La escritura es, sin duda alguna, uno de los mejores inventos del ser humano. ¿Cuál es la importancia de compartir nuestra experiencia mediante estos símbolos? La Biblia, por ejemplo, es un compendio de información recopilada sobre la narrativa de un pueblo que se comunica con su Dios para vivir de manera correcta y en júbilo y plenitud.
Los profetas o escritores bíblicos discernieron el valor de poner en práctica conductas que traían prosperidad y bienestar a quienes las replicaban. Muchas de estas normas sociales, que hoy no necesitamos leer para saberlas y practicarlas, están ya tan arraigadas en la sociedad que forman parte de nuestro modo de vida civilizado. Sin embargo, en los inicios de la humanidad, estas prácticas no eran tan observadas.
¿Qué realmente delimitaba los parámetros del bien y el mal? Solo lo que parecía correcto o lo que los instintos dictaban para sobrevivir y proliferar, que siempre ha sido nuestra meta principal. Entonces, el hombre pensó. Y seguramente fue el primero. Me pregunto qué tan solo se habrá sentido ese primer Homo sapiens que pudo analizar y delimitar los parámetros y reacciones de su accionar. ¿Cuál habrá sido su primera reflexión? ¿Empezó a existir cuando pensó, como propondría Descartes?
¿Cómo supo que esa información era tan valiosa que valía la pena compartirla con los demás? ¿Cómo expresarla? Y fue ahí cuando pensó en comunicarse. Hoy, después de tanta innovación en comunicación, nos encontramos en un dilema: tenemos tantas maneras de comunicarnos que hemos olvidado la más primitiva, pero también la más eficaz.
Hay profesiones y roles en nuestra sociedad que están meramente relacionados con las destrezas de la comunicación: presidentes, legisladores, jueces, abogados, periodistas, vendedores, especialistas en marketing, docentes, entre otros. Milenios de sabiduría, conocimiento, experiencia y vivencias yacen abandonados en bibliotecas y nubes digitales, ocupando millones de bytes de información sin ser aprovechados.
Nos hemos dedicado al aislamiento. En la naturaleza, el aislamiento responde a una muerte segura. Dependemos de la cooperación desde los albores de la vida para perseverar en la cotidianidad. Irónicamente, en la era de la comunicación, donde cooperar debería ser más fácil y las barreras de comunicación cada vez más ínfimas, nos encontramos cada vez más solos.
Levantamos grandes muros. Si alguien no piensa igual que nosotros, lo vemos como enemigo y lo repudiamos. ¿Qué clase de razonamiento tan erróneo? Pero, lamentablemente, es así como nos estamos comunicando. En lugar de tener una conversación uno a uno y acordar desacuerdos, los seres humanos nos llenamos de rencor, otro sentimiento equivocado. Y en vez de buscar soluciones que satisfagan a ambas partes, buscamos satisfacer el ego.
Por eso, en lo personal, me mantengo alejado de los litigios civiles, donde las pretensiones suelen ser meros caprichos. Al igual que muchas personas se alejan de la política. El ego de un cretino, ansioso de poder y venganza, ha frenado el progreso de nuestros pueblos durante demasiado tiempo. ¡Imagínate! Les pagamos a los diputados para que dialoguen, y no pueden hacerlo. Es como si se quedara mudo un abogado en juicio o un periodista en vivo. ¡Vamos, seamos serios!
La gente se mantiene alejada de la política porque, en países como este, donde la ley se vende y se compra, enfrentarse a los tiranos que ostentan el poder es poner tu vida en bandeja de plata para que te asesinen o silencien. Todo esto, debido a cómo nos vamos comunicando.
La idea de que el hombre es libre y vivo es relativamente nueva en la historia. Si te atrevías a gritar esto en una plaza de Europa en la Edad Media, el rey te mandaba a decapitar. Lo mismo le pasaría a un esclavo en el antiguo Egipto bajo el faraón. El cuento es que los que llegaron a América eran libres, y debemos mantenerlo así. Se ha luchado y avanzado: se venció en parte el racismo y el esclavismo; se habló de la dignidad del ser humano y del autogobierno bajo el sueño de la libertad.
Pero la cada vez más complicada forma de comunicarnos ha desvanecido ese ideal entre tantos inventos. La función de aquellos que representaban el interés del colectivo se ha tergiversado y corrompido. Los que han sabido aprovechar la información, la tecnología y la innovación son los que más se han lucrado. Ellos financian las campañas astronómicamente caras de los diputados, y el pueblo ha quedado desamparado.
El Estado, que empuña el látigo, ha crecido descontroladamente. La comunicación que se pretendía tener entre el músculo burocrático y bélico del gobierno y la gente no se ha dado. El Estado ya no atiende al llamado, ni siquiera de los propios diputados. No hemos dialogado sobre la decadencia, cada vez más normalizada y aceptada en la sociedad, todo gracias a cómo nos vamos comunicando.
Y, mientras nos tragamos la patraña, debemos abrir los ojos y mover las bocas. Expresemos nuestra inconformidad y busquemos soluciones. Por favor, evitemos otros trescientos años de retraso peleando guerras ideológicas y bélicas por cosas insignificantes. Seamos humanos, en plena capacidad y manejo de la comunicación.
Atendamos al llamado del diálogo y de la solución pacífica y cordial de los conflictos. Que los filósofos piensen en un futuro de armonía. Que los profetas hablen de la verdad de Dios: amor, perdón y compasión. Que el ser humano piense en el bien para que se manifieste. Que destruyamos los muros que levantamos por desacuerdos vacíos. Que los jueces distribuyan la verdadera justicia. Que los abogados realmente aboguen por el bien de sus representados. Que los diputados comuniquen las necesidades del pueblo al aparato del Estado. Todo está en cómo nos vamos comunicando, cómo nos vamos coordinando y cómo vamos avanzando.