La Ciudad Terrena y la Ciudad Celeste en Agustín de Hipona: su contribución a la teoría política

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Por: Fabricio Doldán

País: Argentina

San Agustín de Hipona, uno de los pensadores cristianos más influyentes de la Edad Media, en su obra La Ciudad de Dios (escrita aproximadamente entre los años 413 y 427) da cuenta de la doble naturaleza humana que ha influido decisivamente en la historia humana. Esta obra fue escrita, según Sabine (1961), para defender al cristianismo contra la acusación pagana de que aquél, es decir, el cristianismo, era el principal responsable de la decadencia del poder de Roma y del saqueo de aquella ciudad por Alarico en el año 410 (p. 163). Pero volviendo a lo que nos compete, avancemos con los argumentos del hiponense en la obra nombrada. Agustín afirma que el hombre es ciudadano de dos ciudades: la ciudad de su nacimiento, la Ciudad Terrena, y la Ciudad de Dios o Ciudad Celeste. Esto se da ya que la naturaleza humana es doble: el hombre es espíritu, formando parte de la Ciudad Celeste, y es cuerpo, siendo así parte de la Ciudad Terrenal. Amén de esta distinción, los intereses humanos también son divididos: por un lado, están los intereses corporales y materiales, ligados a la Ciudad Terrenal, y, por el otro, los intereses relacionados al sentido de trascendencia y el alma, implicados en la Ciudad Celeste. 

Estas dos ciudades han existido siempre, desde el origen de los tiempos y una al lado de la otra, una fue fundada por Cain y la otra por Abel, y también, como plantea Touchard (1974), “las dos ciudades permanecerán, una junto a otra, hasta el fin de los tiempos, pero después únicamente subsistirá la ciudad celestial para participar en la eternidad de los santos.” (p.99). En una palabra, sólo puede haber paz definitiva en la vida que es eterna, en la Ciudad Celeste. Por el contrario, la Ciudad Terrena experimenta un “bien incierto y dudoso” (Rossi, “Agustín: el pensador político” en Boron, 1999, p. 102), ya que esta, al contrario de la paz eterna que provee la Ciudad de Dios, posee un carácter tendiente siempre a la corruptibilidad. 

En síntesis, San Agustín comprende a la historia humana a partir de esta distinción: la historia humana “está y estará siempre dominada por la lucha entre las dos sociedades.” (Sabine, 1961, p.164). La teología política del hiponense se sustenta fundamentalmente sobre esta distinción crucial que divide a la humanidad. Cabe aclarar que Agustín no pretendía establecer una doctrina política, sino que la fe cristiana sea un medio para un fin, la interpretación de la historia humana (Barcala Muñoz, “La Edad Media”, en Vallespin, 1990). Antes de cerrar este primer bloque, conviene precisar dos aclaraciones. La primera es que Agustín no reduce la ciudad de Dios a la comunidad de los puros; y la segunda, es que la Ciudad Terrena, con todo lo que esta conlleva, para Touchard (1974) no está desacreditada por Agustín (p. 99) y se fundamenta, para Rossi (en Boron, 1999), al igual que la Ciudad Celeste, en el amor (p. 89). Esto quizás contradiga a Sabine (1961), que propone que Agustín concibe a la Ciudad Terrestre como obra de Satán (p. 164).  Ahora sí, pasaré a caracterizar en profundidad a cada Ciudad, para posteriormente dar cuenta de la mirada política de San Agustín y entender cuál es el rol que su pensamiento cumple en la teoría política. 

Por el lado de la Ciudad Terrenal, esta está fundada en los impulsos terrenos, apetitos y pasiones de la naturaleza humana inferior. Ansart (1997), da cuenta de tres grandes pasiones que intimidan constantemente a los humanos en esta Ciudad: la de la dominación, la de la codicia y la asociada a los apetitos y la sensualidad (p. 81). Cada una de ellas lleva o conduce a la ruptura de los vínculos sociales y a la violencia en general. Esta ciudad, según Sabine (1994), “es el reino de Satán” y “comienza con la desobediencia de los ángeles rebeldes y encarna especialmente en los imperios paganos de Asiria y Roma.” (p. 164). Esta Ciudad Terrenal posee sus respectivos poderes políticos, su historia, su moral, sus exigencias y es efímera y contingente. Los ciudadanos de esta toman al mundo como fin y su principal problema reside en que se absolutizan los bienes temporales y su dimensión temporal (Rossi, en Boron, 1999).  

En paralelo y en oposición, la Ciudad de Dios está fundada en la esperanza de la paz celestial, la trascendencia y la salvación espiritual y es esencialmente pacífica, ya que se realiza y radica en el corazón de cada persona. En otras palabras, es el Reino de Cristo, encarnado, en un primer momento, en el pueblo hebreo y, después, en la iglesia y el imperio cristiano, que participa en el ideal divino (Sabine, 1961; Touchard, 1974). En esta Ciudad se desprecia la excesiva importancia que se suele atribuir, en la Ciudad Terrenal, a las cosas y a los bienes materiales, es decir, la Ciudad Celeste no marca el carácter material, sino el carácter espiritual (Ansart, 1997). Es importante para Agustín que las personas encuentren en el amor divino el medio para escapar de la esclavitud de las pasiones que proveen los bienes materiales. Es así que quien sigue a Dios y dirige su amor hacia él, “extrae de este amor la fuerza de resistir a las seducciones y violencias del mundo terrestre” (Ansart, 1997, p. 81). En síntesis, la Ciudad de Dios promete la eternidad para las personas que dirijan su amor hacia Dios, tomándolo a este como un fin en sí mismo. Como vine diciendo, en la Ciudad Celeste únicamente es posible la paz y la eternidad, y toda la historia humana, para Agustín, es el desarrollo del plan de la salvación divina. En esta, la Iglesia tiene un papel primordial. La Iglesia debe operar como mecanismo o medio para la unión social de todos los creyentes, operando a partir de la gracia divina. Es decir, la Iglesia constituye el punto de cierre de la historia (Sabine, 1994). 

Agustín plantea que todas las sociedades terrenales están conectadas con el orden divino, ya que todo poder proviene de Dios, quien incluyó dentro de las leyes de la Providencia a los reinos de la tierra. Touchard (1987) explica de gran manera este último punto: 

(…) la historia de los Imperios y de los regímenes particulares obedece al plan general de la Providencia. Esta otorga a cada país y a cada época el régimen que le conviene. Dentro del marco de conjunto de sus designios. En un sentido, las naciones tienen el régimen o las vicisitudes (persecuciones, por ejemplo) que merecen; no según el juicio humano, sino según el juicio, impenetrable para nosotros, de la Providencia. (p. 100). 

La pretensión del hiponense, además de las expuestas en las primeras líneas, era, a partir de la distinción de las dos ciudades, buscar que el poder civil esté guiado por los valores cristianos, logrando así que Dios reine de una forma indirecta a través del espíritu de los jefes, las costumbres y las leyes. Es así que San Agustín “desea en el fondo que el Imperio se subordine moralmente a la Iglesia.” (Touchard, 1974, p. 102), dando cuentas de la “necesidad de que una verdadera república sea cristiana” (Sabine, 1961, p.165), ya que un estado es justo cuando enseña la creencia en el Dios cristiano y apoya esta religión a través de la ley y la autoridad. En una palabra, el estado cristiano tenía como finalidad la realización de la justicia y el derecho conforme a la religión, utilizando la coerción estatal siempre y cuando la paz esté en peligro, siendo está el medio más afectivo para organizar el orden social. 

A modo de conclusión, remitiré a la importancia de los argumentos de San Agustín de Hipona para la teoría política. Nuestro autor añadió la exigencia de justicia en el estado terreno, a partir del mantenimiento de una pureza de culto con vistas al plan divino de salvación humana. De esta manera, queda “absorbido el orden natural dentro del orden sobrenatural, el derecho natural dentro de la justicia sobrenatural, y el derecho del Estado dentro del de la Iglesia.” (Touchard, 1974, p. 108). 

Referencias

Ansart, P. (1997). Los clínicos de las pasiones políticas. Nueva Visión. 

Barcala Muñoz, A. La Edad Media (Ed.), Historia de la teoría política, 1 (217-324). Alianza. 

Rossi, M. A. (1999). Agustín: El pensador político. En A. Boron (Ed.), La filosofía política clásica: de la Antigüedad al Renacimiento (86-106). CLACSO/EUDEBA

Sabine, G. (1961). Historia de la Teoría Política. FCE. 

Touchard, J. (1974). Historia de las ideas políticas. Tecnos. 


Fabricio Paul Doldán es un estudiante argentino nacido en el año 2001. Actualmente se encuentra estudiando la Licenciatura en Ciencias Políticas en la Universidad Nacional de Mar del Plata (UNMDP) y el Profesorado de Lengua y Literatura en el Instituto Superior de Formación Docente Nº19 (ISFD19). Por otro lado, se encuentra también realizando la Diplomat ura en Psicopolítica y Transhumanismo de la Universidad Abierta Interamericana (UAI). Además de sus compromisos académicos, es un proactivo lector de la historia política y económica, como así también de la literatura canónica en sus diferentes períodos.

La presente publicación no corresponde necesariamente al pensamiento de Estudiantes por la libertad sino exclusivamente al autor señalado.

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