamos bajo un régimen de absoluto laisser-faire. Me estoy dando cuenta de mi error.
EL ECONOMISTA. No sólo el trabajo no ha sido plenamente emancipado, sino que, en ciertas ramas de la producción, se ha retrocedido incluso más allá de las compañías privilegiadas. En vez de liberar las industrias que habían sido privilegiadas, se las ha convertido en monopolios del Estado. Ahora bien, el monopolio del Estado es la etapa primitiva de cualquier sociedad humana. ¿Qué ha sustituido a las instituciones de la Edad Media? las instituciones del antiguo Egipto. Sin embargo, esto no ha impedido la preservación de las industrias privilegiadas, porque nuestro sistema económico es un extraño mosaico de industrias monopolizadas, privilegiadas y libres.
EL CONSERVADOR. ¿Dónde ve usted industrias privilegiadas? Según el Sr. Thiers, ¿no se abolieron todos los privilegios en la famosa noche del 4 de agosto1?
EL ECONOMISTA. Según el Sr. Thiers, sí; en verdad, no. Todavía existe en Francia una multitud de industrias privilegiadas o reguladas. En la primera línea, debemos colocar los bancos. Luego vienen las panaderías, las carnicerías, las imprentas, los teatros, las aseguradoras, la compraventa de títulos de deuda del Estado, la medicina, la abogacía, los despachos ministeriales, la prostitución, y tantos otros que se me olvidan.
Añadamos que la Asociación, ese vehículo indispensable del progreso industrial, no es libre en Francia.
EL CONSERVADOR. ¡Ah! Esta vez lo sorprendo en flagrante inexactitud. Conozco mi Constitución.
ART. 8. Los ciudadanos tienen el derecho de asociarse, reunirse pacíficamente y sin armas, presentar peticiones y manifestar sus pensamientos por medio de la prensa o de cualquier otro modo.
El ejercicio de estos derechos sólo está limitado por los derechos o la libertad de los demás y la seguridad pública.
Ya ve entonces que el derecho de asociarse existe en Francia. ¿Quizá incluso existe en exceso?
EL ECONOMISTA. Las asociaciones políticas son libres en Francia… Más o menos. No ocurre lo mismo con las asociaciones comerciales. La asociación incluye, como saben, un número casi infinito de variedades. Sin embargo, la ley francesa sólo reconoce tres tipos de asociaciones: la sociedades en nombre colectivo2, la sociedad en comandita3 y la sociedad anónima4. Salvo algunas formalidades engorrosas, las dos primeras son libres; pero la tercera, que es la más perfecta, la que mejor se adapta a las grandes empresas industriales, está sujeta a autorización previa.
EL CONSERVADOR. ¡Pues bien! Se solicita la autorización y, tras un examen minucioso, el gobierno la concede si corresponde.
EL ECONOMISTA. Sí, si corresponde. Y usted olvida decir que la autorización muchas veces llega después de seis meses, un año, dos años, es decir demasiado tarde. Usted conoce lo suficiente de la industria para saber que un retraso de seis meses basta para hacer fracasar a un número importante de empresas.
Los socialistas se quejan de la lentitud con que la asociación se implanta en Francia. No ven que el Código de Comercio ha puesto excesivo orden en ello, aprisionando fuertemente el derecho de asociación. ¡Vaya ceguera!
La sociedad en nombre colectivo no permite grandes acumulaciones de capital, sobre todo en un país donde las fortunas están muy divididas; la sociedad en comandita, tal como está actualmente regulada, pone a los accionistas a merced de un administrador, y usted ya sabe lo que resulta de ello…. La sociedad anónima, únicamente, comprende inmensas concentraciones de capital por pequeñas fracciones, y la mejor gestión posible.
EL CONSERVADOR. Esto no está probado.
EL ECONOMISTA. Desglose al empresario industrial y ¿qué encontrará? Un capitalista y un director de trabajo, un hombre que recibe un interés por su capital y un salario por su trabajo. Desglose la sociedad anónima y ¿qué encontrará? Trabajadores que proporcionan trabajo y reciben un salario, capitalistas que proporcionan capital y reciben un interés. Lo que se une en el empresario industrial se separa en la sociedad anónima. Esta separación es un paso más en la vía de la división del trabajo; es un progreso.
Le daré la prueba señalando algunas de las ventajas propias de las sociedades anónimas.
La primera de todas es la de poder llevar a cabo empresas de producción a escala inmensa; es la de poder ajustar siempre la potencia del esfuerzo a la resistencia que enfrenta, y de este modo reducir al mínimo los costos de producción.
La segunda ventaja de las sociedades anónimas reside en la mejor administración que llevan consigo. Un empresario industrial sólo es responsable ante sí mismo. El director de una empresa es responsable ante sus accionistas. Está obligado a rendirles cuentas de sus actos y a justificarlos. Esta obligación, inherente a la propia naturaleza de la sociedad anónima, obliga al director a actuar siempre con inteligencia y probidad. Si no dirigiera la empresa con inteligencia, los accionistas no dudarían en destituirlo; si se involucrara en operaciones fraudulentas, ¿se atrevería a rendir cuentas públicamente ante una junta de accionistas? Ahora bien, con el sistema de contabilidad actualmente en uso, no podría mantener en secreto ninguna de sus operaciones.
Bajo el régimen de la sociedad anónima, las empresas industriales serían necesariamente gestionadas con inteligencia y probidad. La industria estaría necesariamente dirigida por los hombres más capaces y más probos.
Los fraudes industriales desaparecerían5 bajo este régimen. ¿En qué industrias son más frecuentes los fraudes? En las más fragmentadas y precarias. Cuando no se puede contar con el futuro ni labrarse una gran existencia comercial, se busca, por todos los medios posibles, ganar mucho dinero en poco tiempo. Se altera la calidad de los productos. Se vende como buena una mercancía que se sabe que es mala. Cuando, por el contrario, se tiene ante sí un período de existencia ilimitado y se pone en marcha un capital considerable, se tiene interés en adquirir una buena reputación para conservar la clientela. Por lo tanto, se suministran buenos productos y se es leal en los negocios.
En las industrias organizadas de forma amplia y estable hay más probidad que en las industrias débiles y precarias. Observe y compare las diversas ramas de la producción en Francia, Inglaterra, Holanda, etc., y se convencerá de la total exactitud de este hecho. Las falsificaciones y los fraudes no tienen su origen en la libertad industrial, sino que provienen, por el contrario, de los obstáculos que se interponen al libre y pleno desarrollo de la industria.
La tercera ventaja de las sociedades anónimas, y quizá la más considerable, es que hacen pública la situación de cada industria; indican diariamente el estado de prosperidad o de dificultad de las diversas ramas de la producción.
EL CONSERVADOR. ¿Cómo así?
EL ECONOMISTA. Cuando una industria logra vender sus productos a un precio exactamente remunerativo, se dice que está a la par; cuando los gastos de producción no están cubiertos, la industria está en pérdidas; cuando los gastos de producción se superan, está en beneficios. Bajo el régimen de producción individualizada, es muy difícil conocer con exactitud estas diferentes situaciones industriales y saber cuándo es conveniente invertir capital en una industria y cuándo no. A menudo se corre el riesgo de alimentar una rama boyante de la producción, mientras que otras ramas reclaman en vano capital y mano de obra. Estos errores dejan de ser posibles bajo el régimen de la sociedad anónima. Dado que todas las empresas tienen interés en publicar el precio de sus acciones para facilitar su negociación, se conoce diariamente la situación de las diferentes ramas de la producción. Con sólo echar un vistazo a la cotización en bolsa, se sabe qué industria está perdiendo, cuál está ganando y cuál está a la par6. Se sabe exactamente dónde hay que invertir el capital para obtener los mayores beneficios.
Si, por ejemplo, la cotización de los altos hornos es superior a la de las explotaciones de calamina, se invertirá el capital en la industria del hierro antes que en la del zinc. De este modo, aumentará la producción de hierro. ¿Qué resultará de ello? Que el precio corriente del hierro caerá hasta corresponder exactamente a los costos de producción; y cuando la cotización de las acciones descienda al valor nominal, se dejará de acudir a esa rama de la producción, por temor a no poder cubrir los costos.
Gracias a esta publicidad del precio de las acciones industriales, la producción se equilibra por sí misma, de una manera casi matemática. Ya no se corre el riesgo de producir demasiado de una cosa y muy poco de otra, de dejar que algunos precios sean exagerados y otros bajen sin medida. Una causa de perturbación constante desaparece del ámbito de la producción.
Observen, por último, el carácter singularmente democrático de las sociedades anónimas. El empresario industrial es el monarca irresponsable y absoluto; la sociedad anónima, gobernada por accionistas y administrada por un director y un comité responsables, es la república. Después de haber sido monárquica, la producción se vuelve republicana. Esto demuestra, una vez más, que la monarquía está desapareciendo.
EL SOCIALISTA. La sociedad se fracciona en una multitud de pequeñas repúblicas, cada una con un objetivo y económicamente limitada. Esta es una transformación bastante notable.
EL ECONOMISTA. Y que no notamos lo suficiente. Desafortunadamente, la bárbara legislación del Código Imperial es un obstáculo para esta saludable transformación…
EL CONSERVADOR. Pero, ¿la transformación de la que habla no se circunscribe naturalmente a ciertas industrias? ¿No habría graves inconvenientes si se aplicara el régimen de sociedad anónima a la explotación del suelo, por ejemplo?
EL ECONOMISTA. ¿Qué inconvenientes? La sociedad anónima resolvería el doble problema de la difusión de la propiedad territorial y de la concentración económica de las explotaciones agrícolas. La sociedad anónima permitiría ejecutar los trabajos agrícolas en una escala inmensa y volver perpetuas las explotaciones, al mismo tiempo que dividiría hasta el infinito, en acciones de mil francos, de quinientos francos, en cupones7 de cien francos, de cincuenta francos, de diez francos, la propiedad territorial. Desde el punto de vista de la economía de la explotación, este cambio tendría un alcance incalculable. ¿Qué inconvenientes vería usted? ¿Acaso una sociedad anónima no tendría interés en cultivar la tierra de la mejor manera posible? Si la cultivara mal, ¿no estaría obligada a disolverse, después de haber devorado su capital, y a dejar su lugar a otras asociaciones o individuos aislados? Si usted no ve inconveniente en que una tierra sea poseída a perpetuidad por un solo individuo, ¿por qué los vería en que lo fuera por una colectividad de individuos? ¿No se perpetúa acaso el propietario aislado tan bien como la asociación de propietarios?
EL SOCIALISTA. Es muy justo. No concibo, en verdad, que la sociedad anónima aún no se haya aplicado a la explotación del suelo.
EL ECONOMISTA. ¿Por qué en Francia, como en otros lugares, la agricultura es la industria más gravada? ¿Por qué la sociedad anónima está tan estrictamente regulada?
EL CONSERVADOR. Quizá la autorización previa exigida para la constitución de una sociedad anónima sea innecesaria; pero ¿acaso el gobierno podría prescindir de ejercer una estricta vigilancia sobre ese tipo de asociaciones?
EL ECONOMISTA. Sería mucho más necesario vigilar a las empresas individuales. Las sociedades anónimas publican el informe de sus operaciones, operan en público, mientras que las empresas individuales mantienen sus operaciones en secreto…
¿Sabe usted para qué sirve la vigilancia del gobierno sobre las sociedades anónimas? Primero, sirve para adormecer la atención de los accionistas, que se confían ingenuamente a la supervisión estatal. Segundo, sirve para trabar el desarrollo de las operaciones industriales. Y, por último, sirve para otorgar empleos cómodos en el sistema clientelista del gobierno.
EL SOCIALISTA. ¡Ahí está el propósito del asunto!
EL ECONOMISTA. Los comisarios imperiales, reales o nacionales ante las compañías de seguros, de ferrocarriles y demás, no son ni más ni menos inútiles, ni más ni menos abusivos que aquellos célebres consejeros inspectores de cerdos o consejeros encargados del apilamiento de leña8, etc., que florecían bajo el Antiguo Régimen.
Ya pueden darse por bien ilustrados, creo, sobre la utilidad de las trabas impuestas al derecho de asociación9..
Además de estas restricciones que se aplican, de manera general, a las asociaciones industriales y comerciales, hay otras que se aplican especialmente a varias asociaciones, particularmente a las que se dedican al negocio bancario.
Nuestros bancos públicos todavía están sujetos al régimen de privilegios.
EL CONSERVADOR. Le haré una oposición sin concesiones en este capítulo, se lo advierto. No soy partidario de la banca libre y nunca lo seré. No puedo concebir que el gobierno permita a todo el mundo acuñar papel moneda, fabricar assignats10 y ponerlos libremente en circulación. Además, esta hermosa utopía de la libertad de los bancos ya se ha hecho realidad…
EL ECONOMISTA. ¿Dónde?
EL CONSERVADOR. En los Estados Unidos, y sabemos lo que produjo. Fue una bancarrota general. ¡Dios nos guarde de una calamidad similar! Es mejor tener un poco menos de libertad y un poco más de seguridad.
EL ECONOMISTA. Sólo hay una desgracia y es que su información es completamente falsa. En Estados Unidos, la banca sólo es libre en seis estados concretos: Rhode-Island, Massachusetts, Connecticut, New Hampshire, Maine y Vermont, y precisamente sólo estos seis estados se han quedado fuera de la bancarrota general.
Si lo duda, lea las notables obras de los Sres. Carey y Coquelin sobre los bancos11. Aprenderá que los bancos libres de América han causado menos pérdidas que los bancos privilegiados de Europa.
EL CONSERVADOR. He oído afirmar, sin embargo, muchas veces todo lo contrario.
EL ECONOMISTA. Por gente tan bien informada como usted, por espíritus empapados en los prejuicios del régimen reglamentario, que nunca dejan de atribuir a priori, sin la menor investigación, los desórdenes industriales al laissez-faire.
EL CONSERVADOR. Admita al menos que sería una gran imprudencia permitir que cualquier recién llegado emita papel moneda.
EL ECONOMISTA. En verdad, ¡no se da cuenta! ¿Acaso no emite papel moneda todo el mundo, usted, yo, cualquiera? ¿No entregamos cada día a nuestros acreedores promesas de pagar tal suma en tal fecha, en efectivo? — Incluso les daríamos pagarés en otras mercancías, en productos de nuestra industria, si quisieran aceptarlos. Por desgracia, no los quieren. ¿Por qué? Porque siempre pueden intercambiar el numerario por toda clase de mercancías, mientras que no es tan fácil dar salida a otros productos. ¿Qué haría, por ejemplo, mi zapatero con un artículo de periódico que yo me comprometiera a entregarle dentro de tres meses a cambio de un par de botas? Claro que, al fin y al cabo, es con artículos de periódico con lo que yo, como periodista, pago mis botas; pero antes necesito venderlos. Si le diera a mi zapatero una promesa pagadera en premiers-Paris12 en lugar de una promesa pagadera en dinero, sería él quien tendría que colocarlos en el mercado… ¡y sólo Dios sabe si lo lograría! Por eso sólo acepta pagarés en buena y sólida moneda.
¿Para qué sirven estos pagarés hasta el vencimiento? Sirven, mayormente, para circular. Si no existieran, habría que reemplazarlos por sumas en oro o plata. Yo, como particular, que emito esos pagarés a plazo, estoy acuñando moneda. ¿Puedo acuñar indefinidamente este papel moneda? Tengo el derecho, si quiero puedo hacer millones de promesas de pago, llenar una habitación con ellas. Pero la cuestión no es hacerlas, la cuestión es lograr que circulen a cambio de valores existentes, valores concretos en forma de numerario, ropa, botas, muebles, etc. ¿Podré intercambiar indefinidamente mis promesas por esos valores reales? ¡No, de ningún modo! Apenas podré canjear lo que se estime que estoy en condiciones de pagar. Antes de aceptar mis pagarés, se informarán de mi situación, mis medios de vida, mi inteligencia, mi probidad, mi salud; y según todo eso juzgarán si mi promesa de pago vale o no. Hay personas hábiles que logran colocar más pagarés de los que realmente pueden pagar; y hay otras, más torpes, que no consiguen colocar ni siquiera tanto. Pero, en general, el crédito de cada uno se ajusta a sus facultades.
EL SOCIALISTA. Es, sin embargo, una evaluación muy difícil.
EL ECONOMISTA. Se necesita un tacto exquisito para hacer esa evaluación. Los banqueros lo adquieren y desarrollan con una larga práctica. Los que no lo poseen se arruinan. Si el gobierno se atreviera a incursionar en la banca como lo hace en tantas otras cosas, el capital de este banquero ómnibus desaparecería rápidamente… Afortunadamente, el gobierno aún no se ha convertido en banquero universal. Por lo tanto, no se pueden poner en circulación más promesas de las que se pueden pagar.
¿Qué diferencia hay entre la promesa de pago de un banco y la de un particular? Ninguna, salvo que una es pagadera a la vista y la otra lo es a plazo. Ambas deben basarse igualmente en valores reales para ser aceptadas. Sólo se acepta su promesa si se presume que se pagará a su vencimiento; sólo se acepta un billete de banco si se tiene la certeza de que se obtendrá su reembolso en efectivo13.
Cuando los billetes de banco no son reembolsables en efectivo, es decir, en una mercancía siempre fácilmente intercambiable y circulante, cuando son reembolsables en tierras o en casas, por ejemplo, sufren una depreciación equivalente a la dificultad de intercambiar esas tierras o casas por un bien perfectamente circulante; cuando no son reembolsables ni a la vista ni a plazo en ningún valor real, efectivo, casas, terrenos, muebles, etc., pierden todo su valor y no son más que pedazos de papel.
EL CONSERVADOR. ¿Cómo es que aceptamos billetes, en lugar de exigir numerario?
EL ECONOMISTA. Porque son instrumentos de circulación más convenientes, más fáciles de transportar y menos costosos, ¡eso es todo!
EL CONSERVADOR. Pero, de nuevo, ¿no tiene razón el gobierno al intervenir para evitar que los bancos emitan más billetes de los que podrían pagar?
EL ECONOMISTA. Por lo tanto, también debería intervenir para impedir que los particulares asuman más compromisos de los que pueden pagar. ¿Por qué no lo hace? Porque, en primer lugar, es imposible y, en segundo lugar, es inútil. No necesito demostrarles que es imposible, les demostraré, en pocas palabras, que es inútil. Sus emisiones particulares no están limitadas por su voluntad, sino por la voluntad de los demás. Cuando se considera que han excedido sus medios de pago, se rechazan sus promesas de pago y, de este modo, se detiene su emisión. Ningún gobierno podría apreciar tan justamente como los propios interesados el momento en que un particular supera su capacidad de pago. La intervención del gobierno para regular el crédito de los particulares, suponiendo que fuera posible, sería por lo tanto perfectamente inútil.
Lo que es cierto para los particulares que emiten pagarés a plazo no lo es menos para los bancos que emiten billetes a la vista.
¿Cuál es la función de los bancos o, al menos, cuál es su función principal? Es descontar pagarés. Es dar, a cambio de un valor a plazo, un valor ya realizado o inmediatamente realizable y perfectamente circulable. Es comprar pagarés a plazo con numerario, o con billetes que representen numerario14.
Si un banco utiliza sólo numerario para hacer el descuento, quienes le venden billetes pagaderos a plazo no corren ningún riesgo, a menos que el dinero sea falso. Sin embargo, los tenedores de pagarés no son lo suficientemente estúpidos como para venderlos por dinero falso.
Si el banco no entrega numerario a cambio de estos billetes pagaderos a plazo [Ndt: pagarés], sino billetes pagaderos a la vista [NdT: un billete de banco o un cheque], la situación ya no es la misma, estoy de acuerdo. Puede ocurrir que el banco, atraído por los beneficios del descuento, emita una cantidad considerable de billetes sin preocuparse de si, en toda circunstancia, podrá reembolsarlos.
Pero del mismo modo como el banco no acepta billetes de particulares cuando no tiene suficiente fe en que los reembolsarán, los particulares no aceptan billetes del banco cuando no tienen la certeza de poder siempre, en toda circunstancia, convertirlos en numerario.
Si los particulares juzgan que el banco no está en condiciones de reembolsar sus billetes, no los toman y piden numerario. O bien se los llevan, pero descontando previamente los riesgos de impago.
¿Cómo puede saber el público si un banco está o no en condiciones de reembolsar sus billetes pagaderos a la vista?
Dado que no los aceptan si no están plenamente informados al respecto, a los bancos les interesa hacer pública su situación. Por lo tanto, publican mensual o semanalmente el informe de sus operaciones.
En este informe, el público puede ver la cifra de emisiones, el importe de las reservas en numerario, los valores diversos en cartera, comparar el pasivo con el activo y, en consecuencia, juzgar si puede seguir aceptando o no los billetes del banco y a qué tasa.
EL CONSERVADOR. ¿Y si el banco presenta una visión falsa de su situación?
EL ECONOMISTA. En una palabra, si comete una falsificación. En ese caso, los tenedores de billetes pueden o deben poder denunciar como falsificadores a los directores de ese banco y obtener de los accionistas responsables el reembolso del importe del robo cometido en su perjuicio.
Por lo demás, el público, guiado por su interés, es lo suficientemente prudente como para dirigirse únicamente a los bancos cuyos directores y administradores le ofrecen garantías morales suficientes.
Por lo tanto, como pueden ver, si el gobierno puede abstenerse de intervenir para impedir que los particulares engañen a los bancos, también podría abstenerse de intervenir para impedir que los bancos engañen a los particulares.
La experiencia concuerda plenamente con la teoría. Los bancos libres de Massachusetts, Vermont, etc., han causado, como ya he dicho, muchos menos siniestros que los bancos privilegiados de Europa.
Si es innecesario que el gobierno intervenga para regular la emisión de billetes de banco, ¿para qué sirve entonces su intervención?
Les explicaré brevemente para qué sirve.
La intervención del gobierno en los asuntos crediticios se reduce siempre, en definitiva, a esto: conceder a un banco el privilegio exclusivo de emitir billetes pagaderos a la vista. Cuando un banco goza de este privilegio, puede fácilmente desafiar a cualquier competencia. Las demás empresas, que sólo pueden descontar con dinero en efectivo o billetes a plazo, se ven incapaces de competir con el banco privilegiado:
En primer lugar, porque los billetes pagaderos a la vista son instrumentos de circulación más perfectos que el numerario o los billetes a plazo.
En segundo lugar, porque el papel moneda no puede entregarse a un precio inferior al del numerario. He allí la razón.
Sin duda, los billetes de banco deben estar respaldados siempre por valores reales y circulables. El banco debe estar siempre en condiciones de reembolsarlos en metálico. Pero lo que ocurre es lo siguiente: cuando un banco está sólidamente establecido, en circunstancias normales, sólo se le presenta un pequeño número de billetes para su reembolso. Por lo tanto, puede prescindir de tener constantemente en caja una suma en numerario igual a la suma de sus billetes en circulación. Que sea capaz de obtenerla, en caso de que se le solicite el reembolso total de sus emisiones, y que tenga a su disposición una cantidad suficiente de valores de buena calidad fácilmente convertibles en metálico, ¡eso es todo lo que se necesita! No se puede exigir nada más. Pero estos valores de buena calidad, acciones de ferrocarriles, compañías de seguros, títulos de renta, son menos costosos que el numerario por el importe total de los intereses que devengan.
Cuanto menos numerario esté obligado a mantener en reserva el banco, más barato podrá vender sus billetes pagaderos a la vista y más podrá bajar la tasa de descuento. Por lo general, los bancos no mantienen en numerario más de un tercio del importe de sus emisiones. Sin embargo, la cifra de la reserva de numerario está completamente subordinada a las circunstancias. Un banco debe conservar una proporción de metálico más o menos considerable, según que las crisis monetarias sean más o menos probables, y también según que los demás valores que componen su reserva sean más o menos fácilmente convertibles en metálico. Es una cuestión de tacto. Por lo demás, el banco se da cuenta rápidamente, por la disminución de sus descuentos, de que se encuentra por debajo del límite necesario, ya que el público no tarda en comprarle menos billetes cuando tiene menos confianza en su reembolso.
Un banco autorizado exclusivamente a emitir billetes pagaderos a la vista tiene, por lo tanto, una doble ventaja: puede proporcionar un instrumento de circulación perfeccionado a quienes demandan dinero, y puede ofrecer este instrumento perfeccionado a un precio más barato que el que pueden ofrecer sus empresas rivales por un instrumento más rudimentario, el numerario. Así, se deshace fácilmente de toda competencia15.
Pero si el banco privilegiado consigue mantenerse como único dueño del mercado, ¿no impondrá sus condiciones a los compradores de dinero? ¿No les hará pagar sus billetes más caros de lo que pagarían en un régimen de libre competencia?
EL SOCIALISTA. Me parece inevitable. Es la ley del monopolio.
EL ECONOMISTA. Los accionistas del banco privilegiado se beneficiarán de la diferencia. En realidad, se verán obligados a admitir copartícipes en los beneficios de su fructífero monopolio.
Cuando un banco obtiene, en un país grande, el privilegio exclusivo de emitir billetes a la vista, toda competencia sucumbe ante este privilegio y su clientela aumenta enormemente. Pronto se ve incapaz de satisfacer la demanda y abandona parte de su trabajo, y con ello parte de sus beneficios, a un cierto número de banqueros. Sólo acepta billetes garantizados por tres firmas y rodea el descuento de tantas formalidades y dificultades que los solicitantes de billetes se ven obligados a recurrir a los banqueros que tienen una cuenta abierta en el banco16.
Esto simplifica considerablemente la tarea del banco privilegiado. En lugar de tratar con miles de personas, sólo tiene que tratar con un pequeño número de banqueros, cuyas operaciones le resulta fácil supervisar; pero estos intermediarios privilegiados, naturalmente, cobran caro por sus servicios. Gracias a su reducido número, pueden imponer sus condiciones al público. Así se constituye, bajo el ala del banco privilegiado, una verdadera aristocracia financiera que comparte con él los beneficios del privilegio.
Sin embargo, estos beneficios no pueden superar ciertos límites. Cuando el banco y sus intermediarios elevan demasiado el precio del descuento, el público recurre a los banqueros que descuentan con numerario o billetes a plazo. Lamentablemente, la competencia feroz de la institución privilegiada reduce considerablemente el número de estos últimos, dejándoles una existencia precaria, por lo que el precio del descuento sigue siendo muy elevado.
En tiempos de crisis, el privilegio de los bancos tiene un resultado aún más funesto.
Les he dicho que un banco debe estar siempre en condiciones de reembolsar sus billetes en efectivo. ¿Qué ocurre cuando no puede reembolsarlos todos? Sucede que los billetes que no pueden reembolsarse se deprecian. ¿Quién soporta la depreciación? Los portadores de los billetes, que sufren una verdadera bancarrota.
¡Eh! Bueno, ¿saben para qué sirve el privilegio? Sirve para autorizar a los bancos a cometer impunemente, legalmente, este tipo de bancarrota. El Banco de Francia y el Banco de Inglaterra han sido autorizados en varias ocasiones a suspender sus pagos en metálico. El Banco de Inglaterra lo hizo, en particular, en 1797. Los portadores de billetes perdieron hasta un treinta por ciento durante la suspensión. El Banco de Francia disfrutó del mismo beneficio en 1848.
EL CONSERVADOR. Sus billetes perdieron muy poco.
EL ECONOMISTA. La cifra de la pérdida no tiene importancia. Aunque solo hubieran perdido un milésimo por ciento en un solo día, los tenedores habrían sido víctimas de una bancarrota.
Si estos dos bancos no hubieran sido privilegiados, sus accionistas se habrían visto obligados a pagar hasta el último céntimo de los billetes presentados para su reembolso. En ese caso, los tenedores de billetes no habrían perdido nada; en cambio, los accionistas habrían tenido que hacer sacrificios bastante duros para satisfacer todos los compromisos del banco. Pero ese es un riesgo que corren todos los capitalistas cuyos fondos están comprometidos en la producción… con la excepción, sin embargo, de aquellos que gozan del privilegio de trasladar sus pérdidas al público.
EL SOCIALISTA. Ahora entiendo por qué los accionistas del Banco de Francia recibieron sus dividendos habituales en 1848, mientras que todas las empresas industriales y comerciales estaban en pérdidas.
EL ECONOMISTA. Seamos justos, sin embargo. Hay que culpar mucho menos a los accionistas de los bancos privilegiados que a los gobiernos que distribuyen privilegios. En Francia, al igual que en Inglaterra, el privilegio del Banco se concedió a título oneroso. A cambio de este favor, el gobierno se apropió de la totalidad o parte del capital aportado por los accionistas. Incapaz de devolverlo en tiempos de crisis, se ha librado de este apuro autorizando al Banco a suspender sus pagos en efectivo. Al no poder cumplir sus compromisos con el Banco, ha autorizado a este a incumplir sus compromisos con el público17.
Antiguamente, cuando los gobiernos no podían pagar sus deudas, falsificaban sus monedas añadiéndoles cobre o plomo, o bien reduciendo el peso de las monedas. Hoy en día, proceden de otra manera: piden prestadas grandes sumas a instituciones a las que autorizan exclusivamente a fabricar papel moneda. Privada de su base natural y necesaria, esta moneda se deprecia en momentos de crisis. El gobierno interviene entonces para obligar al público a soportar la depreciación.
¿Cuál es la diferencia entre los dos procedimientos?
Bajo un régimen de libre competencia, ninguna de estas combinaciones expoliadoras sería posible.
Bajo ese régimen, los bancos deberían disponer de capital suficiente para cumplir sus compromisos, ya que, de lo contrario, el público no aceptaría sus billetes. En tiempos de crisis, ellos soportarían solos la pérdida naturalmente ocasionada por la contracción de la circulación; ya no se les permitiría trasladarla al público.
Bajo ese mismo régimen, la competencia entre los bancos haría bajar rápidamente el precio del descuento, hoy excesivo, al precio más bajo posible.
Bajo ese régimen, por último, los billetes de banco, que representarían valores reales y no más sus créditos incobrables, fraccionándose según las necesidades del público y no más según la conveniencia de los privilegiados, se multiplicarían en una proporción considerable. Casi toda la circulación se realizaría en papel, de manera más económica, en lugar de hacerse en numerario, de manera más cara.
EL SOCIALISTA. Usted ha sacudido singularmente mis convicciones, lo confieso. ¿Así que esta feudalidad financiera, cuya existencia atribuía a la libre competencia, ha surgido gracias al monopolio? ¿Así que el encarecimiento del descuento y las perturbaciones desastrosas de nuestra circulación monetaria provienen del privilegio y no de la libertad?
EL ECONOMISTA. Exactamente. Ustedes, los socialistas, se han equivocado con los bancos como con todo lo demás. Han creído que los bancos estaban sometidos al régimen del laisser-faire y han atribuido a la libertad los abusos y los males que tienen su origen en los privilegios. Ese ha sido, en todo, su gran y lamentable error.
EL SOCIALISTA. De hecho, es bastante posible.
EL ECONOMISTA. Si tuviéramos tiempo suficiente para repasar todas las demás industrias privilegiadas o reguladas, como la panadería, la carnicería, la imprenta, el notariado, el corretaje, la compraventa de títulos de deuda del Estado, la abogacía, la medicina, la prostitución, etc., verían que en todos los casos los privilegios y la regulación han dado los mismos resultados desastrosos: disminución y alteración de la producción, por un lado, y perturbación e injusticia en la distribución, por otro.
Se limitó el número de panaderos en los principales centros de población. Pero se comprobó que esta limitación ponía a los consumidores a merced de los panaderos, por lo que se estableció un precio máximo para el pan. Se ha querido corregir una normativa con otra. ¿Se ha conseguido? Las maniobras que se llevan a cabo a diario en el mercado de la harina demuestran lo contrario. Los especuladores se ponen de acuerdo con los panaderos para subir artificialmente el precio de la harina, el máximo se eleva por encima del precio real del grano y los autores de estas maniobras inmorales se embolsan la diferencia.
En Francia hay algunas ciudades donde la panadería ha permanecido libre, como en Lunel, por ejemplo, y en ningún sitio se come pan de mejor calidad y a un precio tan bajo.
Ustedes saben cuán provechoso ha sido el privilegio de los agents de change18 para el reducido número de quienes lo han detentado; también saben cuánto ha elevado el privilegio de los notarios el precio de los actos civiles, al tiempo que ha disminuido la seguridad de los depósitos. En ninguna industria libre son tan numerosas ni tan escandalosas las quiebras como en el notariado.
El privilegio de los impresores tuvo como consecuencia un aumento en el precio de las impresiones, al establecer verdaderas licencias exclusivas para ejercer el oficio19. En París, estas licencias no cuestan menos de veinticinco mil francos. Los obreros tipógrafos, al igual que los ayudantes de panaderos, carniceros y los pasantes de notario, quedaban condenados de por vida a los rangos inferiores del oficio; a menos que contaran con el capital suficiente para comprar una licencia o un puesto con privilegio, no podían convertirse en empresarios ni directores de industria. ¡Otra iniquidad!
EL CONSERVADOR. Usted también nos ha mencionado la prostitución. ¿La limitación del número de casas de tolerancia no está dictada por el interés de la moralidad pública?
EL ECONOMISTA. Las trabas impuestas a la proliferación de las casas de tolerancia tienen como único resultado aumentar los beneficios de las directoras y los socios comanditarios de estos establecimientos, al tiempo que reducen el salario de las desdichadas que trafican con su belleza y su juventud. De esta inmunda explotación han salido fortunas considerables… El monopolio de las casas de tolerancia se ve reforzado por las normas policiales que prohíben a las prostitutas alojarse en casas amuebladas. Las que no tienen medios para comprar muebles se ven obligadas a ponerse a merced de los empresarios de la prostitución o ejercer la prostitución clandestina.
EL SOCIALISTA. ¿No cree que la prostitución desaparecerá algún día?
EL ECONOMISTA. Lo ignoro. En cualquier caso, no es con regulaciones como se va a acabar con ella. ¡Al contrario, se la volverá más peligrosa!
Bajo un régimen en el que se respetara plenamente la propiedad y, por lo tanto, se redujera la miseria al mínimo, la prostitución disminuiría considerablemente, ya que la miseria es la mayor y más incansable proveedora de la prostitución. Bajo ese régimen, sólo habría prostitutas voluntarias. Dicho esto, creo que es mejor que la prostitución se concentre, de acuerdo con el principio de la división del trabajo, en lugar de universalizarse. Prefiero que pocas mujeres se prostituyan mucho a que muchas mujeres se prostituyan un poco.
No adivinarían dónde se han refugiado el privilegio y el comunismo: en los ataúdes donde depositamos nuestros tristes restos; en los cementerios donde enterramos el polvo humano. Los servicios funerarios y los cementerios son privilegiados o comunes. No se puede enterrar libremente a un muerto, no se puede abrir libremente un cementerio.
En París, la administración de los servicios funerarios está arrendada a una empresa privada. El precio del arriendo es realmente excesivo; la renta asciende a casi tres cuartas partes de los ingresos previstos. Y esta renta no se paga al municipio, sino a los consejos administrativos20 de las iglesias reconocidas por el Estado. ¡Mala suerte para los muertos que pertenecen a cultos no reconocidos!21 El importe de este impuesto funerario sirve para cubrir los pequeños gastos parroquiales, pagar a predicadores famosos y financiar las suntuosas decoraciones del mes de María. ¡Herejes u ortodoxos, los muertos rara vez se quejan!
Así, entregados a una administración privilegiada y exorbitantemente gravada, los servicios funerarios no pueden dejar de ser caros y deficientes. Cuestan ocho o diez veces más de lo que costarían en un régimen de libertad, y su insuficiencia se constata regularmente en todas las épocas de mortalidad extraordinaria.
Con este sistema, la modesta herencia del obrero desaparece en los gastos del entierro, a menos que los hijos del difunto se resignen a recibir la limosna del cortejo fúnebre de los pobres. ¿Hay una desigualdad más monstruosa?
Los cementerios, esas vastas hospederías de la muerte, pertenecen a los municipios. No está permitido competir con ellos abriendo un cementerio libre. Por lo tanto, los lugares reservados son muy caros. Seis pies cuadrados en el cementerio Père-Lachaise cuestan más que un acre de tierra en otros lugares. Sólo el rico puede arrodillarse sobre la tumba de sus Padres; el pobre se ve reducido a inclinarse ante el borde de la fosa común, donde las generaciones de miserables se suceden, apretujadas como gavillas en una trilla22. Las hordas más salvajes se horrorizarían ante este comunismo de la tumba; nosotros estamos acostumbrados… o, mejor dicho, lo soportamos como tantos otros abusos que nos hieren… ¿Han observado alguna vez, en nuestros cementerios, a mujeres del pueblo buscando con la mirada el lugar donde han depositado a su padre, a su marido o a su hijo? Allí habían plantado una pequeña cruz con una inscripción pintada en blanco. Pero la cruz ha desaparecido bajo una nueva capa de ataúdes. Cansadas de una búsqueda inútil, se alejan con el corazón encogido, llevándose consigo la corona de immortelles23, comprada con el mísero salario de la semana…
EL CONSERVADOR. Dejemos este tema lamentable. En su lista de industrias privilegiadas, usted mencionó la abogacía, la medicina y el profesorado. Sin embargo, todos son libres de convertirse en médicos, abogados y profesores.
EL ECONOMISTA. Claro, sin duda, pero estas profesiones están estrictamente reguladas. Ahora bien, cualquier normativa que obstaculice el acceso a una profesión o industria, o que dificulte su ejercicio, contribuye inevitablemente a aumentar sus costes.
EL CONSERVADOR. ¡Cómo! ¿Querría usted que cualquiera pueda ejercer libremente la medicina, litigar en los tribunales, enseñar…? ¡Pero qué sería de nosotros, Dios mío!
EL ECONOMISTA. ¿Qué sería de nosotros? Nos curaríamos más rápidamente y con menos gastos; nuestros juicios nos costarían menos y nuestros hijos recibirían una educación más sólida, ¡eso es todo! Confíe en la ley de la oferta y la demanda, bajo un régimen de libre competencia. Si la enseñanza fuese libre, ¿acaso los empresarios de la educación dejarían de demandar buenos profesores? ¿Y estos no tendrían interés, por consiguiente, en ofrecer conocimientos sólidos y vastos? ¿No se ajustaría su salario a su mérito? Si el ejercicio de la medicina se liberara de las regulaciones que lo obstaculizan, ¿no seguirían los enfermos acudiendo a los mejores médicos? Y entre los estudios que hoy se imponen a médicos y abogados, ¿cuántos son inútiles en la práctica? ¿Cuántos ocupan el lugar de conocimientos indispensables? ¿Para qué sirven, le pregunto, el latín y el griego a los abogados y a los médicos?
EL CONSERVADOR. Querer que los abogados y los médicos dejen de aprender latín y griego ¡Eso sí que es demasiado!
EL ECONOMISTA. Los costos de este latín y griego son reembolsados en parte por los contribuyentes, que apoyan a las instituciones académicas, y en parte por los clientes de abogados y médicos. Ahora bien, me pregunto en vano qué pueden hacer con el latín y el griego un abogado o un médico que tienen que discutir las leyes francesas y curar a los enfermos franceses. Todas las leyes romanas están tan bien traducidas, al igual que Hipócrates y Galeno.
EL CONSERVADOR. ¿Y qué pasa con la nomenclatura médica?
EL ECONOMISTA. ¿Cree usted que una enfermedad nombrada en francés no se puede curar tan fácilmente como la misma enfermedad nombrada en latín o en griego? ¿Cuándo se hará justicia, por fin, a este charlatanismo barato de etiquetas y fórmulas, que Molière24 perseguía con su ingenio implacable?… Pero harían falta volúmenes enteros para enumerar ese ejército de privilegios y reglamentos que obstruyen la entrada a las profesiones más útiles y entorpecen la realización de los trabajos más necesarios25.
Termino citando una última disposición de ese monumento a la barbarie que es el Código francés.
Es habitual quejarse de que las grandes empresas de utilidad pública tienen dificultades para desarrollarse en Francia. ¿Quieren saber por qué? Lean este artículo de la ley de 7-9 de julio de 1833.
« Art. 3. Todas las grandes obras públicas, carreteras reales, muelles, emprendidas por el Estado o por empresas privadas, con o sin peajes, con o sin subvenciones del Tesoro, con o sin enajenación del dominio público, sólo podrán ejecutarse en virtud de una ley que se promulgará tras una investigación administrativa. Una ordenanza bastará para autorizar la ejecución de carreteras, canales y ferrocarriles secundarios de menos de veinte mil metros de longitud, puentes y todas las demás obras de menor importancia. Esta ordenanza deberá ir precedida también de una investigación. »
Ahora bien, ¿saben cuánto tiempo se necesita para realizar una investigación administrativa, cuánto para debatir una ley o dictar una ordenanza? ¡No se quejen, pues, de que el espíritu empresarial no se desarrolle en Francia! ¡Como si los atados de pies y manos pudieran andar!
NOTAS DEL TRADUCTOR Y DEL AUTOR