El día de hoy, me propongo a analizar la relación religión-legislación, no desde un deber ser para la convivencia dentro de una democracia republicana, sino desde el dilema al que se enfrenta el creyente al momento de tener que separar sus creencias personales de los intereses colectivos.
Las libertades necesariamente chocan entre sí por perseguir los mismos o distintos intereses, según sea el caso. Así, el ejercicio de nuestro derecho a la autonomía personal, y con ella la inseparable libertad religiosa, configura un gran caudal de conflictos dentro de las sociedades modernas. El problema no se da por una imposición tiránica de nuestra forma de ver el mundo, si no por la conjunción entre derechos políticos y la moral.
Para simplificar el asunto, pensemos en aquel legislador que resulta ser un fiel creyente de la religión que sea, en el marco de una democracia directa. Hablamos de una pequeña comunidad, donde todos los individuos participan de la cosa pública sin intermediar representantes. Esto para eliminar su deber de responder al interés de su electorado.
Claro está que el sujeto, de acuerdo a sus convicciones morales más profundas, buscará el bienestar general y el propio. Ahora bien, ¿qué ocurre cuando una ley se opone radicalmente a sus creencias? Un ateo, un agnóstico (como este escritor), o un creyente heterodoxo podrán decir que debe separar la fe de una decisión que atañe a todos. La garantía de este respeto mutuo supone una laicidad en lo público. Lamentablemente, la situación resulta difícil.
El creer en un Dios necesariamente debe dirigir toda su vida hacia él. Este hecho no puede ser tomado a la ligera, dado que es el más trascendental. Si Dios realmente existe (tomando por ejemplo la visión católica), absolutamente nada de lo que hagamos podrá importar más, y nuestra vida entera debería girar en torno a él. El sentido de la vida, nuestra misión en este mundo, todo dirigido a ese ser supremo. Sería totalmente inescapable.
En este sentido, las visiones ajenas del mundo serán equivocadas. Toda ley que contradiga la Biblia, el Corán, o la escritura que fuese, cualquier práctica contraria al supuesto Creador sería simplemente inaceptable, y la misión de sus seguidores detenerla.
No estoy buscando legitimar guerras santas, ni la imposición de una teocracia. Solo busco comprender y traer al debate esta forma de entender el mundo.
De este modo, querer separar la religión del Estado para un ortodoxo creyente, sería pedirle renunciar a su valor máximo. Dado que ir en contra de esa creencia sería traicionar a su Dios.
Acá entramos a una paradoja similar a la de no tolerar la intolerancia. ¿Configura una limitación el hecho de relegar la libertad religiosa únicamente al fuero privado, y separarlo de lo público? Posiblemente. Sin embargo, teniendo en cuenta la igual extensión en cuanto a este derecho para todos los miembros de la sociedad, su limitación es fundamental para que todos puedan ejercerlo. De este modo, el laicismo, si bien supone una posición por parte del Estado, este debe ser entendida como un modo imparcial para la convivencia pacífica de todos los credos.
Bajo este marco, toda persona tiene la seguridad no solo de poder creer lo que quiera, si no también vivir su vida en base a eso. Sin esto, su propio ejercicio de la misma peligraria frente a la posibilidad de imposición de otra creencia.
Dado que nuestra libertad debe convivir con la libertad de los demás resulta necesario este tipo de limitaciones a la misma para la convivencia armoniosa. ¿Qué ocurrirá si no pertenecieramos a la religión mayoritaria? ¿O si la idea de religión estuviese prohibida? En ese sentido, la regulación supone una garantía para la igualdad en la libertad.
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