En los últimos días surgió la polémica que versaba sobre la informalidad de la economía boliviana, que rondaría el 70% de la totalidad del comercio y de cómo aquello constituiría, o no, un problema serio y agudo para las finanzas del Estado y sus contribuyentes. Me propongo tratarlo bajo una óptica libertaria e intentare brindar un veredicto concluyente sobre esta situación, mismo que deberá estar orientado a una estrategia en favor de la libertad.
Comencemos, pues, con lo que parece primero en orden: definir la informalidad. Entendemos por informalidad a toda actividad económica que no se encuentra regulada por la acción estatal, es decir, aquel empresario cuyo negocio no se encuentra suscrito al padrón de contribuyentes y, por tanto, no paga impuestos, de modo que no contribuye a las finanzas del Estado. De ahí que sea una prioridad para todo Estado el eliminar la informalidad, pues, de este modo aumentan la cantidad de contribuyentes que soportan los gastos en que incurren –salarios de políticos y funcionarios, gastos administrativos y en menor medida la financiación de obras y servicios “públicos”– aunque tocaremos este tema in extenso más adelante.
Ya definimos qué es la informalidad, ahora me propongo exponer un criterio ético con el cual juzgar si, en definitiva, la informalidad debe ser considerado como algo bueno o malo, justo o injusto, deseable o aborrecible, o, podría darse el caso, de que fuera algo totalmente indiferente para los asuntos humanos. Comenzare exponiendo, de la forma más breve y concisa posible, la que considero es la teoría ética más sólida y sistemática hasta la fecha: la ética de la argumentación. La misma fue formulada por pensadores, no necesariamente libertarios, de la talla de Jürgen Habermas y Karl Otto Apel, y llevada hasta sus últimas consecuencias lógicas por el filósofo y economista Hans-Hermann Hoppe, muchas veces malinterpretado y leído desde el prejuicio.
La idea de Hoppe es la siguiente: Vivimos en un mundo rodeado de escasez, debido a esto surgen los problemas éticos del tipo: “Yo quiero hacer algo con el bien A y tú quieres hacer algo diferente con el mismo”. Lo mismo podría decirse con relación al cuerpo que poseemos, también escaso: “Yo quiero hacer tal cosa con mi cuerpo y tú quieres hacer otra distinta con el mismo”. De estar en el Jardín del Edén, nos dice Hoppe, ningún tipo de conflicto interpersonal podría surgir, eso al existir la superabundancia de bienes que hoy consideramos escasos. Pero, dado que no vivimos en el Jardín del Edén, es necesario establecer una serie de normas que regulen las relaciones interpersonales, cosa que conocemos como ética. En busca de un criterio objetivo e incontestable para formular una ética, nos damos cuenta que todo reclamo de validez o verdad se decide en el transcurso de una argumentación. Uno no puede negar que todo reclamo de verdad se realiza a través de una argumentación, pues inmediatamente se vería en una contradicción al estar argumentando. Uno tampoco puede negar los criterios de validez o verdad, en tanto que uno debería, como mínimo, considerar su reclamo como verdadero y valido, cayendo nuevamente en contradicción. Luego, uno no argumenta con palabras que carecen de sentido y mucho menos lanza puro ruido cuando entabla una discusión; al contrario, toda argumentación, al ser una subclase de acción, es un asunto práctico, que persigue un objetivo y que por tanto cuenta con normas intersubjetivas que hacen, precisamente, que una argumentación sea un tipo específico de acción. Al argumentar, uno presupone que lo que dice tiene sentido, esto sobre bases objetivas y lógicas, que escapan de las diferentes limitaciones lingüísticas. Así, yo puedo decir “Sócrates es un hombre” y la idea seguirá siendo la misma, y podrá seguir siendo formulada con la misma estructura, tanto si la digo en inglés, alemán, o farsi. De este modo, los elementos más básicos de la lógica propositiva, tales como “si”, “no”, “algunos”, “todos”, “entonces” son universalmente válidos con independencia de los nombres propios que surjan en la discusión. Si uno no presupone que lo que dice tiene sentido, y nos reprende aduciendo que “no existen normas básicas y objetivas que rigen la actividad argumentativa”, entonces ¿Por qué decir algo en primer lugar? Esa misma proposición debería ser considerada, entonces, como un mero sin sentido, equiparable al ladrido de un perro o al sonido de dos rocas chocando. En efecto, la misma negación de las bases racionales de la argumentación tendría que ser elaborada empleando los mismos elementos que pretende negar, volviendo evidente la contradicción. Continuando, ya reconocimos que la argumentación no consiste en simplemente lanzar al aire palabras vacías o sonidos carente de significado, sino que es un asunto practico; por tanto, para que una argumentación lleve a algún lado presupone la existencia o participación de como mínimo dos partes que sean capaces de llevar a cabo una argumentación y comprender los criterios de verdad y validez. Uno se vuelve consiente de aquello cuando repara que no se ve envuelto en discusiones con armarios, tostadoras o mosquitos. Luego, si la argumentación es un subtipo de acción, es una acción práctica, y presupone como mínimo dos partes para llevar a cabo el intercambio, se sigue que toda argumentación presupone el control exclusivo del propio cuerpo. Al contradecir que uno es el propietario exclusivo de su propio cuerpo, uno primero debería presuponer dicho principio para estar en orden de lanzar esa promoción en primer lugar, es decir, al negarlo actuó sin antes recibir el permiso de otra persona para llevar a cabo dicha negación, demostrando que, en efecto, reconoce el control sobre su propio cuerpo y que acaba de caer en una insalvable contradicción. Siempre que el proceso de argumentación continúe, el reconocimiento del otro como unidad de acción y toma de decisiones independiente se mantiene. Esto significa que, con independencia del proceso de argumentación, uno siempre puede estar de acuerdo en que se está en desacuerdo. Con lo cual, el decir “Yo digo que eso no es así” presupone el control sobre uno mismo, así como presupone el control del otro sobre su cuerpo al tratar de convencerle de lo contrario, caso contrario ¿Para qué abrir la boca en primer lugar? Uno no discute con arbustos para terminar convenciendo a personas, de la misma manera que uno no discutiría ni argumentaría con quien no se posee a sí mismo, sino con quien, hipotéticamente, sería el dueño. Las dos alternativas al control exclusivo sobre el propio cuerpo, la del control exclusivo de un tercero y la del control parcial se muestran falaces por lo siguiente: 1) Suponiendo como verdadera la primera alternativa, la del control exclusivo por parte de un tercero, notaríamos que incluso en este caso suponemos el control del tercero sobre su propio cuerpo, no podría ser de otra forma. Entonces, surge la pregunta ¿Cómo puede el amo ser dueño de su propio cuerpo pero el esclavo no? La respuesta es que no existe respuesta afirmativa valida, en tanto que buscar responder esta cuestión lanzando una proposición presupondría el control sobre nuestro cuerpo, haciendo notable la contradicción. Más adelante se verá como el criterio de universalización sería un segundo criterio para invalidar esta alternativa. 2) En el segundo caso, el del control parcial, tendríamos que toda decisión debería tomarse en base a un consenso argumentativo, pues todos seria poseedores del cuerpo de todos, de modo que el conflicto, al no existir un único propietario, surgiría inmediatamente. “¿Y qué?” podrían preguntarnos, a lo que tendríamos que responder algo que ya hicimos explícito al comienzo: argumentar es una acción práctica, busca un objetivo; el tener que esperar a que la totalidad de las personas se pusieran de acuerdo sobre qué tengo que hacer con mi cuerpo sería una contradicción práctica, estaríamos muertos para cuando un acuerdo, si es que llega a darse alguno en primer lugar, de esa naturaleza se alcanzase. Además, existe otra inconsistencia en este postulado, a saber, que el mismo hecho de argumentar es actuar, con lo cual, cuando nos pusiéramos a discutir sobre qué debería hacerse con mi cuerpo ya habrían reconocido su auto-posesión para estar en orden de proponer que debo hacer en primer lugar, es decir, se habría actuado sin un consenso previo en busca de dicho consenso, haciendo aún más profunda la contradicción de este postulado. De este modo se demuestra que la única postura congruente con la acción argumentativa es la del control exclusivo sobre el cuerpo de uno mismo. Sin embargo, esto no es todo, puesto que uno no puede limitarse a decir que uno es el propietario de su propio cuerpo, sino que también ha de reconocer que la argumentación presupone la propiedad sobre otros bienes escasos. Debido a que el hombre es un ser con cuerpo escaso y que precisa de hacerse con bienes escasos para sobrevivir y llevar a cabo cualquier argumentación, es que se concluye que el hombre es también dueño de aquellos bienes sobre los cuales es primer ocupante a través de mezclar su trabajo con los recursos previamente desocupados de la naturaleza. Esto nos brinda un criterio objetivo para delimitar la propiedad de bienes escasos, de la misma manera que lo dicho anteriormente nos brinda un criterio para delimitar la propiedad de uno mismo. Ahora bien, debe reconocerse que el principio del primer ocupante es la única que puede defenderse de forma congruente mediante un proceso argumentativo: El mismo hecho de estar vivos presupone la propiedad sobre esos bienes que ocupamos primero, sin el derecho a hacernos con esos bienes que previamente no pertenecían a nadie cesaríamos de existir y la argumentación, acción práctica, dejaría de tener sentido. Argumentando en sentido contrario, es decir, que la propiedad sobre los bienes escasos, muy aparte del propio cuerpo que ya reconocimos como necesariamente perteneciente a quien argumenta, no se logra a través de la mezcla del trabajo de uno con la naturaleza inmaculada implicaría que uno se haría con la propiedad de dichos bienes por simple decreto, es decir, sencillamente reclamando ser su dueño, con independencia de si uno, en efecto, ha empleado su trabajo en su elaboración o si los mismos estaban o no previamente desocupados. El problema de todo esto es evidente: ¿Qué hacer en caso de reclamos contrarios sobre una misma cosa? No existe criterio objetivo y universalmente valido que nos diga qué hacer en esta situación, a menos que reconozcamos que la propiedad corresponde a quien primero ocupó dicho bien, mezclando su trabajo con la naturaleza, tal y como diría John Locke. Esta idea, a todas luces falaz, abre la posibilidad de que uno pueda reclamar la posesión sobre el bien escaso que es el cuerpo de otra persona ¡simplemente por manifestar serlo! No hace falta volver al punto de que esto sería una contradicción, con lo cual queda descartado de entrada. Así concluimos que toda argumentación no solo presupone el control sobre el propio cuerpo, sino sobre los medios que hacen posible la mantención del mismo y que han sido obtenidos mediante el principio de primer ocupante. A lo presentado hasta este punto podemos llamarlo el a priori de la argumentación.
Adicionalmente, y siguiendo con la idea de que todos los involucrados en una argumentación son capaces de argumentar y reconocer los conceptos de verdad y validez, Hoppe nos presenta el principio de universalización, es decir, que toda proposición ética, tal y como lo formularia Immanuel Kant con su imperativo categórico, debe ser capaz de ser aplicable para todas las personas como un principio general y universal, de ahí el nombre. Así, solo las normas que no implican una discriminación en base a clases pueden considerarse como justas. Solo aquellas normas que discriminan –entendiendo discriminar como la acción de separar o catalogar acorde a un criterio; dejamos fuera el criterio peyorativo y tan en boga con el que se emplea el termino, al menos de momento– en base a la naturaleza objetiva de las cosas pueden ser validas, por ejemplo aquellas que discriminen a los productores de los no-productores. Nadie aceptaría leyes de esclavitud si supiese de antemano que sería esclavo, aunque se vería tentado a aceptarlas y promoverlas si supiera que llegaría a ser esclavista. Nadie que sea pelirrojo aprobaría una ley que propusiese el exterminio de las personas de cabello colorado.
La unión de estos dos criterios, por delante el de universalización y por último el de la argumentación, nos permite desarrollar un cuerpo ético sistemático y al cual hemos llegado a través y en virtud de nuestra razón como seres capaces de actuar y argumentar. Así, podríamos de entrada desechar como injusta una ley que pretendiera legalizar la esclavitud, pues no pasaría nuestro primer filtro, a saber, el criterio de universalización, al buscar discriminar dos clases de personas en base a cualquier arbitrariedad. Pero el criterio de universalidad no es suficiente por sí mismo; piénsese que pasaría si uno propusiese la siguiente norma: “Todos tienen el derecho a golpear en la cabeza a todos los demás”. Para nuestra sorpresa, esta norma pasa con éxito el criterio de universalidad, con lo cual procede someterla al criterio de la argumentación. Al examinarla bajo este segundo criterio, nos damos cuenta de que es totalmente injustificable, en la medida en que implica el desconocimiento de la propiedad de uno mismo sobre su propio cuerpo, que ya podríamos bien llamar principio de no agresión (PNA).
Volviendo al comienzo mismo de nuestra argumentación, hemos de recordar que “todo reclamo de validez o verdad se decide en el transcurso de una argumentación”, de modo que si demostramos que una proposición implica salirse de los lineamientos de cualquier argumentación, tal como el no reconocimiento de la propiedad de uno mismo sobre su propio cuerpo, demostraríamos igualmente que dicha proposición carece de validez y no puede ser considerada como justa, bajo ningún criterio. Podemos bien llamar “agresivas” o tachar de “invasión” a aquellas proposiciones que implican el desmarcarse de los supuestos presentes en toda argumentación. De esto se sigue que toda acción que no respeta el control exclusivo de una persona sobre su propio cuerpo y de los bienes escasos que llega a poseer por el principio de primer ocupante, como bien lo explica John Locke, es una acción agresiva. No menciono el intercambio contractual, pues todo acuerdo contractual presupone dos personas independientes y que en virtud de su reconocimiento mutuo ven la oportunidad de emprender una acción mutuamente beneficiosa, el intercambio; es decir, antes de que exista intercambio debe existir la apropiación original y antes de esta el reconocimiento de la propiedad sobre uno mismo. Lo que debería ser evidente, llegados a este punto, es que existen bastantes situaciones actuales que no pueden ser justificadas en forma alguna, y que solo en virtud de la exposición sistemática del a priori de la argumentación pueden ser reconocidas como auténticamente injustificables. El ejemplo más claro de estas situaciones es el cobro de impuestos. Los impuestos se cobran con independencia de la voluntad de los contribuyentes. Nadie pide que le cobren impuestos, incluso si lo hiciese, dejarían de ser impuestos –el mismo nombre “impuesto” nos señala su naturaleza coactiva y no voluntaria– y se volverían una simple transacción dentro de marcos contractuales, pero en forma alguna podrían extenderse al resto de ciudadanos que terminan por sufrir estas consecuencias. El que yo pida más impuestos no se sigue que a los demás se les debería cobrar, igualmente, impuestos nuevos. Solo el lenguaje orwelliano podría llamar a esta agresión, incluso si no se realiza oposición activa por parte de quien la sufre, como una acción voluntaria. Por último, si es tan voluntaria, ¿Por qué no puedo simplemente dejar de pagar impuestos? La naturaleza de todo contrato voluntario es que requiere del consentimiento de ambas partes y cuando el consentimiento termina, también lo hace el acuerdo. Un trabajador renuncia, un cartel se disuelve, una organización se separa. El ciudadano no puede separarse del Estado, del mismo modo que el esclavo no podía desligarse, incluso si llegara a demostrar por medios argumentativos de la insostenibilidad de dicho proceder, de su amo. Con esto queda demostrado de forma categórica que el impuesto es, por su naturaleza coactiva, no voluntaria e impositiva, una práctica éticamente injustificable.
Hasta ahora he demostrado que cualquier tipo de impuesto es contrario a cualquier estrategia que abogue por la libertad; en la segunda parte del presente artículo intentaré presentar cómo la presente situación de informalidad puede transformarse en una estrategia para la libertad, sin la necesidad de aumentar la cantidad de personas que tendrían que pagar impuestos y a su vez reduciendo el tamaño del Estado.
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