RESUMEN: Violaciones adicionales de la propiedad exterior. — Ley de expropiación por causa de utilidad pública. — Legislación sobre las minas. — Dominio público, propiedades del Estado, de los departamentos y los municipios. — Bosques. — Carreteras. — Canales. — Ríos. — Fuentes de agua mineral.
EL ECONOMISTA. Hemos constatado que la propiedad de las obras de la inteligencia está muy maltratada bajo el régimen actual. La propiedad material es más favorecida, en el sentido de que ha sido reconocida y garantizada a perpetuidad. Sin embargo, este reconocimiento y esta garantía no tienen nada de absolutos. Un propietario puede ser despojado de su propiedad en virtud de la ley de expropiación por causa de utilidad pública.
EL CONSERVADOR. ¡Y qué! ¿Quiere usted abolir esta ley tutelar sin la cual ninguna empresa de utilidad pública sería viable?
EL ECONOMISTA. ¿Qué entiende usted por empresa de utilidad pública?
EL CONSERVADOR. Una empresa de utilidad pública es… una empresa útil para todo el mundo, un ferrocarril, por ejemplo.
EL ECONOMISTA. ¡Ah! ¿Y una finca donde se producen alimentos para todo el mundo no es también una empresa de utilidad pública? ¿No es la necesidad de comer al menos tan general e imperiosa como la necesidad de viajar?
EL CONSERVADOR. Sin duda, pero una finca es una empresa privada bien limitada.
EL ECONOMISTA. No siempre. En Inglaterra hay fincas inmensas; en las colonias hay plantaciones que pertenecen a numerosas y poderosas compañías. Además, ¡qué importa! La utilidad de una empresa no siempre se mide en función del espacio que ocupa, y la ley no busca averiguar si una empresa denominada “de utilidad pública” pertenece a una asociación o a un individuo.
EL CONSERVADOR. No se puede establecer una analogía entre una finca o una plantación y un ferrocarril. Una empresa ferroviaria está sujeta a ciertas exigencias naturales; la más mínima desviación en la ruta, por ejemplo, puede suponer un aumento considerable de los gastos. ¿Quién pagaría este aumento? El público. Pues bien, les pregunto, ¿debe sacrificarse el interés del público, el interés de la sociedad, a la obstinación o la codicia de un propietario?
EL SOCIALISTA. ¡Ah! Señor conservador, estas son palabras que me reconcilian con usted. Es usted un hombre digno. ¡Chócala!
EL ECONOMISTA. En Sologne1 hay vastas extensiones de tierra de extrema pobreza. Los campesinos miserables que las cultivan sólo obtienen una producción diminuta a cambio de los más laboriosos esfuerzos. Pero cerca de sus diminutas cabañas se levantan castillos magníficos, con inmensos céspedes donde el trigo crecería maravillosamente. Si los campesinos de Sologne pidieran la expropiación de esas buenas tierras para transformarlas en campos de trigo, ¿no exigiría el interés público que se les concediera?
EL CONSERVADOR. Usted está yendo demasiado lejos. Si se utilizara la ley de expropiación por causa de utilidad pública para transformar céspedes y parques de recreo en campos de trigo, ¿qué pasaría con la seguridad de la propiedad? ¿Quién estaría dispuesto a embellecer un césped, plantar un parque, adornar un castillo?
EL SOCIALISTA. No se expropia sin otorgar una indemnización.
EL CONSERVADOR. Pero la indemnización no siempre es suficiente. Hay cosas que ninguna indemnización puede pagar. ¿Podemos pagar el techo que ha cobijado generaciones, el hogar donde ellas han vivido, los grandes árboles que las han visto nacer y morir? ¿No hay algo de sagrado en estos nidos seculares, donde viven las tradiciones de los ancestros, donde respira, por así decirlo, el alma de la familia? ¿No es cometer un verdadero atentado moral expulsar para siempre a una familia de su antiguo patrimonio?
EL ECONOMISTA. Excepto, ¿no es cierto?, cuando se trata de construir un ferrocarril.
EL CONSERVADOR. Todo depende del grado de utilidad de la empresa.
EL SOCIALISTA. ¡Cómo! ¿Existe algo más útil que una finca dedicada a la subsistencia del pueblo? Por mi parte, espero que la ley de expropiación por causa de utilidad pública reciba pronto una nueva prórroga. La Convención2 hizo cultivar patatas en el jardín de las Tullerías. ¡Ejemplo sublime! ¡Que nuestras Asambleas Legislativas lo tengan, sin cesar, ante sus ojos! ¿Cuántos miles de hectáreas quedan improductivas, alrededor de las residencias secundarias de los señores de la tierra? ¿Cuántas bocas podríamos alimentar, cuánto trabajo podríamos distribuir, entregando esas buenas tierras a los trabajadores que estarían dispuestos a cultivarlas? ¡Ay! ricos aristócratas, plantaremos, algún día, patatas en sus suntuosos macizos de flores; ¡sembraremos nabos y zanahorias en lugar de sus dalias y sus rosas de Bengala! ¡Serán expropiados por causa de utilidad pública!
EL CONSERVADOR. Afortunadamente los jurados de expropiación no prestarán su aprobación a estos proyectos bárbaros.
EL SOCIALISTA. ¿Por qué no? Si la Utilidad Pública exige que sus castillos con césped y parques de recreo sean reemplazados por campos de patatas, ¿por qué los jurados no consentirían la expropiación? Si la conceden cuando se trata de transformar fincas en ferrocarriles, ¿acaso no la concederían, con mayor razón, cuando se trata de transformar parques de lujo en tierras agrícolas? ¿Me objetará la composición actual de los jurados de expropiación? Están conformados por grandes propietarios, eso no lo ignoro. Pero este jurado ya no escapará a la ley del sufragio universal. Se incorporarán pequeños propietarios y obreros, y luego, lo juro, … será el fin de la gran propiedad.
EL CONSERVADOR. ¡Esta es una declaración subversiva, ante todo!
EL ECONOMISTA. ¿Qué quiere usted ? Se amplía, se generaliza la aplicación de una ley que usted mismo estableció, con miras a la Utilidad Social. Se completa su obra. ¿Puede usted quejarse?
EL CONSERVADOR. Sé muy bien que la expropiación por causa de utilidad pública tiene sus peligros, sobre todo a partir de esta maldita revolución… ¿Pero no es indispensable? ¿No están los intereses privados perpetuamente reñidos con el interés público?
Además, ¿esta ley no contiene un reconocimiento implícito de la propiedad? Si el Estado no respetara el derecho a la propiedad, ¿se habría molestado en pedir a las Cámaras Legislativas una ley de expropiación? ¿No habrían bastado simples órdenes? ¿La ley de expropiación por causa de utilidad pública no contiene un reconocimiento implícito de la propiedad?
EL ECONOMISTA. Sí, al igual que la violación contiene un reconocimiento implícito de la virginidad.
EL CONSERVADOR. ¿Y la indemnización?
EL ECONOMISTA. ¿Cree usted que una indemnización puede resarcir una violación? Ahora bien, si no quiero cederle mi propiedad y usted me la quita por la fuerza, ¿no es una violación lo que está cometiendo? La indemnización no borrará esta violación de mi derecho. — Pero, objeta usted, el interés público puede exigir el sacrificio de ciertos intereses privados, y esta necesidad debe ser satisfecha. — ¿Así que, usted, un conservador, me dice esto? ¿Es usted quien denuncia el antagonismo entre el interés público y los intereses privados? Atención, ¡eso es socialismo!
EL SOCIALISTA. Sin duda. Suum cuique3. Fuimos los primeros en denunciar este lamentable antagonismo entre el interés público y los intereses privados.
EL CONSERVADOR. Sí, pero ¿cómo le ponen fin?
EL SOCIALISTA. Es bastante simple. Suprimimos los intereses privados. Hacemos respetar los bienes de cada uno en el dominio de Todos. Aplicamos a una escala inmensa la ley de expropiación por causa de utilidad pública.
EL ECONOMISTA. Y si verdaderamente hay antagonismo entre el interés de cada uno y el interés de todos, ¡está usted actuando muy sabiamente y su adversario se equivoca al no seguirle tan lejos!
EL SOCIALISTA. ¡Está siendo irónico! ¿Cree usted, por casualidad, que los intereses privados concuerdan naturalmente, por sí mismos, con el interés público?
EL ECONOMISTA. Si no estuviera convencido de ello, habría sido socialista hace mucho tiempo. Al igual que usted, haría una guerra inmortal contra los intereses privados, exigiría la asociación integral, la comunidad, ¿qué sé yo? No querría a ningún precio mantener un estado social en el que nadie prosperaría sino a condición de perjudicar a los demás. ¡Pero, gracias a Dios, la sociedad no es así! Naturalmente, todos los intereses concuerdan. Naturalmente, el interés de cada uno coincide con el interés de todos. ¿Por qué entonces hacer leyes que pongan al primero a merced del segundo? O estas leyes son inútiles o, como afirman los socialistas, hay que rehacer la sociedad.
EL CONSERVADOR. Usted razona como si todos los hombres fueran justos apreciadores de sus intereses. ¡Pues bien! es falso. Los hombres se equivocan con frecuencia acerca de su interés.
EL ECONOMISTA. Sé perfectamente que los hombres no son infalibles; pero también sé que cada uno es el mejor juez de su interés.
EL CONSERVADOR. Puede que tenga razón en teoría, pero en la práctica hay personas muy tercas y estúpidas.
EL ECONOMISTA. Ni tan tercos ni tan estúpidos cuando se trata de sus intereses. Sin embargo, admito que estas personas están descarrilando algunas empresas útiles. ¿Cree que la ley actual no causa más daño del que podría causar? ¿No compromete la seguridad de la propiedad en el presente y la amenaza en el futuro?
EL CONSERVADOR. Es cierto que el socialismo podría hacer un uso muy deplorable de la ley de expropiación por causa de utilidad pública.
EL ECONOMISTA. Y ustedes conservadores que establecieron esta ley, ¿tendrían la delicadeza de oponerse a su aplicación? ¿No es un arma peligrosa que han forjado para que la utilicen sus enemigos? Al declarar que cualquier mayoría tiene derecho a apoderarse de la propiedad de un individuo cuando el interés público lo exija, ¿no han dado de antemano al socialismo una justificación y un medio legal de ejecución?
EL CONSERVADOR. ¡Por desgracia! ¡pero quién podía prever esta revolución infernal!
EL ECONOMISTA. Cuando uno se propone hacer leyes, debe prever todo.
Junto a esta ley que amenaza la propiedad hasta sus raíces, nuestro Código contiene otras leyes que afectan parcialmente a ciertas propiedades; la legislación de minas, por ejemplo. Al igual que las obras de la inteligencia, las minas se sitúan fuera del derecho común.
EL CONSERVADOR. ¿Acaso no son una propiedad especial y, por lo tanto, deben regirse por leyes especiales?
EL SOCIALISTA. ¿Cuál es actualmente la legislación de minas?
EL ECONOMISTA. La legislación francesa en materia de minas ha sufrido modificaciones muy diversas desde hace un siglo. Bajo el Antiguo Régimen, las minas se consideraban parte de dominio real. El rey otorgaba la concesión a quien él quisiera, al descubridor, al dueño de la tierra o a cualquier otro, a cambio de un canon anual correspondiente a la décima parte de la producción. Cuando la revolución liberó la propiedad y el trabajo, era de esperar que este beneficio se extendiera también a la propiedad de las minas; por desgracia, no fue así. El legislador se negó a otorgar a la propiedad del subsuelo su carta de emancipación.
Surgieron tres opiniones sobre esta propiedad. Según algunos, la propiedad del subsuelo estaba ligada a la de la superficie; según otros, entraba dentro del dominio de la comunidad; según los terceros, pertenecía a los descubridores4. En este último sistema, que era el único equitativo, el único conforme a derecho, los propietarios del suelo sólo podían exigir una simple indemnización por las partes de la superficie necesarias para la explotación de los yacimientos minerales, y el gobierno podría no exigir, asimismo, nada más que un impuesto por la protección garantizada a los operadores.
EL SOCIALISTA. En su opinión, por lo tanto, ¿la propiedad de las minas debería colocarse en la misma categoría que la propiedad de los inventos?
EL ECONOMISTA. Precisamente. Supongamos que usted es un buscador de oro. Después de mucha investigación, ha logrado descubrir una veta de este metal precioso. Tiene derecho a explotar solo esta veta que ha descubierto solo.
EL SOCIALISTA. Siguiendo ese razonamiento, toda América debería haber pertenecido a Cristóbal Colón que la descubrió.
EL ECONOMISTA. Olvida usted que América ya estaba, en gran parte, poseída5 en el momento del descubrimiento de Cristóbal Colón. Además, es una regla de derecho de gentes6 que una tierra deshabitada pertenece al primero que la descubre.
EL SOCIALISTA. Pero si, después de haberla descubierto, no cree conveniente explotarla, su derecho de propiedad perece. ¿Cómo explica usted esta muerte del derecho de propiedad?
EL ECONOMISTA. El derecho de propiedad no muere jamás. Sólo se deja de poseer renunciando a poseer. Si he descubierto una mina, la explotaré, o se la entregaré a alguien que la explotará. Ocurre lo mismo si he descubierto una tierra: la explotaré o la venderé.
EL SOCIALISTA. ¿Y si la guarda sin explotarla?
EL ECONOMISTA. Sería mi derecho, pero de ninguna manera sería mi interés. Guardar cualquier propiedad es costoso: hay que pagar por su seguridad. Entonces, si no quiero explotar la tierra o la mina que he descubierto, y si nadie me la quiere comprar, pronto renunciaré a guardarla porque me causará una pérdida en lugar de darme una ganancia. Como ve, no hay inconveniente en dejar al descubridor la disposición total del objeto de su descubrimiento.
EL CONSERVADOR. Que el descubridor de una mina tenga derecho a esa mina me parece bastante legítimo. Es justo que su trabajo de descubrimiento sea remunerado. ¿Pero la sociedad y los propietarios de la superficie no tienen también algunos derechos sobre el subsuelo? La sociedad protege a los operadores de minas y les proporciona los medios para realizar la explotación. En cuanto a los propietarios de la superficie, ¿no tienen derecho a reivindicar el subsuelo, por el hecho de ocupar el suelo? ¿Dónde está el límite de las dos propiedades?
EL SOCIALISTA. Sí, ¿dónde está el límite?
EL ECONOMISTA. Ni la sociedad ni los propietarios de la superficie pueden reclamar derecho alguno sobre el subsuelo. Ya les he demostrado, a propósito de los inventos, que la sociedad no tiene ningún derecho sobre los frutos del trabajo de los individuos. No hay necesidad de regresar a ese punto. En cuanto a los propietarios de la superficie, Mirabeau7 hizo justicia a sus pretensiones de propiedad del subsuelo: “La idea de ser dueño de un torrente o de un río que fluye bajo la superficie de nuestros campos me parece, dijo, tan absurda como la de impedir el paso de un globo en el aire que también corresponde, ciertamente, al suelo de una propiedad particular.” ¿Y por qué es absurdo? Porque la propiedad de los campos reside únicamente en el valor que el trabajo ha dado a la superficie, y los dueños del suelo no han dado valor al subsuelo8 ni a la atmósfera. Investiguen quién ha trabajado o trabaja, y sabrán siempre quién posee o debe poseer.
EL CONSERVADOR. Pero, ¿es posible descubrir una mina y explotarla sin la ayuda de los dueños de la superficie?
EL ECONOMISTA. Así es como ocurren las cosas. Se solicita permiso a los propietarios de la superficie para explorar el suelo, comprometiéndose a darles una indemnización o acciones de la mina para compensar el daño que se les pueda causar. Una vez descubierta la mina, se dividen las acciones y se inicia la explotación. Si la explotación del subsuelo es susceptible de perjudicar la propiedad del suelo, los propietarios de la superficie tienen evidentemente el derecho de oponerse o de reclamar una nueva indemnización. De preferencia eligen la indemnización, pues la apertura de una mina, al dar una nueva salida a sus productos, aumenta directa o indirectamente sus ingresos. Es así como los intereses aparentemente opuestos se reconcilian por sí mismos.
Lamentablemente, la Asamblea Constituyente y el mismo Mirabeau9 no entendieron que la propiedad minera podía quedar libre, sin ningún inconveniente. Otorgaron a la nación la propiedad de las minas. Hicieron comunismo encubierto. La ley de 1791 otorgó al gobierno el poder de disponer de la propiedad minera y limitó la duración de las concesiones a cincuenta años. El gobierno fue investido, además, con el poder de retirar estas concesiones cuando las minas no se mantuvieran en buen estado o su explotación cesara temporalmente.
La disposición más funesta de esta ley fue, sin duda, la que limitó la duración de las concesiones. Dado que la explotación de las minas exige un capital inmenso y trabajos preparatorios que a veces se prolongan durante varios años, era importante, sobre todo para los empresarios, tener asegurado el futuro. Limitar su disfrute era ponerlos en la obligación de limitar también sus sacrificios; era poner un obstáculo casi insuperable para el desarrollo de las explotaciones mineras.
El Derecho otorgado al gobierno para retirar las concesiones en determinadas circunstancias también generaba inconvenientes muy graves. No es fácil decidir si una mina está bien o mal explotada. Las opiniones pueden estar divididas sobre el modo de explotación más adecuado. Por ejemplo, se argumentaba contra la minería libre que los mineros primero agotaban las vetas más ricas y descuidaban las demás. Pero, al hacer esto, ¿acaso no seguían el curso más racional? ¿No era natural comenzar la explotación por las partes más productivas? Al comenzar la explotación por las vetas menos ricas, ¿no hubiesen desacreditado los concesionarios sus nacientes emprendimientos? No se podía decidir con más certeza si un operador hizo mal o bien en abandonar momentáneamente toda o parte de su explotación minera. Su interés personal, que era mantenerla constantemente en actividad, ofrecía, a este respecto, garantía suficiente. A menos que la demanda se ralentizara, y en este caso, la suspensión parcial o total de la extracción del mineral se justificaba por sí misma, ¿qué interés podía tener en interrumpir los trabajos?
EL CONSERVADOR. Hemos reformado esta mala ley.
EL ECONOMISTA. Ha sido reformada de manera muy incompleta. La ley del 21 de abril de 1810, que la reemplazó, mantuvo el derecho del gobierno a otorgar o retirar concesiones. Sólo las concesiones han dejado de estar limitadas a cincuenta años. Pero, en otros aspectos, la situación de los propietarios del subsuelo se ha agravado. La ley de 1810 les prohíbe vender por lotes y dividir sus minas, sin previa autorización del gobierno, y somete sus explotaciones a la vigilancia de una administración creada ad hoc; además, reserva los presuntos derechos de los propietarios de la superficie, y encomienda al Consejo de Estado la tarea de determinar el monto de las indemnizaciones. Las operaciones mineras están, por lo tanto, estrictamente reguladas y fuertemente gravadas.
Además, ¿cuál fue el resultado de esta ley? Fue reducir al mínimo la producción de mineral. ¿Quién quisiera convertirse en un descubridor de minas hoy? ¿A quién le gustaría dedicarse especialmente a la búsqueda de nuevos yacimientos metalíferos? Antes de hacer valer su descubrimiento, ¿no está uno obligado a solicitar, durante largos años, la concesión (la concesión de una propiedad que uno ha creado con su trabajo), y después de haberla obtenido, a someterse a la vigilancia inquieta y a la dirección poco inteligente de la administración de las minas? ¿Qué sería, les pregunto, del cultivo de nuestros campos, si nuestros agricultores no pudieran remover una palada de tierra sin la aprobación de un agente del Ministerio de Agricultura? ¿Si no se les permitiera vender la menor parcela de sus campos sin la aprobación del gobierno? ¿Si finalmente la administración se atribuyera el derecho de retirarles, a voluntad, su propiedad? ¿No sería esa la muerte de nuestra agricultura? ¿No se desviaría rápidamente el capital de una industria tan detestablemente oprimida?… ¡Pues bien! Los capitales se han desviado de la explotación minera. Hubo que concederles privilegios especiales para traerlos de vuelta. Hubo que restringir la competencia extranjera, y facilitar de ese modo el establecimiento de un inmenso monopolio dentro del país, para convencer a los capitales de aventurarse en una industria sujeta al capricho de la administración. Hubo que trasladar parte del daño infligido a la propiedad de las minas a los consumidores de los productos minerales. ¿No es eso una barbarie?
Supongamos, por el contrario, que en 1789 hubiésemos suprimido pura y simplemente el derecho abusivo que se atribuían los monarcas de conceder la propiedad de las minas; suponiendo que esta propiedad hubiera sido libremente entregada y garantizada a aquellos cuyo trabajo la había creado, ¿no se habría desarrollado al máximo la producción minera, sin la necesidad de protegerla? Esta fuente de trabajo, que hoy sólo deja escapar pequeños hilos, ¿no fluiría entonces a raudales?
EL CONSERVADOR. Sí, la propiedad es una cosa maravillosa. Con qué ardor se trabaja cuando se está seguro de poseer siempre el fruto de su trabajo, y de disponer de él libremente, consumirlo, donarlo, prestarlo, venderlo, sin ser estorbado, molestado, ofendido. ¡La propiedad! Esta es la verdadera California. ¡Viva la propiedad!
EL SOCIALISTA. ¡Viva el trabajo!
EL ECONOMISTA. Trabajo y libertad van de la mano, ya que es el trabajo el que crea la propiedad, y la propiedad la que da lugar al trabajo. ¡Vivan entonces el trabajo y la propiedad!
El gobierno perjudica el desarrollo de la producción, no sólo al interferir en la propiedad individual, sino también al atribuirse ciertas propiedades. Además del dominio de los particulares existe, como saben, el dominio público o común. El Estado, los departamentos, los municipios poseen bienes considerables como campos, prados, bosques, canales, caminos, edificios y quién sabe qué más. Estas diversas propiedades, que se administran en nombre de la sociedad, ¿ no constituyen un verdadero comunismo?
EL CONSERVADOR. Sí, hasta cierto punto. Pero, ¿podrían organizarse las cosas de otra manera? ¿No tiene necesariamente el gobierno que disponer de ciertas propiedades? El gobierno está instituido para prestar servicios a la sociedad…
EL ECONOMISTA. ¿Qué servicios?
EL CONSERVADOR. El gobierno debe… gobernar.
EL SOCIALISTA. ¡Por Dios! pero ¿qué entiende usted por gobernar? ¿No es acaso dirigir los intereses, armonizarlos?
EL ECONOMISTA. Los intereses no necesitan ser dirigidos o armonizados. Se dirigen y se armonizan bien sin que nadie se entrometa.
EL SOCIALISTA. Si es así, ¿qué debe hacer el gobierno?
EL ECONOMISTA. Debe garantizar a todos el libre ejercicio de su actividad, la seguridad de su persona y la conservación de su propiedad10. Para llevar a cabo esta industria particular, para prestar este servicio especial a la sociedad, el gobierno debe disponer de cierto material. Todo lo demás que posee es inútil.
EL CONSERVADOR. Pero si presta otros servicios a la sociedad; si da educación, si financia cultos religiosos, si contribuye al transporte de hombres y mercancías por tierra y agua, si fabrica tabaco, porcelana, tapices, pólvora, salitre…
EL ECONOMISTA. En una palabra, ¡si es comunista! Pues bien, ¡el gobierno no debe ser comunista! Como cualquier empresario, el gobierno debe hacer una sola cosa o hará muy mal lo que hace. Todos los gobiernos tienen por industria principal la producción de seguridad. Que se detengan allí.
EL CONSERVADOR. Esta es una aplicación muy rigurosa del principio de la división del trabajo. Le gustaría, pues, que dejara de existir el dominio público, que el Estado venda la mayor parte de sus propiedades, que todas las cosas, en una palabra, fueran especializadas.
EL ECONOMISTA. Me gustaría, en pos del desarrollo de la producción. Recientemente se hizo una encuesta en Inglaterra sobre la gestión de las propiedades públicas. Nada tan instructivo como la información recopilada en dicha encuesta. El dominio público en Inglaterra consiste en los antiguos feudos de la corona que se han convertido en propiedades nacionales. Estas propiedades son vastas y magníficas. En manos de particulares darían un producto considerable; en manos del Estado, no rinden casi nada.
Permítanme citar sólo un detalle.
Los principales bienes de dominio público consisten en los cuatro bosques de New Forest, Waltham, Whittlewood y Whychwood. Estos bosques están confiados a guardianes que los administran. Son los duques de Cambridge y de Grafton, Lord Mornington y Lord Churchill. Los guardianes no reciben ninguna remuneración aparente, pero se les asigna una indemnización bastante considerable en especie, caza, madera, etc. Los ingresos anuales de New Forest ascienden, en promedio, a 56 o 57.000 libras esterlinas, es decir, casi 1.500.000 francos. De estos ingresos, el tesoro nunca ha tocado más de 1.000 libras y, de 1841 a 1847, el mantenimiento del bosque le costó al Estado más de 2.000.
EL CONSERVADOR. Es un abuso flagrante; pero es en la Inglaterra aristocrática donde ocurren esas cosas, ¡no lo olvide!
EL ECONOMISTA. Muchas otras están ocurriendo en nuestra Francia democrática. Hace tiempo que se ha reconocido, tanto en Francia como en Inglaterra, que la gestión de bienes del Estado es detestable.
EL CONSERVADOR. Esto es demasiado cierto. Sin embargo, hay propiedades que obviamente deben quedar en manos del Estado, las carreteras, por ejemplo11.
EL ECONOMISTA. En Inglaterra las carreteras están en manos de particulares, y en ninguna parte se ven tan bien mantenidas.
EL CONSERVADOR. ¿Y qué me dice de las barreras? La circulación no es libre en Inglaterra, es libre en Francia.
EL ECONOMISTA. ¡Perdón! Es mucho más libre en Gran Bretaña, pues las vías de comunicación son mucho más numerosas allá. ¿Y sabe usted a qué se debe esto? ¡Simplemente a que el gobierno permite que los individuos construyan carreteras sin involucrarse en su construcción!
EL CONSERVADOR. Pero, de nuevo, ¿los peajes?
EL ECONOMISTA. ¡Pues bien! ¿Cree usted que en Francia las carreteras se construyen y mantienen sin costo? ¿Cree que el público no paga por su construcción y mantenimiento, como en Inglaterra? Sólo, he aquí la diferencia. En Inglaterra, el costo de construir y mantener las carreteras lo pagan quienes las utilizan; en Francia están cubiertos por todos los contribuyentes, incluidos los cabreros de los Pirineos y los campesinos de las Landas que no pisan una carretera nacional más de dos veces al año. En Inglaterra, es el consumidor de transporte quien paga directamente las carreteras en forma de peaje; en Francia, es la comunidad la que los paga indirectamente en forma de impuestos a menudo abusivos y vejatorios. ¿Cuál es preferible?
EL CONSERVADOR. Y los canales, ¿acaso no conviene dejarlos dentro del dominio público?
EL ECONOMISTA. No más que las carreteras. ¿En qué países se encuentran los canales más numerosos, mejor construidos y mejor mantenidos? ¿Es en los países donde están en manos del Estado? ¡No! Es en Inglaterra y Estados Unidos, donde se construyeron y son operados por asociaciones particulares.
EL SOCIALISTA. ¿Las carreteras y los canales no constituirían monopolios opresores si fueran privatizados?
EL ECONOMISTA. Olvida usted que compiten entre sí. Le demostraré más adelante que, en toda empresa sujeta al régimen de libre competencia, el precio debe descender necesariamente al nivel de los costos reales de producción o explotación, y que los dueños de un canal o de una carretera no pueden recibir nada a cambio además de la retribución equitativa de su capital y de su trabajo. Es una ley económica tan positiva y tan exacta como una ley física.
La mayoría de los ríos, que requieren ciertos trabajos de explotación y mantenimiento, podrían igualmente ser privatizadas con ventaja. Ustedes conocen las dificultades inextricables que genera hoy el comunismo aplicado a los ríos. Las represas provocan miríadas de procesos judiciales y las irrigaciones se ven obstaculizadas por todas partes. Sería diferente si cada cuenca tuviese propietarios a quienes los vecinos pudieran recurrir en caso de daños y que se encargaran de establecer cascadas y canales de irrigación donde fuese necesario.
El Estado todavía es propietario de la mayor parte de los manantiales de agua mineral. Estos también están muy mal administrados, pese a que los administradores e inspectores no faltan. Además, con el pretexto de que las aguas minerales artificiales sirven como medicinas, se ha puesto su fabricación bajo la supervisión de la administración. ¡Otros administradores y otros inspectores!
EL CONSERVADOR. ¡Ay! la administración es nuestra gran plaga.
EL ECONOMISTA. Sólo hay una forma de curar esta plaga, y es administrar menos.
NOTAS DEL AUTOR Y DE LOS TRADUCTORES
- NdT: Sologne es una región natural de Francia ubicada en el valle del Loira. ↩︎
- NdT: En el contexto de la Revolución Francesa, la Convención Nacional fue la asamblea constituyente del Reino de Francia por un día y de la Primera República Francesa durante sus primeros tres años. ↩︎
- NdT: Locución latina “suum cuique tribuere”, que significa “dar a cada quien lo suyo” ↩︎
- NdT: esta tercera opinión, según la cual la propiedad del subsuelo y sus materiales se obtiene mediante el descubrimiento y explotación de los mismos, es la opinión ampliamente presentada, detallada y defendida por Anne Robert Jacques Turgot (1727-1781) en su Memoria sobre minas y canteras (Mémoire sur les mines et carrières, 1769) cuya traducción y publicación fue realizada en 2017 por la editorial Liber & Libertas. ↩︎
- NdT: Es importante subrayar aquí el término de posesión, mas no de propiedad, ya que, en sentido estricto, los conceptos de propiedad eran desconocidos para las poblaciones indígenas a lo largo y ancho del continente. ↩︎
- NdT: Se denomina derecho de gentes o ius gentium a las normas jurídicas predecesoras del derecho internacional. En Roma, hacía referencia al derecho aplicable a los extranjeros que tuvieran tratos con ciudadanos romanos. En la Edad Moderna, a partir de los aportes de Grocio y de la Escuela de Salamanca, se entendió como el conjunto de normas que regulaban las relaciones entre los Estados o entre los ciudadanos de diferentes Estados. ↩︎
- NdT: Honoré Gabriel Riquetti, Conde de Mirabeau, nació en el castillo de Le Bignon el 9 de marzo de 1749 y falleció en Nemours el 2 de abril de 1791. Destacó por sus cualidades de oratoria y fue partidario de la monarquía constitucional. Fue Diputado de los Estados Generales y luego Presidente de la Asamblea Constituyente. ↩︎
- NdT: Como lo indica Turgot: “Los materiales subterráneos no pertenecen a nadie hasta que se excava el terreno; quien emprende y logra extraerlos se apodera de ellos a título de su trabajo como primer ocupante” (Memoria sobre minas y canteras, Ed. Liber & Libertas, 2017, p.28). ↩︎
- NdT: No queda claro si Molinari se refiere al Marqués de Mirabeau o a su hijo, el Conde de Mirabeau (ver nota siguiente), pues ambos realizaron contribuciones al pensamiento económico y político en Francia. Victor Riquetti, Marqués de Mirabeau, nació en Pertuis el 5 de octubre de 1715 y falleció en Argenteuil el 11 de julio de 1789. Fue cofundador del movimiento fisiócrata junto a François Quesnay. ↩︎
- NdT: Veremos más adelante, en la décimo primera velada, que Gustave de Molinari se propone limitar aún más las funciones del Estado. ↩︎
- NdT: La cuestión de quién construiría las carreteras si no existiera el Estado sigue apareciendo en las discusiones con economistas libertarios hasta la actualidad. Un ejemplo de la respuesta libertaria se encuentra en este artículo publicado por el Mises Institute. ↩︎