Me dispongo a continuar la empresa iniciada en una publicación anterior. En la primera parte de este artículo se definió la informalidad, así como el criterio con el cual debería evaluarse toda propuesta que tratase sobre impuestos. Ya pasamos de la definición semántica a la justificación ética, solo nos queda llevar la teoría a la praxis en forma de estrategia.
Llegados a este punto alguien podría decir: “Estoy de acuerdo con lo que dices, pero ¿qué se sigue de todo esto? ¿Qué relación guarda con la informalidad?” La respuesta evidente sería que cualquier llamamiento a aumentar el padrón de contribuyentes sería un llamado a la coacción y debe ser desechado por contrario a la ética libertaria. En efecto, el decir que se desea aumentar la cantidad de personas que deberán entregar una parte de lo que producen a una institución coactiva por naturaleza, como lo es el Estado, no distaría mucho de justificar la “protección” que realizan las mafias bajo amenaza. ¿No persigue acaso el Estado a quienes evaden impuestos? El pedir que pasemos de una economía “informal” a una economía más “formal” es simplemente pasar de una situación con menos intervención estatal en la vida de los individuos a una situación en la cual el Estado cuenta con mayor influencia sobre un mayor número de personas. En lugar de que una injusticia, el cobro de impuestos, sea proscrito por ser una acción injustificable éticamente, estaríamos pidiendo que se extienda a la totalidad de las personas. Esto es falaz por la siguiente razón: Ya habíamos dicho que para que algo sea considerado como justo debía someterse a los criterios de universalidad y posteriormente a los de la argumentación. En primer lugar tenemos los impuestos selectivos, es decir, donde solo una porción de la población paga impuestos y otros, los políticos, lo consumen; evidentemente eso no pasa el primer criterio de universalidad, de modo que queda desechada –igualmente, tampoco pasaría el criterio de la argumentación, en cuanto implica el no reconocimiento de la propiedad sobre los medios escasos de los que tendrían que pagar impuestos–. En segundo lugar, en vista de que la primera nos deja insatisfechos, tenemos el escenario donde se decide que todos deben pagar impuestos –las características de los impuestos: uniformes, progresivos, a la herencia, rentas o de cualquier naturaleza, no nos interesa en este caso. Asumiremos que se decide aplicar un impuesto general a toda la población–. Al analizar este caso nos damos cuenta de algo evidente: ¡Supera el criterio de universalidad! La proposición “todos deben pagar impuestos” no discrimina entre clase alguna, de modo que, con relación a este primer criterio, pasa a ser considerada como parcialmente válida. Sin embargo, ya habíamos reconocido que no bastaba con el criterio de universalización, puesto que terribles normas podrían ser aplicadas si solo siguiéramos el mismo –una ley que dijera que todos tienen el derecho de agredirse entre todos sería un ejemplo claro–. Para ser considerada como objetivamente válida y justa, la proposición debe pasar, igualmente, por el segundo criterio de validación, es decir, el de la argumentación, que ya bien podríamos llamar principio de no agresión. Si antes era evidente que el decir “todos deben pagar impuestos” no violaba el primer criterio, ahora resulta que es evidente que viola el segundo, en tanto que la definición misma de impuesto contraría el principio de no agresión. La acción de recolectar impuestos es una vulneración de la propiedad, no sobre uno mismo, sino sobre los bienes escasos que uno posee. El cómo emplear esos bienes pasa de ser una decisión del dueño original, productor, a ser la decisión de un tercero, no-productor. Ni siquiera hace falta tocar los efectos nocivos que para una economía, desde el punto de vista de los individuos, tiene la acción de cobrar impuestos, basta con demostrar, como lo acabamos de hacer, que es una práctica contraria a la ética libertaria. El último escenario que analizaremos será uno en que hay ausencia de impuestos, es decir, donde se propone “nadie debe pagar impuestos”. Esta proposición pasa exitosamente tanto el criterio de universalización como el del principio de no agresión, de modo que, incontestablemente, queda justificado como una situación ética, válida y cuya veracidad puede ser conocida por el hombre que es capaz de entablar una discusión. Para cerrar este punto, solo podemos decir que el pedir que se extienda el padrón de contribuyente, por el motivo que sea, debe ser considerado como una proposición contraria a la ética libertaria, siendo equivalente y no distando mucho a pedir que la esclavitud de extienda universalmente o que el consumo de tabaco se prohíba para todos, porque subjetivamente creemos que aquello es correcto. Como bien señala Frédéric Bastiat en su notable obra La ley: “…la fuerza de un individuo no puede atentar legítimamente contra la persona, la libertad y la propiedad de otro individuo, así también la fuerza común no puede aplicarse legítimamente a destruir la persona, la libertad y la propiedad de los individuos o de las clases” y concluye: “Es evidente que la ley debería tener como objetivo oponer el poderoso obstáculo de la fuerza colectiva a esta funesta tendencia; que debería tomar partido a favor de la propiedad contra la expoliación…Hasta ahora la expoliación la ejercía un pequeño número de individuos sobre la gran mayoría de ellos, como podemos observar en los pueblos en que el derecho a legislar se halla concentrado en unas pocas manos. Pero ahora se ha hecho universal y se busca el equilibrio en la expoliación universal. En lugar de extirpar lo que la sociedad contiene de injusticia, ésta se generaliza. Tan pronto como las clases desheredadas recuperan sus derechos políticos, lo primero que se les ocurre no es liberarse de la expoliación (lo cual supondría una inteligencia que no poseen), sino organizar un sistema de represalias contra las demás clases y en su propio perjuicio, como si fuera preciso, antes de que llegue el reino de la justicia, que una cruel retribución viniera a golpear a todas las clases, a unas a causa de su iniquidad, a otras a causa de su ignorancia”.
Hasta ahora reproducimos la ética de la argumentación de Hoppe, de modo que tuviéramos un criterio objetivo para diferenciar entre acciones justas e injustas; siguiendo a Bastiat concluimos que ningún criterio de eficiencia económica podría justificar el extender el cobro de impuestos, por ser esta una acción contraria a la ética y principios libertarios. ¿Eso es todo? Evidentemente no. Todavía nos queda un punto por tratar, a saber: el cómo se puede aprovechar la presente situación para formular una estrategia que vaya acorde a las ideas de la libertad.
Seamos claros, la informalidad, tal y como la conocemos ahora, no es del todo color rosa. Uno de los más grandes efectos de la informalidad son los vendedores ambulantes, es decir, personas de escasos recursos que se ven forzados a proveer bienes y servicios que no poseen un establecimiento fijo, es decir que se asientan sobre los espacios “públicos” o, en su defecto, que realizan sus operaciones sobre la propiedad de alguien más. Esto inevitablemente lleva a un conflicto de intereses: El vendedor quiere vender, digamos, en la plaza principal pero los demás visitantes no le quieren precisamente ahí. Esta tragedia de los bienes comunes se resolvería con la existencia de títulos de propiedad privada para dichos espacios, de modo que sea el propietario quien tenga la última palabra sobre si el vendedor, o cualquier otra persona, tiene el permiso para ingresar y realizar cualquier otra actividad. Mientras, volviendo a nuestro caso específico, vemos vendedores ambulantes en calles, plazas o terrenos circundantes a otros mercados ya establecidos. Esto es una consecuencia de la acción estatal, pues la misma existencia de los bienes comunes lleva a estas discordancias y que, en última instancia, se llegan a resolver mediante la coacción y la arbitrariedad.
La informalidad sólo nace como categoría gracias a la acción estatal; sin Estado, es decir sin impuestos, toda la economía sería “informal”, pero solo en el sentido de que no tendrían que ofrecer una parte de sus ganancias a un ente coactivo. Es por eso que es totalmente incorrecto decir que la informalidad es algo característico del libre mercado. No podría estar más lejos de la verdad. La informalidad, como mencionamos se debe principalmente a que 1) Existe un ente llamado Estado que separa en dos a los productores: los que ceden y los que no ceden parte de sus ingresos y 2) La inexistencia de títulos de propiedad bien definidos, que permitan que sea, en última instancia, el propietario quien decida sobre el manejo y uso de su propiedad. En una situación de libre mercado puro todos seriamos “informales” en el sentido de que nadie tendría que pagar impuestos, pero sería una “informalidad” radicalmente distinta a la que presenciamos hoy y esa categoría automáticamente caería en desuso por ser bastante inadecuada para los efectos que pretendemos describir. Lo mismo puede decirse del “mercado negro”, que surge como consecuencia de la regulación y control estatal en determinados sectores de la economía; en la sociedad libre de interferencias estatales, todos serian libres de colocar en el mercado sus bienes y servicios, lo que torpemente podría ser descrito como un “mercado negro” generalizado a toda la economía.
Ahora bien, habiendo mencionado algunos de los problemas de la informalidad, en este caso el conflicto de intereses que surge de la acción estatal como ente “público”, hay que reconocer que la situación de alta informalidad puede llegar a ser altamente efectiva para la causa de la libertad. En efecto, ya mencionamos que el Estado no se financia por medios voluntarios, sino por la coacción que implican los impuestos; debe quedar claro que los impuestos son cargosos y un aumento de los mismos siempre genera cierto malestar entre la población –mayor cantidad de impuestos, menor cantidad de dinero que pueden gastar en otros bienes y servicios que sí podrían escoger acorde a sus gustos y criterios personales–. Esto también se aplica con el impuesto silencioso, es decir, la inflación. Ahora bien, si el gobierno no ve aumentada su base de contribuyentes, es decir, la cantidad de ingresos que percibe se mantiene, mientras que sus gastos, debida a la naturaleza expansiva del Estado, aumentan, inevitablemente se verá forzado a recurrir a otros medios. Si no es por nuevos impuestos, el sector informal se lo impido, o por el aumento de los ya existentes, esto generaría descontentos y restan apoyo electoral, entonces su única alternativa es la de la expansión crediticia, cuyos efectos destructivos en la economía ya han sido descritos con lujo de detalle. Luego, si el gobierno no puede aumentar su base impositiva, y los riesgos de la expansión se hacen cada vez más notorios con cada ciclo económico recurrente, queda en evidencia que es esa pequeña base de pagadores de impuestos quienes tendrían que fungir de Atlas, cargando con todo el peso de los programas del Estado sobre sus hombros. El que sean estos pocos hombres y mujeres quienes con su trabajo financien la acción estatal es una estrategia formidable para despertar la conciencia en los individuos sobre lo monstruoso que es el tamaño actual del Estado, como estaríamos mejor si no se metiera tanto, o de plano no lo hiciera, en nuestras vidas, y que existen, en efecto, otras alternativas a la acción estatal. El Estado se sustenta en la opinión pública, si esta no le favorece, verá sus aspiraciones limitadas. Es así que podemos decir que el Estado avanza hasta donde la opinión pública se lo permite; si esta es consciente de que solo esta pequeño grupo de productores mantiene a toda la casta política, y cuidamos de que no se caiga en el error de querer generalizar los impuestos hacia los que no lo pagan, podríamos lograr una auténtica reducción del tamaño del Estado, desmantelando sus funciones hasta que las mismas caigan en niveles “tolerables” para los que lo financian. Como ya señalaba Rothbard, esta estrategia por la libertad no se limita a “llegar a niveles de explotación tolerables” sino que busca erradicarlas totalmente, aunque de manera paulatina y progresiva.
De este modo, y solo de este modo, se lograría cambiar la pregunta “¿Quiénes más deben pagar impuestos?” a “¿Por qué deberían pagar más personas impuestos? ¿No es suficiente con lo que ya se paga?” y de este modo se llegaría, progresivamente, al punto en el que la gente deje atrás esas preguntas y plantee una nueva “¿Por qué debo pagar impuestos, en primer lugar?”. Este será un triunfo en la estrategia por la libertad y que, de forma paralela, se mantendría acorde en todas sus etapas, conservando coherencia entre medios y fines. El fin es claro, la libertad.
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