Históricamente la importancia de la cultura en los campos de participación liberal ha sido una tradición arraigada desde la segunda mitad del siglo XX, hubo una actitud apática de parte de la intelectualidad liberal sobre el campo de la batalla cultural. Probablemente los vestigios de este fenómeno se circunscriben en dos dimensiones: la transformación del intelectual en un académico obsesionado por la especialización de su técnica (humanística o científica) y el imperio del economicismo en las formas del pensamiento general.
El intelectual, por presión correlacional a la especialización de los mecanismos de producción, fue declinando su vigencia en las formas del pensamiento holístico, lo cual le permitía emitir opiniones o tratados sobre las coyunturas culturales-político-sociales, todo a partir del cultivo del yo, construyéndose así como un intelectual que hablaba y escribía de lo que la sociedad (en general) vivía o conocía. Sin embargo, eso ya era escaso, el intelectual ligado a la cultura se encerró en los claustros de la especialización académica, dejó de ser político, y si defendía una causa era cercana a la política marxista, pues era el único pensamiento que al oponerse a la especialización vehemente del mercado, le abría espacios para su expresión holística vinculada con temas de ‘interés popular’. De esta forma, el intelectual (paradigmático de la cultura) se recluyó en los salones universitarios al no encontrar plaza en la demanda de ‘nuevos intelectuales’ que el mercado estaba construyendo. Precisamente, ese nuevo molde de ‘intelectuales’ fue manufacturado por el imperio del economicismo, la difusión cultural del liberalismo ya no contemplaba el arte como medio, sino que lo veía como una mercancía baladí, lo importante eran los datos, las gráficas y el crecimiento económico.
Es innegable, a mi consideración, la importancia de estos tópicos, pero el ‘intelectual’ economicista no es más que un académico ignorado, que solo contempla entre su público lo que cabe en un salón de clases y sus lectores, lo que cabe en un auditorio de colegas y estudiantes. ¿Tienen repercusión? Claro que lo tienen, pero en círculos espectrales, detrás de los grandes cambios políticos, están ahí, pensando proyectos y ejecutando informes. Ellos son necesarios para el desarrollo y el progreso de la sociedad, quizás son los más importantes, pero excluir el frente cultural de todo ese desarrollo es síntoma de analfabetismo filosófico, de ignorancia sobre los comportamientos sociales, hechos que determinarán la permanencia o desplome de cualquier sistema de ideas.
No propongo aquí una politización del arte, tampoco una anulación de los análisis económicos como una forma de difundir el liberalismo, pero es que no podemos considerar intelectuales a especialistas académicos que dan una charla especializada sobre economía (por ejemplo), ellos pueden ser destacados tecnócratas, pero confundirlos con intelectuales es pernicioso, pues no tienen la intención de comprender la sociedad de forma holística, no para llegar a una verdad, sino para explicar un comportamiento social de forma compleja, que además conecte con el horizonte de los individuos en comunidades.
El intelectual no puede solamente significar un pensador que desarrolla ideas, si lo circunscribimos a este concepto cerrado, el liberalismo traicionaría a sus raíces, a sus grandes figuras y soterraría sus aspiraciones de recuperar plazas en el campo cultural, espacio que más cerca se encuentra del individuo, pues si la música es el lenguaje universal entre idiomas, la cultura es la concatenación universal de arquetipos (casi nigrománticos). Los deseos históricos del ser humano tienden hacia el misticismo: emperadores mundiales, control de la naturaleza, vida eterna, amor perenne. No digo que el liberalismo debe enfocarse en idealismos, sino que debería tratar de comprender las reminiscencias sociales de los fenómenos materiales (economía, derecho, ciencia). Este es un trabajo que han hecho muy bien los intelectuales de izquierdas, hijos cautelosos de Gramsci.
Apostemos por un entendimiento más complejo del intelectual, pues la trinchera que está al frente de la batalla cultural contemporánea se está bifurcando: el intelectual (paradigmático de la cultura) está volviendo a quedarse en una trinchera deshabitada, mientras que el académico especialista en economía y ciencias jurídicas tiene reservada toda la apuesta, pero como ya lo hemos vivido históricamente, esta estrategia de guerra es crónica de una muerte anunciada. Otra de las tareas pendientes es convertir a ese académico en un intelectual, preparado para competir en un mercado donde las izquierdas herederas de Gramsci dominan de forma eficiente y aplomada. El horizonte es luminiscente para el liberalismo, pero es urgente aprovechar esta curva creciente para pensar en las estrategias que nos llevaron a la estigmatización, y de esta forma, no ser un viento frugal y efímero en el verano saudí.