La cronarquía del Estado: ¿Cómo el Estado se adueña de tu tiempo y por qué no debería hacerlo? (PARTE 4)

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Una deuda de tiempo personal del Estado: el contrato social como servidumbre hereditaria

Todo lo anterior encuentra su justificación más persistente y arraigada en la ficción del contrato social, en el que se fundamente una “educación” —adoctrinamiento, en realidad— que inculca que hemos consentido tácitamente ceder porciones de nuestra libertad y nuestro tiempo, a cambio de seguridad y servicios —muchas veces deficientes—. No obstante, un análisis riguroso revela este concepto no como un contrato, sino como un fraude, porque un contrato válido exige consentimiento explícito, voluntario e informado por parte de todos los firmantes, y en el caso del mal llamado “contrato social”, nadie ha firmado el pacto. 

Pero, por si esto no es suficiente, lo que ha derivado de ese supuesto contrato es una deuda de tiempo personal perpetua e intergeneracional, ya que el Estado, con su insaciable apetito de gasto, recurre al endeudamiento público, consumiendo de este modo el tiempo de los ciudadanos, condenándolo a pagar dicha deuda a través de los impuestos o la inflación. En principio, lo que el Estado hace con el gasto y la deuda es hipotecar el tiempo personal de cada uno de los miembros de la sociedad que domina y dominará —presente y futuro—, porque éstos deberán invertir dicho tiempo en saldar una deuda que ellos no han tomado. En suma, es una forma de servidumbre hereditaria, una transferencia de cadenas temporales de una generación a la siguiente, pero normalizada como “política fiscal” en “beneficio de la sociedad”.

En este marco, el individuo no nace libre, la soberanía individual es una farsa desde el nacimiento, porque ya es un deudor temporal del aparato estatal por imposición de un gravamen que precede su elección personal. Así, la relación natural —el individuo nace libre y puede elegir asociarse a medida que desarrolla sus facultades de juicio en el tiempo— se invierte: en lugar de que el individuo sea el soberano que puede, si lo desea, contratar servicios de protección o arbitraje, el Estado se posiciona como el acreedor primordial que le permite al individuo quedarse con una porción de su propio tiempo solo después de haber cobrado su deuda impuesta. Por consiguiente, romper con la cronarquía exige repudiar la noción de deuda no consentida, reafirmando el principio de que ninguna persona tiene el derecho de vender y/o adjudicarse el tiempo de otro por medio de la fuerza.

La alternativa libertaria: un mercado de tiempo personal

¿Cuál es la alternativa a la Cronarquía? Una sociedad basada en el respeto radical al tiempo personal, en donde la disposición del propio tiempo sea un derecho supremo, y toda interacción humana tenga el escenario para que los intercambios sean voluntarios. Y tal sociedad no es una utopía abstracta, sino una simple universalización del principio que ya aplicamos en nuestras interacciones más éticas y productivas en nuestra cotidianidad, cuando el Estado no está en medio de lo que realizamos.

El mercado, en su forma más pura, no es más que un vasto sistema de intercambio voluntario de tiempo, información y talento. Cada persona que se dedica a prestar algún servicio, elige invertir su tiempo en ello, en servir, y nosotros elegimos voluntariamente compensarlo —con cosas que también requirieron inversión de nuestro tiempo—; no hay coacción, sino cooperación; cada precio, cada salario, cada contrato en un mercado libre es un reflejo de cómo millones de individuos valoran y asignan voluntariamente su tiempo personal. Por tanto, eliminar la carga fiscal coercitiva, la asfixia regulatoria y las imposiciones burocráticas, solo liberarían billones de horas de tiempo personal, que podrían aprovecharse mejor para el desarrollo del individuo y la sociedad.

En este punto, hay quienes pudieran argumentar que en un sistema así los pobres serían “forzados” por la necesidad a vender su tiempo personal por poco, pero éstos no ven que es precisamente la cronarquía la que perpetúa la pobreza, en la medida en que roba capital a través de los impuestos, destruye oportunidades con la regulación y devalúa los ahorros con la inflación, reduciendo drásticamente la acumulación de capital que es necesaria para aumentar la productividad y, con ella, los salarios reales. En una sociedad libre, el capital se acumularía más rápidamente, haciendo que el trabajo —el tiempo personal aplicado— fuera cada vez más valioso. En suma, la liberación del tiempo personal es, a todas luces, la mayor y más eficaz política “antipobreza” que pueda existir.

Conclusión: la abolición de la cronarquía como imperativo moral

La batalla contra la cronarquía no es solamente política o económica, como ya mencionamos, sino que tiene implicaciones filosóficas. La existencia del Estado impone al individuo de forma tiránica a interrumpir su flujo vital, su proyecto creativo, para someterse a los ritmos artificiales y externos de la burocracia y el fisco. Para Martin Heidegger, de hecho, la existencia humana —Dasein— como un “ser-allí” —o siendo-allí— intrínsecamente temporal, que está constantemente proyectándose hacia un futuro de posibilidades, es auténtica —Eigentlichkeit— cuando la persona asume la propia finitud y elije las propias posibilidades, es decir, es dueño de su propio proyecto de vida; en contraste, la existencia humana inauténtica —Uneigentlichkeit— refiere a aquella que se deja caer en el “uno” o “la gente” —das Man—, permitiendo que otros sean quienes dicten sus posibilidades y decisiones, su tiempo personal.

En este marco, podemos decir que, en buena medida, vivimos en una sociedad de seres no auténticos, porque el Estado —el cronarca— impone sus directrices y dicta las posibilidades y decisiones del tiempo personal de los miembros que la conforman. Es decir, el Estado es la institucionalización del das Man, es el “uno” que dicta que los individuos debemos pagar impuestos, cumplir con las regulaciones, servir al ejército, imponiendo metas colectivas que responden a una agenda externa a nuestras elecciones. En esencia, el Estado ataca directamente el “ser-para-sí” —o siendo-para-sí—, porque lo limita de su capacidad de ser causa de sí misma, reduciéndolo a un “ser-en-sí” —o siendo-en-sí—, es decir, a un mero objeto, un recurso a plena disposición de los burócratas, un engranaje de la maquinaria estatal. La coacción al tiempo personal es, pues, un asalto a la posibilidad misma de una vida auténtica.

Por todo ello, podemos concluir que el Estado no debe robar el tiempo personal porque constituye la misma vida de las personas, una manifestación de su existencia; pero hacerlo también es un ataque a la propiedad primigenia, la fuente de la cual emana la legitimidad de toda otra propiedad; y, por último, desde un punto de vista más utilitario, no debe hacerlo porque destruye el florecimiento humano, coarta la creatividad y la cooperación que dan paso al buen vivir en comunidad, a la civilización.

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