Autor: Paola Andrea Piotti Balderrama

La era de la comunicación virtual brindó la posibilidad de amplificar las voces de miles de millones que, de no contar con las redes sociales, se verían limitados a un grupo reducido de personas con las cuales intercambiar opiniones. Este hecho, sumado al mayor acceso a información, ha multiplicado los espacios de debate, pasando de los solemnes salones de clase, auditorios de universidades o clubes intelectuales a comentarios en un post de Facebook, Twitter o recientemente tiktok.

Pero el hecho de que abunden los debates, no significa que abunde la calidad en los mismos, pues las prácticas más groseras de la argumentación falaz son las herramientas preferidas de los internautas con espíritu inquisidor, que por encima de lo fructífero que resultaría un intercambio de ideas o argumentos, disfrutan de la caracterización de los debatientes transformando el espacio de discusión pública en una guerra de etiquetas.

La liviandad en el manejo de las etiquetas nos ha llevado a simplificaciones que rayan la paranoia: Quien no piensa como yo es fascista, quien defiende la existencia del Estado es socialista, comunista o castro-chavista, demócratas son quienes piden golpe militar o, por el contrario, criticar el resultado de una elección es ser antidemocrático. Y quizá en la cúspide de la intolerancia intelectual podemos encontrar las preferidas: El desclasado, la alienada y el privilegiado. 

Existen sí, formas de contribuir al debate a través de señalar las bases o experiencias sobre las que construyes tus opiniones, pero es distinto demandar al otro que “revise sus privilegios” como forma de reflexión, a buscar la censura del mismo en una suerte de autoritarismo moral, y por desgracia, es este último uso el que suele imponerse sobre el primero.

La cultura del Ad Hominem como argumento irrefutable que persigue la desacreditación del discurso u opinión ajena amparados en características personales de quienes las emiten y sin que exista una correlación entre el argumento y dichos elementos, se convierte en una suerte de atajo intelectual que busca escapar a la discusión de fondo, aquella que implica razonar más allá de la superficialidad de repetir conceptos de forma indiscriminada y tergiversada.  

Lo alarmante del uso extendido de esta falacia argumentativa no descansa en su existencia, pues es quizá uno de los vicios de la lógica más recurrentes, e incluso autores considerados como notables la han utilizado en el pasado, lo alarmante es entonces, que se encuentra validada de tal forma que un argumento real puede perecer frente a un Ad Hominem con facilidad, y que ha infantilizado las discusiones sobre asuntos de interés a una simple batalla de quien emplea para con el otro la etiqueta más denigrante o inaceptable posible.

En palabras de Wendy McElroy: “La corrección política morirá de la misma forma que ha vivido, vociferando y abusando de argumentos Ad Hominem como sustituto a los argumentos”, espero por el bien de una sociedad cada vez más irracional, que esta frase de McElroy se constituya en una predicción y no sólo en una declaración voluntad que comparto.


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