TRADUCCIÓN: Sexta Velada de “Las veladas de la calle San Lázaro”

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RESUMEN: Derecho a intercambiar. — Intercambio de trabajo. — Leyes sobre las coaliciones. — Artículos 414 y 415 del Código Penal. — Coalición de carpinteros parisinos en 1845. — Demostración de la ley que hace gravitar el precio de las cosas hacia la suma de sus costos de producción. — Su aplicación al trabajo. — Que el obrero a veces puede imponerse al patrono. — Ejemplo de las Antillas Inglesas. — Organización natural de la venta del trabajo.

EL ECONOMISTA. El intercambio está aún más obstaculizado que el préstamo. El intercambio de trabajo se ve obstaculizado por la legislación sobre pasaportes y libretas1, por las leyes sobre las coaliciones2; el intercambio de propiedades inmobiliarias está sujeto a trámites costosos y abusivos; el intercambio de productos está gravado, al interior, por diversos impuestos indirectos, en particular por los octrois3, y al exterior por las aduanas. Estos diversos ataques a la propiedad de los intercambiadores tienen el resultado uniforme de disminuir la Producción y perturbar la Distribución equitativa de la riqueza. 

Ocupémonos primero de los obstáculos al libre intercambio de trabajo.

EL SOCIALISTA. ¿No deberíamos, antes, terminar de examinar lo que concierne a la propiedad exterior?

EL ECONOMISTA. Podemos considerar el trabajo como una propiedad exterior. El empresario que compra el trabajo no compra las facultades, las fuerzas del obrero; compra la porción de esas fuerzas que el obrero separa de sí mismo al trabajar. El intercambio sólo se concluye o termina verdaderamente después de que el obrero, que ha separado de sí mismo una parte de sus fuerzas físicas, morales e intelectuales, recibe a cambio productos (la mayoría de las veces metales preciosos) que contienen también una cierta cantidad de trabajo. Se trata, entonces, de un intercambio de dos propiedades exteriores.

Todo intercambio sólo puede ser equitativo si es perfectamente libre. ¿Dos hombres que intercambian no son los mejores jueces de sus propios intereses? ¿Puede un tercero intervenir legítimamente para obligar a uno de los dos contratantes a dar más o recibir menos de lo que habría dado o recibido si el intercambio hubiese sido libre? Si uno u otro juzga que la cosa que se le ofrece es demasiado cara, no la compra y punto.

EL SOCIALISTA. ¿Y si se ve obligado a comprarla para vivir? ¿Si un obrero, presionado por el hambre, se ve obligado a enajenar una cantidad considerable de su trabajo a cambio de un bajo salario?

EL ECONOMISTA. Esta objeción nos obligará a dar una vuelta muy larga. 

EL SOCIALISTA. Pero usted admite también que es una objeción fuerte… realmente contiene todo el socialismo. Los socialistas han reconocido, han constatado, que no hay ni puede haber igualdad en el modo actual de intercambio del trabajo; que el patrono es naturalmente más fuerte que el obrero; que puede, en consecuencia, siempre imponerse sobre él, y que lo hace. Después de constatar claramente esta desigualdad manifiesta, han buscado formas de hacerla desaparecer. Han encontrado dos: la intervención del Estado entre el vendedor y el comprador de trabajo, y la Asociación que suprime la venta de trabajo.

EL ECONOMISTA. ¿Está usted seguro de que la desigualdad de la que habla existe?

EL SOCIALISTA. ¿Si estoy seguro de ello? Pero los mismos maestros de la economía política han reconocido esta desigualdad. Si tuviera a mano las obras de Adam Smith…

EL CONSERVADOR. Aquí están en mi biblioteca.

EL ECONOMISTA. Aquí está la página.

EL SOCIALISTA. Préstenme atención, por favor:

“Los salarios corrientes dependen en todos los lugares”, dice Adam Smith, “del contrato que se establece normalmente entre dos partes, cuyos intereses en modo alguno son coincidentes. Los trabajadores desean conseguir tanto, y los patronos entregar tan poco, como sea posible. Los primeros están dispuestos a asociarse para elevar los salarios, y los segundos para disminuirlos4”.

“No resulta, empero, difícil prever cuál de las dos partes se impondrá habitualmente en la puja, y forzará a la otra a aceptar sus condiciones. Los patronos, al ser menos, pueden asociarse con más facilidad; y la ley, además, autoriza o al menos no prohíbe sus asociaciones, pero sí prohíbe las de los trabajadores. No tenemos leyes del Parlamento contra las uniones que pretendan rebajar el precio del trabajo; pero hay muchas contra las uniones que aspiran a subirlo. Además, en todos estos conflictos los patronos pueden resistir durante mucho más tiempo. Un terrateniente, un granjero, un industrial o un mercader, aunque no empleen a un solo obrero, podrían en general vivir durante un año o dos del capital que ya han adquirido. Pero sin empleo muchos trabajadores no podrían resistir ni una semana, unos pocos podrían hacerlo un mes y casi ninguno un año. A largo plazo el obrero es tan necesario para el patrono como el patrono para el obrero, pero esta necesidad no es tan así a corto plazo”.

Escuchen, por favor, esto también:

“Se ha dicho que las asociaciones de patronos son inusuales y las de los obreros usuales. Pero el que imagine que por ello los patronos no se unen, no sabe nada de nada. Los patronos están siempre y en todo lugar en una especie de acuerdo, tácito pero constante y uniforme, para no elevar los salarios sobre la tasa que exista en cada momento. Violar este concierto es en todo lugar el acto más impopular, y expone al patrono que lo comete al reproche entre sus vecinos y sus pares. Es verdad que rara vez oímos hablar de este acuerdo, porque es el estado de cosas usual, y uno podría decir natural, del que nadie oye hablar jamás. Los patronos a veces entran en uniones particulares para hundir los salarios por debajo de esa tasa. Se urden siempre con el máximo silencio y secreto hasta el momento de su ejecución, y cuando los obreros, como a veces ocurre, se someten sin resistencia, pasan completamente desapercibidas. Sin embargo, tales asociaciones son frecuentemente enfrentadas por una combinación defensiva de los trabajadores; y a veces ellos también, sin ninguna provocación de esta suerte, se unen por su cuenta para elevar el precio del trabajo. Los argumentos que esgrimen son a veces el alto precio de los alimentos, y a veces el gran beneficio que sus patronos obtienen gracias a su esfuerzo. Pero sea que sus asociaciones resulten ofensivas o defensivas, siempre se habla mucho sobre ellas. Para precipitar la solución del conflicto siempre organizan grandes alborotos, y a veces recurren a la violencia y los atropellos más reprobables. Se trata de personas desesperadas, que actúan con la locura y frenesí propios de desesperados, que enfrentan la alternativa de morir de hambre o de aterrorizar a sus patronos para que acepten de inmediato sus condiciones. En estas ocasiones los patronos son tan estruendosos como ellos, y nunca cesan de dar voces pidiendo el socorro del magistrado civil y el cumplimiento riguroso de las leyes que con tanta severidad han sido promulgadas contra los sindicatos de sirvientes, obreros y jornaleros. Los trabajadores, en consecuencia, rara vez derivan alguna ventaja de la violencia de esas tumultuosas asociaciones que, en parte por la intervención del magistrado civil, en parte por la mayor resistencia de los patronos, y en parte por la necesidad del grueso de los obreros de someterse simplemente para garantizar su subsistencia presente, suelen terminar en nada salvo el castigo o la ruina de sus dirigentes”.

Esta es, ¿no es cierto? una condena elocuente a su sistema de libre competencia, escrita de puño y letra del maestro de las ciencias económicas. En los debates salariales, el patrono es más fuerte que el obrero, ¡es el mismo Adam Smith quien lo constata! Después de esta confesión del maestro, ¿qué habrían tenido que hacer los discípulos? Si hubiesen estado realmente poseídos por el amor a la justicia y la humanidad, ¿acaso no hubiesen tenido que buscar los medios para establecer la igualdad en las relaciones de los patronos con los obreros? ¿Cumplieron con este deber?… ¿Qué propusieron en lugar del trabajo asalariado, esta última transformación de la servidumbre, como tan acertadamente la llamó el señor de Châteaubriand? ¿Qué propusieron en lugar de este laisser faire5 inicuo y salvaje que fundamenta la prosperidad del patrono sobre la ruina del obrero? Insisto, ¿qué propusieron? 

EL ECONOMISTA. Nada.

EL SOCIALISTA. ¡Exacto! Dijeron que no podían hacer nada contra las leyes naturales que gobiernan la sociedad; confesaron vergonzosamente su impotencia para acudir en ayuda de los trabajadores. Pero este deber de justicia y de humanidad que ellos desconocieron, nosotros los socialistas lo hemos cumplido. Al sustituir el trabajo asalariado por la Asociación, hemos puesto fin a la explotación del hombre por el hombre y a la tiranía del capital.

EL ECONOMISTA. Yo….

EL CONSERVADOR. Permítanme primero hacer una simple observación. En el pasaje de Adam Smith que acabamos de citar, se habla de leyes que reprimen desigualmente las coaliciones de patronos y de obreros. No tenemos, gracias a Dios, nada parecido en Francia. Nuestras leyes son iguales para todos. No hay más desigualdades en suelo francés.

EL ECONOMISTA. Se equivoca. La ley francesa ha establecido, por el contrario, una desigualdad flagrante entre el patrono y el obrero. Me bastará leer los artículos 414 y 415 del Código Penal para demostrárselo.

“Art. 414. Toda coalición entre aquellos que hacen trabajar a los obreros, tendiente a forzar injusta y abusivamente la rebaja de salarios, seguida de tentativa o inicio de ejecución, será reprimida con prisión de seis días a un mes, y multa de doscientos a tres mil francos”.

“Art. 415. Cualquier coalición de parte de los trabajadores para hacer cesar, al mismo tiempo, el trabajo, para prohibir el trabajo en un taller, para impedir la asistencia y permanencia en él antes o después de ciertas horas y, en general, para suspender, impedir, aumentar el costo del trabajo, si ha habido tentativa o comienzo de ejecución, será reprimida con pena de prisión no menor de un mes ni máxima de tres meses. – Los jefes o promotores serán reprimidos con pena de prisión de dos a cinco años”.

Mire usted, los patronos sólo pueden ser procesados cuando hay un intento injusto y abusivo de su parte de bajar los salarios: los trabajadores son procesados por el puro y simple intento de coalición; además, las penas son monstruosamente desiguales.

EL CONSERVADOR. ¿La Asamblea Nacional no ha reformado estos dos artículos?

EL SOCIALISTA. Quizá los habría reformado sin la oposición de un economista. Mientras tanto subsisten, y Dios sabe qué influencia desastrosa ejercen sobre el precio del trabajo. Acuérdese de la coalición de carpinteros parisinos en 18456. Los compañeros se unieron para obtener un aumento de 1 fr. sobre el salario que era de 4 fr. Los patronos se unieron para resistir.

EL CONSERVADOR. El hecho no fue establecido.

EL SOCIALISTA. El hecho fue, por el contrario, perfectamente establecido. En esa época, cuando las asociaciones estaban terminantemente prohibidas, los maestros carpinteros obtuvieron autorización para formar una cámara sindical para el mejoramiento de su industria; pero, en esta cámara de perfeccionamiento, se ocuparon más de los salarios que de cualquier otra cosa.

EL CONSERVADOR. ¿Qué sabe usted de ello?

EL SOCIALISTA. Los debates durante el juicio lo establecieron claramente. Los delegados de los obreros se dirigieron al presidente de la cámara sindical para obtener un aumento de salario. El presidente se lo rechazó, tras una larga deliberación de la asamblea. Sin embargo, los patronos no fueron perseguidos y, en efecto, no podían serlo. Se habían unido en verdad, pero no para bajar los salarios “injusta y abusivamente”; se habían coaligado para evitar que los salarios subieran.

EL ECONOMISTA. Lo que era absolutamente lo mismo.

EL SOCIALISTA. Pero los legisladores del régimen imperial no lo entendieron así. Los patronos fueron, por lo tanto, liberados y absueltos. Los líderes de la coalición obrera fueron condenados, unos a cinco años, otros a tres años de prisión.

EL ECONOMISTA. Sí, fue una de las condenas más deplorables mencionadas en los anales judiciales.

EL CONSERVADOR. Si no me equivoco, la coalición ocasionó crueldades particulares. Algunos obreros de la coalición maltrataron a compañeros que no habían querido participar de esta. Pero su sistema de laisser faire quizá permite tales acciones.

EL ECONOMISTA. Mucho menos que el suyo. Cuando decimos libertad ilimitada, queremos decir igual libertad para todos, igual respeto por los derechos de todos y cada uno. Ahora bien, cuando un obrero impide trabajar a otro mediante la intimidación o la violencia, infringe un derecho, viola una propiedad, es un tirano, un expoliador, y como tal debe ser castigado rigurosamente. Los obreros que cometieron este tipo de delitos en el caso de los carpinteros no eran en modo alguno excusables y fue bueno que se les condenara. Pero no todos los cometieron. Los líderes de la coalición no ejercieron ni ordenaron violencia alguna. Sin embargo, fueron castigados con más severidad que los demás.

EL CONSERVADOR. La ley será reformada.

EL ECONOMISTA. Mientras subsista, será una ley inicua.

EL CONSERVADOR. ¿Cómo? ¿Aún cuando ya no establezca ninguna diferencia entre patronos y obreros?

EL ECONOMISTA. Sí. ¿Qué dice Adam Smith? Que los patronos pueden entenderse con mucha más facilidad que los obreros, y que la ley puede alcanzarlos con mucha más dificultad. Ahora bien, si la ley afecta a cuatro coaliciones de obreros contra una coalición de patronos, ¿es esa una ley justa?

En la práctica, la influencia de esta ley es desastrosa para los obreros. Los patronos, sabiendo que la ley les alcanza con dificultad, mientras que alcanza con facilidad a los obreros, se ven incentivados a elevar y apoyar pretensiones abusivas en la regulación del precio del trabajo. Toda ley sobre las  coaliciones, por más igual que uno la haga, constituye una intervención de la sociedad en favor del patrono. En Inglaterra terminaron por convencerse de esto, y abolieron la ley sobre las coaliciones que había suscitado los justos reclamos de Adam Smith.

EL CONSERVADOR. ¡Pero vamos a ver! ¿Las coaliciones son legítimas o no lo son? ¿Constituyen un acuerdo fraudulento o un acuerdo lícito? ¡Esa es la pregunta! Ahora bien, sobre esta cuestión, la opinión de nuestras grandes asambleas nunca ha sido dudosa. Los miembros de nuestra primera Asamblea Constituyente y de la propia Convención se mostraron unánimes en impedir cualquier unión, cualquier acuerdo entre empresarios u obreros. El convencional Chapelier7 escribió, en uno de sus reportes, esta frase que ha adquirido celebridad: “Es absolutamente necesario impedir a los empresarios y obreros reunirse para concertar sus supuestos intereses comunes”. ¿Qué opina usted ?

EL ECONOMISTA. Pienso que incluso el criminalista más sutil no podría ver ningún delito en la acción de dos o más hombres que se ponen de acuerdo para obtener un aumento en el precio de sus mercancías; pienso que al promulgar leyes para reprimir este supuesto delito, estamos cometiendo un ataque injusto y dañino a la propiedad de los industriales y de los obreros.

Es más, al prohibir las coaliciones, impedimos un acuerdo que a menudo es indispensable.

EL SOCIALISTA. ¿Acaso los economistas no han considerado siempre que las coaliciones son dañinas o, al menos, inútiles?

EL ECONOMISTA. Depende de las circunstancias y de la manera en que se conducen las coaliciones. Pero para hacerle ver claramente en qué circunstancias puede ser útil una coalición y cómo debe conducirse para que dé buenos resultados, me veo obligado a entrar en el fondo del debate. Usted ha afirmado que no hay justicia posible bajo el régimen de trabajo asalariado; que el patrono, al ser naturalmente más fuerte que el obrero, debe naturalmente también oprimirlo.

EL CONSERVADOR. La consecuencia no es rigurosa. Hay sentimientos filantrópicos que atemperan el interés privado para que este no resulte demasiado amargo.

EL ECONOMISTA. Para nada. Acepto la consecuencia como rigurosa y creo que lo es. Uno no hace filantropía en los negocios, y uno tiene razón, porque la filantropía no pertenece a ese ámbito. Volveremos a esto más adelante…

Entonces, usted cree que el patrono siempre puede imponerse al trabajador, sobre la base de que el trabajo asalariado excluye la justicia.

EL SOCIALISTA. Estoy de acuerdo con Adam Smith.

EL ECONOMISTA. Adam Smith dijo que el patrono puede oprimir al obrero más fácilmente de lo que el obrero puede oprimir al patrono; no dijo que el patrono esté siempre necesariamente en posición de imponerse al obrero.

EL SOCIALISTA. Constató una desigualdad natural, que existe a favor del patrono. 

EL ECONOMISTA. Sí, pero esta desigualdad puede no existir. Puede haber una situación en la que el obrero sea más fuerte que el patrono.

EL SOCIALISTA. ¿Si hay una coalición entre los obreros?

EL ECONOMISTA. No, sin coalición. Les daré un ejemplo de esto pronto. Ahora bien, si la desigualdad no siempre se produce, ¿acaso no sería posible que nunca se produzca?

EL SOCIALISTA. ¡Bueno! llegará usted a la organización del trabajo.

EL ECONOMISTA. ¡Dios no lo quiera! 

Viniendo aquí, pasé por la tienda de Fossin. Había en exhibición muy bellos juegos de diamantes. En la acera de enfrente, una vendedora de naranjas vendía sus productos. Tenía naranjas de dos o tres calidades y, en un rincón de su puesto, un paquete de naranjas mohosas que ofrecía a bajo precio.

EL CONSERVADOR. ¿Qué es este acertijo?

EL ECONOMISTA. Note, por favor, la diferencia entre las dos industrias. Fossin vende diamantes, es decir, una mercancía esencialmente duradera. Venga o no el comprador, el comerciante de diamantes puede esperar, sin temor a que su mercancía sufra desperdicio alguno. Pero si la vendedora de naranjas no se deshace de su mercancía, pronto no le quedará ni una sola naranja sana. Estará obligada a arrojar su mercancía sobre el compost.

Esta es sin duda una diferencia notable entre las dos industrias. Fossin puede esperar mucho tiempo a los compradores, sin temer que su mercancía se estropee; la vendedora de naranjas no puede. ¿Significa esto que la vendedora de naranjas está más expuesta que Fossin a tener que aceptar las condiciones de sus compradores?

EL SOCIALISTA. ¡Depende! Si la vendedora de naranjas no se asegura de equilibrar exactamente la cantidad de su mercancía según el número de sus compradores, se verá obligada a reducir sus precios o a perder una parte de sus naranjas.

EL CONSERVADOR. Ella hará, ¡por Dios! un muy mal negocio.

EL ECONOMISTA. Entonces, cualquier vendedora de naranjas que entienda bien su oficio evita cuidadosamente cargar más mercancía de la que puede vender a un precio rentable.

EL CONSERVADOR. ¿A qué se refiere con precio rentable?

EL ECONOMISTA. Me refiero al precio que cubre el costo de producir la mercancía, incluido el beneficio natural de la comerciante.

EL SOCIALISTA. No está resolviendo la dificultad. En un año en que la cosecha de naranjas es sobreabundante, ¿qué se hará con el excedente, si las vendedoras no piden más de lo habitual? ¿Debemos dejar que se pudran las naranjas que sobran?

EL ECONOMISTA. Si se cosechan más naranjas, se ofrecerán más y el precio bajará. Al bajar el precio, la demanda aumentará y el excedente de la cosecha encontrará así un lugar.

EL SOCIALISTA. ¿En qué proporción se producirá la caída?

EL ECONOMISTA. De todas las observaciones que se han recogido hasta ahora, se puede decir que: 

Cuando la oferta supera a la demanda en progresión aritmética, el precio baja en progresión geométrica, y de manera similar, cuando la demanda excede a la oferta en progresión aritmética, el precio sube en progresión geométrica.

Pronto verán los resultados benéficos de esta ley económica.

EL SOCIALISTA. Si tal ley existe, ¿no debe, por el contrario, tener resultados esencialmente funestos? Supongan, por ejemplo, que un dueño de naranjos cosecha comúnmente quinientas mil naranjas al año y logra venderlas a dos céntimos cada una. Esto hace una suma de diez mil francos con la que paga a sus trabajadores, remunera su trabajo como director de operaciones; cubre, en una palabra, sus costos de producción. Ocurre un año de abundancia. En lugar de quinientas mil naranjas, cosecha un millón. Por lo tanto, ofrece el doble de naranjas al mercado. En virtud de su ley económica, el precio baja de dos céntimos a medio céntimo, y el desafortunado propietario, víctima de la abundancia, recibe sólo cinco mil francos por un millón de naranjas, mientras que el año anterior recibió diez mil francos por una cantidad inferior a la mitad.

EL CONSERVADOR. Es cierto que la sobreabundancia de bienes a veces es perjudicial. Pregúntenle a nuestros agricultores qué prefieren, un año de abundancia o un año medio, un año en que el trigo está a veintidós francos o un año en que cae a diez francos.

EL ECONOMISTA. Estos son fenómenos económicos que sólo la ley que acaba de formularse puede explicar. Pero de esta ley no se sigue en absoluto que la duplicación de una cosecha deba provocar una caída de tres cuartas partes en el precio porque la demanda siempre aumenta, más o menos, en proporción a la caída del precio. Volvamos al ejemplo del dueño de los naranjos. A dos céntimos cada uno, este dueño cubrió el costo de producir quinientas mil naranjas. Si la cosecha se duplica, los costos de producción no aumentarán en la misma proporción. Pero de todas maneras aumentarán. Se necesita más trabajo para cosechar un millón de naranjas que para cosechar quinientas mil. Además, los propietarios estarán obligados a pagar más por este trabajo, ya que el salario siempre sube cuando aumenta la demanda del trabajo. Por lo tanto, los costos de producción aumentarán tal vez en la mitad. Subirán de diez mil a quince mil francos. Para cubrir esta suma, que representa sus costos de producción, el propietario deberá vender su cosecha a razón de un céntimo y medio por cada naranja.

La cuestión es si, así como logró vender quinientas mil naranjas ofreciéndolas a dos céntimos, logrará vender un millón ofreciéndolas a céntimo y medio; la cuestión es si una caída de medio céntimo será suficiente para duplicar la demanda. 

Si esta reducción no fuese suficiente, nuestro propietario se vería obligado a reducir aún más su precio, so pena de quedarse con parte de su mercancía. Pero entonces estaría en pérdida. Si solo vende novecientas mil naranjas a un céntimo y medio, no cubrirá sus gastos; si vende un millón a un céntimo y cuarto, los cubrirá aún menos.

Sólo la experiencia puede servir como guía en este caso. Una cierta caída en el precio no aumenta por igual el consumo de todas las mercancías. Reducir a la mitad el precio del azúcar, por ejemplo, podría duplicar su consumo. Reducir a la mitad el precio de la avena o del trigo sarraceno sólo puede aumentar la demanda de estos dos productos en una cantidad bastante pequeña. Por lo tanto, en un año en el que la cosecha ha superado la previsión habitual, es difícil saber si conviene aumentar la oferta en proporción al aumento de la cosecha o si es mejor quedarse con una parte del producto para mantener su precio.

EL SOCIALISTA. Y si el alimento no es de naturaleza conservable, puede ser ventajoso dejar que se desperdicie.

EL ECONOMISTA. Sí, o lo que es lo mismo económicamente, distribuirlo gratis a la gente que no lo hubiera comprado a ningún precio. Pero hay muy pocos alimentos que no se puedan conservar de una forma u otra. 

Si todavía tiene alguna duda sobre la existencia de la ley económica que acabo de señalar, examine lo que ha sucedido recientemente en el comercio del trigo. En 1847 nuestra cosecha de trigo fue deficitaria. En lugar de cosechar sesenta millones de hectolitros de trigo, sólo cosechamos unos cincuenta millones aproximadamente. Usted sabe cuál ha sido el resultado comercial de este déficit de cosecha. De veinte o veintidós francos, su tarifa ordinaria, el trigo subió a cuarenta o cincuenta francos. Al año siguiente, por el contrario, la cosecha fue abundante, ocho o diez millones de hectolitros más de lo habitual. De cuarenta o cincuenta francos, el precio descendió luego, por gradaciones sucesivas, a quince francos y, en ciertas localidades, a diez francos. En el primero de estos dos años, una disminución de una cuarta parte en la oferta hizo rápidamente que el precio se duplique; en el segundo, un aumento de una cuarta parte en la oferta, hizo que el precio descienda sucesivamente hasta la mitad de su tasa ordinaria. 

La misma ley rige los precios de todas las mercancías. Sólo que siempre es necesario tener en cuenta, al observarla, el aumento de la demanda que resulta de la reducción del precio, y viceversa.

EL SOCIALISTA. Si una leve disminución en la oferta puede llevar a un aumento tan considerable en el precio, me explico un hecho que hasta ahora me había parecido muy oscuro. A finales del siglo pasado, la hambruna reinaba en Marsella. El precio del trigo había subido mucho … Sin embargo, no lo suficiente, según algunos comerciantes que decidieron subirlo aún más. Por lo tanto, pensaron en arrojar parte de su suministro al mar. Esta feliz idea les valió grandes ganancias. Pero un niño había sido testigo de su acción impía y criminal. Su joven alma concibió una indignación profunda. Se preguntó entonces qué pasaba con esta sociedad, donde a unos les servía matar de hambre a otros, y declaró una guerra inmortal contra una civilización que engendró tan abominables excesos. Dedicó su vida a crear una nueva Organización… Este niño, este reformador, lo conocen, es Fourier.

EL ECONOMISTA. La anécdota puede ser cierta, pues el hecho ocurrió con frecuencia en años de escasez, como también en años de abundancia; pero, a mis ojos, sólo prueba una cosa: que Fourier era un observador muy pobre.

EL SOCIALISTA. ¡Cómo se atreve!

EL ECONOMISTA. Fourier vio el efecto, pero no vio la causa. En esa época, las compras de trigo en el extranjero eran obstaculizadas tanto por la dificultad de las comunicaciones como por las leyes aduaneras. Por lo tanto, los dueños del trigo en el interior gozaban de un verdadero monopolio. Para hacer aún más fructífero este monopolio, sólo pusieron en el mercado, sólo ofrecieron una parte de su suministro. Si la ley no se hubiera metido en sus asuntos, habrían guardado el resto, porque el trigo es uno de los alimentos que más tiempo se conservan. Desafortunadamente había, en ese momento, leyes contra los acaparadores. Estas leyes prohibían a los comerciantes guardar más de una determinada cantidad de alimentos. Frente a la alternativa de poner todo su trigo en el mercado o destruir parte de él, a menudo encontraban más ventajoso adoptar este último camino. Era bárbaro, era odioso, si usted quiere; pero ¿de quién era la culpa?

Bajo un régimen de plena libertad económica, no podría ocurrir nada parecido. Bajo este régimen, el precio de todas las cosas tiende naturalmente a caer a la tasa más baja posible. En efecto, dado que una leve diferencia entre los dos niveles de oferta y demanda conduce a una diferencia considerable en los precios, debe establecerse necesariamente el equilibrio. Tan pronto como la oferta de una mercancía no satisface la demanda, el precio sube con tal rapidez que pronto se obtiene una gran ganancia al traer al mercado un suplemento de dicha mercancía. Dado que los hombres buscan naturalmente todos los negocios que les ofrecen alguna ventaja, los competidores acuden en masa para compensar el déficit.

Tan pronto como se cubre el déficit y se restablece el equilibrio, las ventas se detienen por sí solas. Dado que los precios tienden a bajar gradualmente a medida que el abastecimiento aumenta, los mercaderes no tardarán en sufrir pérdidas.

Si, por tanto, se deja entera libertad a los productores o comerciantes para llevar siempre sus mercancías donde la necesidad se hace sentir, el abastecimiento estará siempre tan justamente proporcionado como sea posible a las exigencias del consumo. Si, por el contrario, se vulnera de un modo u otro la libertad de comunicación, si se impide a los comerciantes el libre ejercicio de su industria, el equilibrio tardará mucho en establecerse y, mientras tanto, los productores con una posición de ventaja en el mercado podrán obtener ganancias enormes a expensas de los desafortunados consumidores.

Notemos también que estos beneficios aumentan aún más cuanto menos se puede prescindir de la mercancía. Supongamos que una empresa obtiene el monopolio de la venta de naranjas en un país. Si esta empresa aprovecha su monopolio para reducir a la mitad la cantidad de naranjas que ofrecía anteriormente, esperando cuadruplicar el precio, es muy probable que experimente una decepción. Las naranjas no son, en efecto, un bien de primera necesidad. Entonces, como la disminución de la oferta elevará el precio, la demanda también decrecerá. La brecha entre la oferta y la demanda será, en consecuencia, siempre muy pequeña; por lo tanto, el precio corriente de las naranjas no puede elevarse muy por encima de su precio natural.

No pasará lo mismo si una empresa logra acaparar el monopolio de la producción o la venta de cereales. El trigo es un producto de primera necesidad. Entonces, una disminución de la oferta a la mitad y, en consecuencia, un aumento progresivo del precio sólo produciría una leve reducción de la demanda. Tal disminución de la oferta, que apenas elevaría el precio de las naranjas, duplicaría o triplicaría el precio del trigo. 

Cuando una mercancía es absolutamente necesaria, como el trigo, la demanda sólo decrece con la extinción de una parte de la población o con el agotamiento de sus ingresos. 

Finalmente, en determinadas circunstancias, algunas mercancías, cuyo precio no podía subir mucho en un entorno ordinario, adquieren repentinamente un valor inusual. Imaginen, por ejemplo, que una vendedora de naranjas está en medio de una caravana que atraviesa el desierto8. En los primeros días, está obligada a vender sus mercancías a precio moderado, so pena de no vender ninguna. Pero de repente se acaba el agua: inmediatamente la demanda de naranjas se duplica, triplica, cuadruplica. El precio sube gradualmente a medida que aumenta la demanda. No tarda mucho en superar los recursos de los viajeros menos afortunados y alcanzar los de los viajeros más ricos: en pocas horas, el valor de una naranja puede elevarse a un millón. Si la vendedora, aquejada ella misma por la sed, disminuye su oferta a medida que su propia necesidad se hace más intensa, llegará un momento en que el precio de las naranjas superará todos los recursos disponibles de sus compañeros de caravana, incluso aunque fuesen nababs9.

Al observar cuidadosamente esta ley económica, se dará cuenta de una multitud de fenómenos que deben habérsele escapado hasta ahora. Sabrá exactamente por qué los productores siempre han pretendido obtener el privilegio exclusivo o el monopolio de la venta de sus productos en ciertas circunscripciones; por qué se muestran sobre todo aficionados a los monopolios que afectan a los alimentos de primera necesidad; y por qué finalmente estos monopolios siempre han sido el terror de las poblaciones.

Vuelvo ahora a mi vendedora de naranjas y a Fossin.

EL CONSERVADOR. ¡Por fin!

EL ECONOMISTA. Gracias a la naturaleza especial de su mercancía, que es duradera, Fossin puede, sin demasiados inconvenientes, aumentar su aprovisionamiento de piedras preciosas más allá de las necesidades del momento. Nada le obliga a ofrecer inmediatamente el excedente. La vendedora de naranjas se encuentra en una situación muy diferente. Si ha comprado más naranjas de las que puede vender a un precio rentable, no está en condiciones de mantener el excedente indefinidamente en reserva, pues las naranjas pueden estropearse. Pero al ofrecer toda su mercancía, se expone a hacer bajar el precio de las naranjas hasta perder incluso más allá del valor del excedente. Entonces, ¿qué hará? ¿Destruirá este excedente que torpemente tomó? ¡No! lo venderá fuera de su mercado ordinario, o bien esperará hasta que algunas de sus naranjas maduren más de la cuenta para venderlas a una determinada categoría de compradores, sin competir con el resto de su mercancía. Esto explica la presencia de esos pequeños montones de naranjas medio podridas en la esquina de los puestos de las vendedoras.

EL CONSERVADOR. ¿Y eso por qué nos importa?

EL ECONOMISTA. Va a ver. Esos montones son tanto más considerables cuanto peor entienden las vendedoras su oficio, o cuanto más fluctúa el consumo de naranjas. Pero no los veríamos en los puestos si las vendedoras supieran equilibrar exactamente sus compras y sus ventas, o si el consumo no experimentara nunca variaciones repentinas. Si las cosas fueran así, las vendedoras de naranjas podrían, al igual que Fossin, equilibrar siempre la oferta y la demanda, sin sufrir ningún daño. Dejarían de vender parte de sus mercancías con pérdida por temor a que se les estropeara el excedente, o dejarían de esperar hasta que este excedente madure más de la cuenta para deshacerse de él a bajo precio.

EL CONSERVADOR. ¡Sin duda!

EL ECONOMISTA. Y bien, si ustedes examinan de cerca la situación de los obreros frente a los empresarios industriales, encontrarán que es perfectamente análoga a la de las vendedoras de naranjas frente a sus compradores. 

Del mismo modo, si examinan la situación de los empresarios frente a los obreros, la encontrarán absolutamente similar a la de Fossin frente a su clientela.

El trabajo, en efecto, es una mercancía esencialmente perecible, en el sentido de que el trabajador, desprovisto de recursos, está expuesto a perecer en poco tiempo si no encuentra un lugar donde colocar su mercancía. Por lo tanto, el precio del trabajo puede bajar excesivamente en momentos en que la oferta de trabajo es considerable y la demanda es escasa . 

Afortunadamente la beneficencia interviene sacando del mercado, y alimentando gratuitamente, a una parte de los trabajadores que ofrecen inútilmente su mano de obra. Si la beneficencia es insuficiente, el precio del trabajo sigue cayendo hasta que una parte del trabajo inútilmente ofrecido perece10. Entonces el equilibrio comienza a restablecerse de nuevo.

El empresario que ofrece salarios a los trabajadores no está obligado, por lo general, a apresurarse tanto. Cuando la mano de obra escasea en el mercado, puede mantener una parte de su salario en reserva y, como Fossin, equilibrar su oferta según la demanda.

Sin embargo, hay excepciones a esta regla. A veces sucede que los empresarios se ven obligados a vender sus salarios a bajo precio, a conceder grandes salarios a cambio de pequeñas cantidades de trabajo o, para usar la expresión común, a aceptar las condiciones de los obreros. Esto sucede cuando necesitan urgentemente más mano de obra de la que se ofrece en el mercado.

Esto sucedió en particular en las Antillas Inglesas11 en la época de la emancipación12. Mientras la esclavitud mantuvo a los trabajadores en las plantaciones, los colonos disponían de una cantidad de trabajo casi suficiente para desarrollar sus plantaciones. Pero cuando la esclavitud fue abolida, un gran número de esclavos comenzó a trabajar por cuenta propia. El número de quienes continuaron trabajando en el cultivo de caña se volvió insuficiente. Instantáneamente, la ley económica de la oferta y la demanda hizo sentir su influencia en los precios del trabajo. En Jamaica, donde la jornada de un esclavo apenas valía 1 fr., la misma cantidad de trabajo de un hombre libre se vendía sucesivamente a 3, 5, 10 e incluso hasta 15 y 16 fr13. La mayor parte de la compensación otorgada a los colonos se fue allí. Pero pronto la demanda disminuyó porque una multitud de colonos, incapaz de pagar estos salarios exorbitantes, abandonó sus plantaciones. Por otro lado, la oferta aumentó porque estos salarios atrajeron a trabajadores de todos los países, incluso de China. Gracias a este doble movimiento, que incesante e irresistiblemente acercó la oferta y la demanda, los salarios cayeron y hoy el precio del trabajo en las Antillas inglesas ha llegado casi a su nivel natural.

EL SOCIALISTA. ¿Qué entiende usted por el nivel natural del salario?

EL ECONOMISTA. Me refiero a la suma necesaria para cubrir los costos de producción del trabajo. Le explicaré esto con más detalle en una futura velada. 

Ve, en última instancia, que los empresarios no pueden escapar de la ley de la oferta y la demanda más que los propios obreros. Cuando el equilibrio se rompe en su contra, cuando la balanza del trabajo está a favor de los obreros, ellos sin duda pueden mantener en reserva —la mayoría de las veces al menos— una parte de sus salarios, y así evitar que el precio del trabajo suba demasiado. Pueden imitar a los joyeros que prefieren conservar sus joyas y piedras preciosas antes que venderlas por debajo del precio rentable; pero, al final, llega un momento en que, so pena de quiebra o abandono de su industria, se ven obligados a ofrecer salarios competitivos en el mercado. 

Cuando el equilibrio se rompe en contra de los obreros, cuando la balanza del trabajo está a favor de los empresarios, los obreros están comúnmente obligados a vender su trabajo de todos modos, a menos que la Caridad venga en su ayuda, o que consigan, de un modo u otro, retirar el excedente de mano de obra del mercado. Su situación es entonces peor que la de los empresarios a los que les falta mano de obra, porque venden, como las vendedoras de naranjas, una mercancía que no es muy duradera y que se estropea o destruye rápidamente.

Pero si, conociendo bien la naturaleza de su mercancía, fueran lo suficientemente prudentes como para no sobrecargar nunca los mercados, para equilibrar siempre su oferta según  la demanda, ¿no podrían también, como las vendedoras de naranjas que conocen su oficio, vender siempre su mercancía a un precio rentable?

EL SOCIALISTA. ¿Es realmente posible equilibrar siempre la oferta según la demanda? ¿Son los obreros los responsables de evitar que las Crisis afecten a la industria? ¿Pueden todavía transportar fácilmente de un lugar a otro un excedente de trabajo, como se transportan fardos de mercancías? Este equilibrio, que permitiría a los trabajadores vender su trabajo a un precio rentable, ¿no se rompe constantemente, en virtud de la naturaleza misma de las cosas, en contra de ellos? Y entonces el precio del trabajo, como el de cualquier mercancía poco duradera, ¿acaso no baja de una manera espantosa?

EL ECONOMISTA. Los obstáculos que usted atribuye a la naturaleza de las cosas suelen ser artificiales. Estudie mejor las crisis industriales, y verá que casi siempre tienen su origen en las leyes que impiden la producción o la circulación de las riquezas en los diferentes puntos del globo. Investigue mejor también por qué los los obreros enfrentan dificultades para equilibrar su oferta según la demanda y encontrará que esto viene principalmente, por un lado, de las instituciones de la caridad legal, que los instan a multiplicarse sin medida14; y por otro lado, de los obstáculos al fácil entendimiento de los trabajadores y a la libre circulación del trabajo, de las leyes sobre las coaliciones, sobre el aprendizaje15, sobre las libretas, sobre los pasaportes, de las leyes civiles que niegan a los extranjeros iguales derechos que los nacionales. Por muy débil que sea la acción de estos obstáculos artificiales sobre el movimiento de la oferta y la demanda, se vuelve considerable, enorme sobre el precio, pues la progresión aritmética por un lado genera una progresión geométrica por el otro.

Ya les he demostrado que las leyes sobre las coaliciones inclinan necesariamente, inevitablemente la balanza del lado del patrono en el debate sobre los salarios. Sin estas funestas leyes, los obreros tendrían, además, facilidades de las que hoy carecen para equilibrar siempre oportunamente la oferta y la demanda de trabajo. Ahora les explico cómo. 

Retomo el ejemplo de la vendedora de naranjas: ella vende, supongo, un centenar de naranjas al día. Un día la demanda baja a la mitad, solo le piden cincuenta. Si persiste ese día en ofrecer cien, se verá obligada a rebajar notablemente su precio, y sufrirá una pérdida importante. Le convendrá retirar del mercado el excedente de cincuenta naranjas, aunque estas naranjas reservadas se pudran durante el día.

¡Y bien! la situación es absolutamente la misma para los obreros que venden su trabajo.

EL CONSERVADOR. Concuerdo, pero ¿quién consentirá en hacer el papel de las naranjas destinadas a estropearse en la tienda?

EL ECONOMISTA. ¡Individualmente, nadie! Pero si los obreros son inteligentes y si la ley no les impide entenderse, ¿sabe lo que harán? En lugar de permitir que los salarios caigan gradualmente a medida que cae la demanda, retirarán del mercado el excedente cuya presencia motiva esta caída.

EL CONSERVADOR. Pero, una vez más, ¿quién aceptará ser retirado del mercado?

EL ECONOMISTA. Nadie, sin duda, si la masa no indemniza a los que se retiran; pero habrá competencia para salir del mercado si esta asigna a los obreros retirados una indemnización igual al salario que recibiría mientras trabajaban.

EL CONSERVADOR. ¿Cree usted que los trabajadores ocupados encontrarán beneficiosa esta propuesta?

EL ECONOMISTA. Lo creo. Tomemos un ejemplo. Cien obreros reciben un salario de 4 fr. por día. La demanda baja en un décimo. Si nuestros cien obreros persisten en ofrecer su mano de obra, ¿cuánto bajarán los salarios? Caerán, no una décima, sino casi una quinta parte (sería exactamente una quinta parte, si la caída no siempre aumentara un poco la demanda), se reducirán a 3 fr. 20. La suma total de los salarios caerá de 400 fr. a 320 fr. Pero si los obreros unidos retiran del mercado a los diez trabajadores excedentes, asignándoles una indemnización igual al salario, es decir, 40 fr.; en lugar de recibir solo 320 fr. (100×3 fr. 20), recibirán 360 fr. (90×4). En lugar de perder 80 fr., sólo perderán 40 fr. 

Ven que las coaliciones pueden tener su utilidad, que incluso son necesarias, accidentalmente, por la naturaleza de la mercancía que el obrero pone en el mercado. Por lo tanto, prohibirlas es cometer un acto de verdadero expolio con respecto a la masa de trabajadores.

Si las uniones de obreros estuviesen permitidas, si, al mismo tiempo, las leyes sobre las libretas y los pasaportes no obstaculizaran el movimiento de los trabajadores, la circulación del trabajo se desarrollaría rápidamente a una escala inmensa. Adam Smith, examinando las causas de la disminución excesiva de los salarios en ciertas localidades, decía: “A pesar de todo lo que se ha dicho de la ligereza e inconstancia de la naturaleza humana, la experiencia indica claramente que de todos los equipajes, el ser humano es el más difícil de transportar16“. Pero los medios de transporte son mucho mejores hoy de lo que eran en la época de Adam Smith. Con los ferrocarriles, ayudados por los telégrafos eléctricos, podemos transportar rápidamente y a bajo precio una masa de trabajadores desde un lugar donde abunda la mano de obra a un lugar donde esta escasea.

Ustedes entenderán, sin embargo, que este comercio de trabajo no puede desarrollar todo su potencial mientras la ley lo siga impidiendo.

EL SOCIALISTA. El gobierno incluso debería guiar a los trabajadores en su búsqueda, debería indicarles los lugares donde abunda el trabajo y aquellos donde escasea.

EL ECONOMISTA. Laissez faire a la industria privada, servirá a los trabajadores mucho mejor de lo que podría hacerlo el gobierno. Dé plena libertad de movimiento y de asociación a los obreros, y ellos sabrán buscar los lugares donde la venta de mano de obra se efectúe con más ventajas; los intermediarios activos e inteligentes los ayudarán al precio más bajo posible (siempre que uno no se atreva a limitar el número de estos intermediarios y regular su industria). La oferta y la demanda de trabajo, que naturalmente gravitan una hacia la otra, se equilibrarán entonces sin obstáculos.

Dejen hacer a los trabajadores, dejen pasar el trabajo17, esa es toda la solución al problema del trabajo asalariado18.

NOTAS DEL TRADUCTOR Y DEL AUTOR
  1.  NdT: En Francia en la época de Molinari, tanto los pasaportes como las libretas eran herramientas de control que limitaban la libertad de movimiento de los trabajadores y aseguraban una forma de disciplina laboral. A diferencia de hoy, el pasaporte era un documento necesario para desplazarse dentro del territorio francés (de un departamento a otro). Incluía datos como el nombre, descripción física, motivo del viaje, y era sellado por las autoridades locales en cada parada. La libreta era un documento obligatorio para los trabajadores manuales que permitía vigilar su comportamiento laboral. En ella se registraban los empleos anteriores y debía ser presentada al cambiar de empleador. Sin esta libreta, un obrero no podía trabajar legalmente ni desplazarse fácilmente. ↩︎
  2. NdT: Una coalición es una asociación temporal de trabajadores para lograr un objetivo específico (por ejemplo, pedir un aumento de salario). No tiene estructura formal ni permanente y fue ilegal en Francia hasta 1864. Se diferencia de un sindicato que es una organización estable con estatutos, representantes y funciones definidas orientadas a defender los intereses de los trabajadores a largo plazo. Fue ilegal en Francia hasta 1884. ↩︎
  3. NdT: Los octrois son impuestos internos. Ver Primera Velada. ↩︎
  4.  NdT: Para las citas en español de la obra de Adam Smith, nos basamos en este ejemplar virtual de La riqueza de las naciones. Las citas que lee aquí el personaje socialista se encuentran en el Capítulo VIII, pp.110 – 112.  ↩︎
  5. NdT: Hemos conservado aquí la forma utilizada por Molinari en la versión original. La forma laisser-faire, con “er” del infinitivo en francés, puede interpretarse como una formulación pasiva de la expresión, que sugiere un estado de abandono o indiferencia frente a los hechos. Al estar estas palabras en boca del personaje socialista, intuimos que Molinari busca poner en evidencia el malentendido que se esconde detrás de la expresión laissez-faire, cuya forma imperativa (terminada en “ez”) expresa, en realidad, una orden dirigida a las autoridades políticas para que dejen a los individuos actuar libremente. ↩︎
  6.  NdT: La coalición de carpinteros parisinos en 1845 fue un episodio importante de la lucha obrera francesa. La huelga estalló en junio debido a una reivindicación salarial. Ante esta movilización, las autoridades adoptaron medidas represivas y enviaron soldados a los talleres de carpintería para sustituir a los obreros en huelga. El juicio de los carpinteros se llevó a cabo en agosto. El abogado Pierre-Antoine Berryer argumentó a favor del derecho de los trabajadores a organizarse y exigir mejores condiciones de trabajo. Finalmente, la huelga se saldó con una victoria parcial de los obreros, ya que algunos patronos aceptaron aumentar los salarios. ↩︎
  7.  NdT: Isaac René Guy Le Chapelier (1754–1794) fue un abogado y político francés. Fue miembro de la Asamblea Nacional Constituyente y uno de los redactores de la Ley Le Chapelier de 1791 que prohibía las coaliciones obreras y cualquier forma de asociación entre trabajadores. Esta prohibición se mantuvo en Francia hasta 1864, cuando fue derogada por la ley Ollivier bajo el Segundo Imperio. ↩︎
  8. NdT: Este ejemplo nos recuerda a la paradoja del agua y los diamantes, pues, aunque el agua es más útil que los diamantes, estos tienen un precio más alto. En La riqueza de las naciones, Adam Smith intentó resolver esta paradoja apelando a la diferencia entre valor de uso y valor de cambio. Sin embargo, él consideraba que el precio dependía del trabajo requerido para producir un bien. En la segunda mitad del siglo XIX, William Stanley Jevons, Léon Walras, y Carl Menger desarrollaron casi simultáneamente la teoría subjetiva del valor, según la cual el valor de un bien no depende de ninguna propiedad intrínseca (como, por ejemplo, el trabajo) sino de la importancia que el consumidor le asigna para satisfacer sus necesidades. De ese modo, en el desierto, el agua o las naranjas que menciona Molinari son tan valoradas que pueden alcanzar un precio altísimo. ↩︎
  9.  NdT: Nabab era un título otorgado en la India musulmana a los grandes dignatarios y gobernadores de provincias. De manera general, hace referencia a una persona que vive opulentamente. ↩︎
  10. NdT: Redactada así, esta idea puede resultar especialmente dura y fría para el lector occidental del siglo XXI, acostumbrado a la abundancia que ha generado el desarrollo capitalista. Sin embargo, debe leerse como reflejo de las condiciones imperantes a mediados del siglo XIX, en un contexto de industrialización aún incipiente y de pensamiento económico en formación. Si algún lector viera en este pasaje una razón para rechazar el capitalismo o el laissez-faire, incurriría en un error de interpretación similar al que Molinari atribuye a Fourier: confundir el diagnóstico de un desequilibrio de mercado con una defensa de sus consecuencias. En efecto, dado que las necesidades humanas, presentes y futuras, son virtualmente infinitas, no existe motivo económico —salvo la intervención estatal en el mercado laboral— para que existan trabajadores sin posibilidad de ofrecer algún servicio útil.
    ↩︎
  11. NdT: Las Antillas Inglesas o Indias Occidentales Británicas son las islas del Caribe que fueron colonias del Imperio Británico. También conocidas como el Caribe británico o British West Indies, estas islas incluían, entre otras, Jamaica, Barbados, Trinidad y Tobago, Bahamas, Santa Lucía, San Vicente y las Granadinas, y Montserrat. ↩︎
  12. NdT: la emancipación en las Antillas Inglesas coresponde al proceso de abolición de la esclavitud en las colonias británicas, que ocurrió principalmente entre 1833 y 1838. El Parlamento británico aprobó la “Slavery Abolition Act” en 1833, que abolía la esclavitud en la mayoría de las colonias del Imperio Británico, incluyendo las del Caribe. Si bien la ley entró en vigor el 1 de agosto de 1834, no se liberó inmediatamente a todos los esclavos. Se impuso un sistema de “aprendizaje” (apprenticeship) mediante el cual los antiguos esclavos debían seguir trabajando para sus antiguos amos durante un período de transición (de 4 a 6 años) a cambio de una compensación parcial. Por ser una continuación de facto del trabajo forzado, fue criticado y abolido en 1838.
    ↩︎
  13. Informe dirigido al Sr. duque de Broglie sobre los asuntos coloniales por el Sr. Jules Lechevalier. ↩︎
  14. NdT: Encontramos aquí otra afirmación dura de Molinari, que refleja un discurso común en el siglo XIX entre autores de tendencia liberal o conservadora influenciados por las teorías malthusianas. Estasideas sostenían que la pobreza era consecuencia del exceso de natalidad entre las clases populares, y que las ayudas públicas contribuían a perpetuar ese problema. Con el progreso tecnológico que permitió el liberalismo y el capitalismo, se evidenció lo errónea que era la visión malthusiana. ↩︎
  15. NdT: Molinari se refiere a las regulaciones sobre el aprendizaje profesional o formación de oficios, especialmente tal como existían en el siglo XIX. En esa época, no se trataba simplemente de “formarse” en un oficio, sino que el aprendizaje estaba regulado por leyes específicas, muchas de ellas heredadas del Antiguo Régimen o reformuladas en el marco del Código civil y laboral francés. Entre otros, estas leyes definían quién podía ser aprendiz, en qué condiciones y por cuánto tiempo. También requerían contratos formales, a menudo registrados oficialmente. Regulaban la relación entre el maestro (patrono) y el aprendiz (obrero joven). Peor aún, en muchos casos limitaban la movilidad del aprendiz o su capacidad para cambiar de maestro o región.
    Las críticas de Molinari a las regulaciones sobre el aprendizaje y las leyes laborales en general pueden parecer lejanas, pero tienen resonancia en contextos contemporáneos. En países como Perú, muchas de las regulaciones que rigen la formación técnica y el acceso al empleo formal —si bien orientadas a proteger al trabajador— también introducen barreras legales, administrativas y de costos que limitan el acceso al empleo en el sector formal. Esto ha contribuido a una economía dual donde el aprendizaje y el trabajo informal se desarrollan al margen de la ley, precisamente debido al peso de estas normas en el sector formal. La tensión entre protección laboral y flexibilidad económica sigue siendo un debate vigente.
    ↩︎
  16.  NdT: La riqueza de las naciones. Capítulo VIII, p. 121. ↩︎
  17. NdT: Para concluir esta velada Gustave de Molinari hace una referencia explícita a la frase “Dejen hacer y dejen pasar, el mundo va solo” (Laissez faire, laissez passer, le monde va de lui même) generalmente atribuida a Vincent de Gournay, un fisiócrata del siglo XVIII, y que resume en una oración su oposición al intervencionismo del gobierno en la economía. ↩︎
  18.  Impresionado, hace algunos años, por la dificultad que experimentan los trabajadores para conocer los lugares donde pueden obtener una buena ganancia para esta especie de mercancía llamada trabajo, pedí el establecimiento de bolsas de trabajo con publicidad de precios, siguiendo el ejemplo de lo que se practica para bienes de capital y de consumo*. Más tarde, traté de hacer realidad esta idea y dirigí, en el Courrier français, entonces editado por el Sr.  X. Durrieu, el siguiente llamado a los obreros de París:
    “Desde hace mucho tiempo atrás, los capitalistas, los industriales y los comerciantes utilizan la publicidad que les ofrece la prensa para colocar en el mercado sus capitales o sus mercancías de la manera más ventajosa posible. Todos los diarios publican regularmente un boletín bursátil, todos han abierto también sus columnas a anuncios industriales y comerciales.
    Si la publicidad presta servicios a los capitalistas y comerciantes, cuya importancia no se puede negar, ¿por qué no estaría también a disposición de los trabajadores? ¿Por qué no puede utilizarse para ayudar a los obreros que buscan trabajo, como ya sirve a los capitalistas que buscan dar uso a sus capitales, como sirve también a los comerciantes para publicitar sus mercancías? El obrero que vive del trabajo de sus brazos y de su inteligencia, ¿no está al menos tan interesado en saber en qué lugares el trabajo obtiene los salarios más ventajosos, así como pueden estarlo el capitalista y el comerciante en conocer los mercados donde los capitales y las mercancías se venden al mejor precio? Su fuerza física y su inteligencia son sus capitales: explotando estos capitales, haciéndolos trabajar, intercambiando su trabajo por los productos del trabajo de otros obreros como él, logra subsistir.
    (…) Es la prensa la que publica el boletín bursátil y los anuncios industriales: ha de ser la prensa la que publique el boletín laboral.
    Por lo tanto, proponemos a todos los gremios de la ciudad de París que publiquen gratuitamente cada semana el boletín de contratación de obreros con una indicación de la tasa de salarios y del estado de la oferta y la demanda. Repartiremos los boletines de los gremios entre los diferentes días de la semana, de manera que cada oficio tenga su publicación en un día fijo.
    Si nuestra oferta es aprobada por los gremios, invitaremos a nuestros colegas de los departamentos a publicar los boletines laborales de sus localidades, como publicaremos el boletín laboral de París. Cada semana consolidaremos todos estos boletines y elaboraremos un boletín general. Cada semana, todos los trabajadores de Francia podrán tener ante sus ojos el cuadro de la situación laboral en las diferentes partes del país.
    Nos dirigimos principalmente a los obreros de los gremios de la ciudad de París. Ya están organizados, ya tienen oficinas regulares de colocación. Nada sería más fácil para ellos que entregar a la publicidad el boletín de sus transacciones diarias; nada sería más fácil para ellos que dotar a Francia de la publicidad del trabajo (Courrier français del 26 de julio de 1846)”.
    A raíz de esta llamada, me puse en contacto con algunos de los gremios parisinos, entre otros con el de los canteros. Me pusieron en contacto con un compañero apodado Parisien la Douceur, uno de los trabajadores más inteligentes que he conocido aquí. A él le gustó mucho mi plan y prometió exponerlo en la reunión de los canteros. Desafortunadamente, la reunión no compartió la opinión de su delegado; temía que la publicación de los precios del trabajo en París atrajera una mayor afluencia de trabajadores a este gran centro de población, y me negó su ayuda. Mis intentos no tuvieron más éxito en otros lugares.
    Después de la revolución de febrero, traté de revivir esta idea. Escribí al Sr. Flocon, entonces Ministro de Agricultura y Comercio, para instarle, si no a construir una Bolsa de trabajo en París, al menos a poner la Bolsa de valores ya construida al servicio de los trabajadores. Los empresarios van a la Bolsa por la tarde, ¿no podrían ir los trabajadores por la mañana? Tal es la pregunta que le hice al señor Flocon; pero el señor Flocon, que tenía otros asuntos, no me contestó.
    La misma idea se retomó algún tiempo después, e incluso se presentó un proyecto para una Bolsa de trabajo al prefecto de policía, el Sr. Ducoux, por un arquitecto, el Sr. Leuiller. El Sr. Émile Girardin prestó su apoyo a este intento, e incluso se ofreció a dedicar parte de la cuarta página de La Presse a la publicidad de las transacciones laborales.
    Para dar una idea de la extensión que podría tomar esta publicidad en caso necesario, y los servicios que podría prestar a los obreros comerciantes de trabajo, con el apoyo de los telégrafos eléctricos y de los ferrocarriles, reproduzco un extracto de un folleto donde desarrollé esta idea con cierta extensión:
    “Examinemos de qué manera debe establecerse la telegrafía eléctrica para dar a los trabajadores de todas las naciones los medios de conocer instantáneamente los lugares donde se requiere trabajar en las condiciones más ventajosas.
    Es a lo largo de los ferrocarriles que se establecen las líneas de telégrafo.
    En cada uno de los grandes Estados de Europa, las principales líneas ferroviarias se dirigen hacia la capital como hacia un centro común. Vinculan la metrópolis a todas las ciudades secundarias. Estas, a su vez, se convierten en el foco de otras vías de comunicación que conducirán a núcleos de población de tercer orden. 
    Supongamos que en Francia, por ejemplo, se establecen en una veintena de ciudades secundarias, mercados, Bolsas de Valores, que sirven tanto para la venta de trabajo como para la colocación de capitales y de mercancías. Supongamos también que la mañana se dedica a las transacciones de los trabajadores y la tarde a las de los capitalistas y comerciantes. Veamos entonces cómo se mantendrá el mercado laboral.
    El día de la apertura de las veinte Bolsas de Valores, los trabajadores que carecen de empleo y los empresarios industriales que necesitan trabajadores van al mercado, unos a vender, otros a comprar trabajo. Se anota el número de transacciones realizadas, los precios ofertados y los trabajos solicitados. El boletín bursátil, elaborado al final de la sesión, se envía a la Bolsa de Valores central por telégrafo. Veinte boletines llegan a la vez a este punto de encuentro donde se redacta un boletín general. Este último, que se envía inmediatamente por ferrocarril o por telégrafo a cada una de las veinte Bolsas de Valores secundarias, puede publicarse en todas partes antes de la apertura de la Bolsa de Valores al día siguiente.
    Informados por el boletín general del trabajo de la situación de los diversos mercados del país, los trabajadores disponibles en determinados centros de producción pueden enviar sus ofertas a aquellos donde existan vacantes. Supongamos, por ejemplo, que tres carpinteros están sin trabajo en Rouen, mientras que en Lyon se demanda el mismo número de trabajadores de este tipo al precio de 4 fr. Después de consultar el boletín de trabajo publicado por el diario de la mañana, los carpinteros de Rouen van a la Bolsa de Valores, donde termina la línea telegráfica, y envían a Lyon un despacho así concebido: 
    “Rouen — carpinteros a 4.50 — Lyon”
    El despacho enviado a París es, desde allí, transmitido a Lyon. Si el precio  exigido por los carpinteros de Rouen es conveniente para los contratistas de Lyon, estos últimos responderán inmediatamente con una señal de aceptación acordada. Si ellos juzgan que el precio es demasiado alto, se produce un debate entre las dos partes. Si finalmente se ponen de acuerdo, los obreros, provistos de la respuesta de aceptación sellada por el empleado en el telégrafo, van inmediatamente a Lyon por el ferrocarril. La transacción se concluyó tan rápido como podría haber sido dentro de los límites de la Bolsa de Valores de Rouen.
    Supongamos ahora incluso que Fráncfort del Meno sea el punto de encuentro hacia el cual convergen las líneas telegráficas que conducen a las diversas bolsas de valores centrales de Europa. Es hacia Fráncfort que se dirigen los boletines generales de cada país, es allí también que se redacta un boletín europeo que se envía a todas las bolsas centrales y que se transmite desde éstas a todas las bolsas secundarias. Gracias a este mecanismo de publicidad, se conoce, casi instantáneamente, el número de puestos de trabajo y mano de obra disponibles con los precios ofrecidos o solicitados en todo el continente.
    Supongamos, pues, que un marinero, desempleado en Marsella, se entera, consultando el boletín europeo del trabajo, que faltan marineros en Riga y que se les ofrece un salario ventajoso en este puerto. Acude a la Bolsa de Valores y envía sus ofertas de servicios a Riga por despacho telegráfico. De Marsella, el despacho llega a París, en dos o tres etapas, según la fuerza del agente de locomoción; de París se envía a Fráncfort, de Fráncfort a Moscú, donde se encuentra la Bolsa de Valores central de Rusia, y de Moscú a Riga. Este trayecto, de unos 4.000 kilómetros, se puede hacer en dos o tres minutos. La respuesta se transmite de la misma manera. Si la correspondencia telegráfica se cobra a razón de cinco céntimos por 100 kilómetros, nuestro marinero pagará 4 fr. aproximadamente por despacho enviado y despacho recibido. Si se aprueba su solicitud, toma el tren y llega a Riga en cinco días. Suponiendo que el precio de la locomoción se fije lo más bajo posible, es decir, a 1/2 céntimo por kilómetro, sus gastos de viaje, incluido el telégrafo, ascenderán a 24 fr.
    Europa se convierte así en un gran mercado donde las transacciones de los trabajadores se realizan con la misma rapidez y facilidad que en el mercado de una ciudad. Mediante Constantinopla, las Bolsas de Valores de Europa se conectan con las de África y Asia.
    Así, la locomoción a vapor y la telegrafía eléctrica son, en cierto modo, los instrumentos materiales de la libertad de trabajo. Al proporcionar a los individuos los medios para disponer libremente de sí mismos, para ir siempre a los países donde la existencia es más fácil y feliz, estos vehículos providenciales empujan irresistiblemente a las sociedades por los caminos del progreso.”
    ↩︎

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