RESUMEN: Planteamiento del problema social. — Que la sociedad se rige por leyes naturales, inmutables y absolutas. — Que la propiedad es la base de la organización natural de la sociedad. — Definición de la propiedad. — Enumeración de los ataques que actualmente se realizan al principio de propiedad.
EL CONSERVADOR. Debatamos juntos, sin animosidad, los temibles problemas que se han planteado en estos últimos tiempos. Usted que hace una guerra feroz contra las instituciones actuales, usted que las defiende, con reservas ¿qué quieren?
EL SOCIALISTA. Queremos reconstruir la sociedad.
EL ECONOMISTA. Queremos reformarla.
EL CONSERVADOR. Oh soñadores, amigos míos, no pediría nada más si eso fuera posible. Pero ustedes persiguen quimeras.
EL SOCIALISTA. ¡Eh! querer que el reino de la fuerza y del engaño deje por fin paso al de la justicia; querer que los pobres dejen de ser explotados por los ricos; querer que cada uno sea recompensado según sus actos, ¿sería entonces perseguir una quimera?
EL CONSERVADOR. Este Ideal que todos los utópicos persiguen desde el principio del mundo lamentablemente no se puede realizar en la tierra. ¡Los hombres no están destinados a alcanzarla!
EL SOCIALISTA. Creo justo lo contrario. Hemos vivido hasta el día de hoy en el seno de una organización social imperfecta, viciosa. ¿Por qué no se nos debería permitir cambiarla? Si la sociedad está mal hecha, decía el Sr. Louis Blanc1, ¿no podemos rehacerla? ¿Son eternas e inmutables las leyes sobre las que se basa esta sociedad gangrenada hasta la médula? Quienes las hemos sufrido hasta ahora, ¿estamos condenados a sufrirlas para siempre?
EL CONSERVADOR. Dios lo quiso así.
EL ECONOMISTA. Cuidado con invocar el nombre de Dios en vano. ¿Está usted seguro de que los males de la sociedad provienen realmente de las leyes en las que esta se basa?
EL SOCIALISTA. ¿De dónde vendrían?
EL ECONOMISTA. ¿No será que estos males tuvieron su origen en violaciones de las leyes fundamentales de la sociedad?
EL SOCIALISTA. ¡Suponiendo que estas leyes existan!
EL ECONOMISTA. Hay leyes económicas que gobiernan la sociedad, así como hay leyes físicas que gobiernan el mundo material.
Estas leyes tienen por esencia la Utilidad y la Justicia. Lo que significa que, observándolas de manera absoluta, estamos seguros de actuar de manera útil y justa para nosotros mismos y para los demás.
EL CONSERVADOR. ¿No está usted exagerando un poco? ¿Existen realmente, en las ciencias económicas y morales, principios absolutamente aplicables a todos los tiempos y todos los lugares? Nunca he creído, lo confieso, en principios absolutos.
EL ECONOMISTA. ¿En qué principios cree usted entonces?
EL CONSERVADOR. ¡Dios mío! Creo, al igual que todos los hombres que han observado de cerca las cosas de este mundo, que las leyes de la justicia y las reglas de la utilidad son esencialmente móviles, variables. Creo, por lo tanto, que ningún sistema universal y absoluto puede basarse en estas leyes. El Sr. Joseph de Maistre2 solía decir: En todas partes vi hombres, pero en ninguna parte vi al hombre. ¡Pues! bien, creo que se puede decir, igualmente, que hay sociedades que tienen leyes particulares, propias de su naturaleza, pero no hay una sociedad regida por leyes generales.
EL SOCIALISTA. Sin duda, ya que queremos fundar esta sociedad unitaria y universal.
EL CONSERVADOR. Sigo coincidiendo con el Sr. de Maistre en que las leyes nacen de las circunstancias y que no tienen nada de fijo… ¿No saben ustedes que una ley considerada justa en una nación suele ser considerada inicua en otra? El robo estaba permitido, bajo ciertas condiciones, en Lacedemonia3; la poligamia es legal en Oriente, la castración es tolerada allí. ¿Dirían ustedes, pues, que los lacedemonios eran ladrones desvergonzados y que los asiáticos son infames libertinos? ¡No! si consideran las cosas con cordura, dirán que los lacedemonios, al permitir el robo, obedecían a las exigencias particulares de su situación, y que los asiáticos, tanto al autorizar la poligamia como al tolerar la castración, están sujetos a la influencia de su clima. ¡Relean a Montesquieu! Concluirán que la ley moral no se manifiesta en todos los lugares y en todas las épocas de la misma manera. Concluirán que la justicia no tiene nada de absoluto. Verdad de este lado de los Pirineos, error más allá, decía Pascal. ¡Vuelvan a leer a Pascal!
Lo que es cierto de lo justo no lo es menos de lo útil. Habla usted de las leyes de la utilidad como si fueran universales y permanentes. ¡Qué profundo error el suyo! ¿Ignora usted que las leyes económicas han variado y siguen variando hasta el infinito al igual que las leyes morales?… Usted objetará que las naciones desconocen sus verdaderos intereses al adoptar legislaciones económicas, diversas y móviles. Pero usted tendrá en su contra la experiencia de los siglos. ¿No está probado, por ejemplo, que Inglaterra obtuvo su fortuna gracias al régimen prohibitivo? ¿No fue la famosa acta de navegación de Cromwell el punto de partida de su grandeza marítima y colonial? Sin embargo, acaba de abandonar este régimen tutelar. ¿Por qué? Porque ha dejado de serle útil, porque la arruinaría después de haberla enriquecido. Hace un siglo, el libre comercio habría sido fatal para Inglaterra; pero ahora da un nuevo impulso a la industria y el comercio británicos. ¡Las circunstancias han cambiado tanto!
Sólo hay movilidad y diversidad en el dominio de lo Justo y lo Útil. Creer, como parece hacer usted, en la existencia de principios absolutos es desviarse lamentablemente, es desconocer las condiciones mismas de existencia de las sociedades.
EL ECONOMISTA. Por lo tanto, usted piensa que no hay principios absolutos ni en la moral ni en la economía política; piensa que todo es móvil, variable, diverso tanto en la esfera de lo justo como en la de lo útil; piensa que la Justicia y la Utilidad dependen de lugares, tiempos y circunstancias. ¡Pues! bien, los socialistas son de la misma opinión que usted. ¿Qué dicen ellos? Que se necesitan leyes nuevas para los tiempos nuevos. Que ha llegado el momento de cambiar las viejas leyes morales y económicas que rigen las sociedades humanas.
EL CONSERVADOR. ¡Crimen y locura!
EL SOCIALISTA. ¿Por qué? Hasta el momento ustedes han gobernado el mundo, ¿por qué no lo gobernaríamos nosotros ahora? ¿Son ustedes de una naturaleza superior a la nuestra? ¿O pueden afirmar que nadie está más apto que ustedes para gobernar a los hombres? ¡Apelamos a la voz universal! Consulten a los miserables que languidecen en los bajos fondos de sus sociedades, y pregúntenles si están satisfechos con la suerte que les han dejado sus legisladores. Pregúntales si creen que han obtenido una parte equitativa de los bienes de la tierra. Sus leyes… ¡Eh! si no las hubiesen hecho en el interés egoísta de una clase, ¿sería esta clase la única que prosperaría? ¿Por qué entonces seríamos criminales al establecer leyes que beneficien a todos por igual?
Nos acusa de atentar contra los principios eternos e inmutables sobre los que descansa la sociedad, la religión, la familia, la propiedad. Pero, tal como usted mismo confiesa, no hay principios eternos e inmutables.
¡La propiedad! pero, a los ojos de sus juristas, ¿qué es la propiedad? Una institución puramente humana, una institución que los hombres han fundado, decretado y que, por lo tanto, son libres de abolir. Además, ¿acaso no la han modificado incesantemente? ¿Se parece la propiedad actual a la propiedad egipcia o romana, o incluso a la propiedad medieval? En el pasado se admitía la apropiación y explotación del hombre por el hombre; ustedes ya no la admiten hoy, al menos legalmente. En la mayoría de las sociedades antiguas la propiedad del suelo estaba reservada al Estado; ustedes han puesto la propiedad territorial al alcance de todo el mundo. No obstante, se han negado a reconocer plenamente ciertas propiedades; le han negado al inventor la propiedad absoluta de su obra, al hombre de letras la propiedad absoluta de su libro. También han entendido que la sociedad debe ser protegida contra los excesos de la propiedad individual, y han promulgado la ley de expropiación por utilidad pública.
¡Y bien! ¿qué hacemos nosotros? Limitamos la propiedad un poco más todavía; la sometemos a restricciones más numerosas, a cargas más pesadas en el interés público. ¿Somos tan culpables? Este camino por donde andamos, ¿no son ustedes quienes lo trazaron?
¡La familia! pero ustedes admiten que legítimamente pudo tener, en otros tiempos y en otros países, una organización diferente de la que hoy prevalece entre nosotros. ¿Por qué entonces se nos prohibiría volver a modificarla? Todo lo que el hombre ha hecho, ¿no lo puede también deshacerlo?
¡La religión! ¿pero sus legisladores no han dispuesto siempre de ella a su antojo? ¿No empezaron por autorizar la religión católica excluyendo a las demás? ¿No terminaron permitiendo todos los cultos y financiando algunos de ellos? Si ellos pudieron regular las manifestaciones del sentimiento religioso, ¿a nombre de qué se nos prohibiría regularlas ahora?
Propiedad, familia, religión, ceras blandas que tantos legisladores han marcado con sus huellas sucesivas, ¿por qué no las marcaríamos también con las nuestras? ¿Por qué debemos abstenernos de tocar cosas que otros han tocado tan a menudo? ¿Por qué tendríamos que respetar reliquias cuyos custodios no tuvieron reparos en profanar?
EL ECONOMISTA. La lección es bien merecida. Conservadores que no admiten ningún principio absoluto, preexistente y eterno, ni en la moral ni en la economía política, ningún principio igualmente aplicable a todos los tiempos y a todos los lugares, es allí a donde llevan sus doctrinas. Se voltean contra ustedes. Después de escuchar a sus moralistas y juristas negar las leyes eternas de lo justo y de lo útil para poner en su lugar no sé qué recursos pasajeros, hay mentes aventureras y apasionadas que, sustituyendo las concepciones de ustedes por las suyas, quieren gobernar el mundo después de ustedes y de otra manera. Y si ustedes tienen razón, oh conservadores, cuando afirman que ninguna regla fija y absoluta preside el arreglo moral y material de los asuntos humanos, ¿podemos condenar a estos reorganizadores de la sociedad? La mente humana no es infalible. Sus legisladores pueden haber errado. ¿Por qué no podrían otros legisladores hacerlo mejor?
Cuando Fourier4, ebrio de orgullo, exclamó: Todos los legisladores antes de mí se han equivocado, y sus libros sólo sirven para ser quemados, ¿no podía él, según ustedes, estar en lo cierto? Si las leyes de lo Justo y de lo Útil provienen de los hombres, y si corresponde a los hombres modificarlas según los tiempos, los lugares y las circunstancias, ¿no estaba justificado Fourier al decir, consultando la historia, este largo martirologio de los pueblos, que las antiguas legislaciones sociales habían sido concebidas en un falso sistema, y que había que organizar un nuevo estado social? Al afirmar que ningún principio absoluto y sobrehumano rige las sociedades, ¿no han abierto ustedes las esclusas a las grandes aguas de la utopía? ¿No han autorizado ustedes al primero en llegar a rehacer estas sociedades que pretenden haber formado? ¿No es el socialismo un desborde de sus propias doctrinas?
EL CONSERVADOR. ¿Y qué podemos hacer? Conocemos bien, espero que usted me crea, el defecto de nuestra coraza. Así que nunca hemos negado absolutamente el socialismo. ¿Qué discurso tenemos, mayormente, frente a los socialistas? Les decimos: Entre ustedes y nosotros no hay más que una cuestión de tiempo. Están equivocados hoy, pero tal vez tendrán razón dentro de trescientos años. ¡Esperen!
EL SOCIALISTA. ¿Y si no queremos esperar?
EL CONSERVADOR. Entonces, ¡qué lástima por ustedes! Dado que, sin prejuzgar nada sobre el futuro de sus teorías, las consideramos inmorales y subversivas en el presente, las perseguiremos a ultranza. Las suprimiremos como la guadaña suprime la cizaña… Los enviaremos a atacar las actuales instituciones de la religión, la familia y la propiedad en nuestras prisiones y bagnes5.
EL SOCIALISTA. Tanto mejor. Contamos en gran medida con la persecución para hacer avanzar nuestras doctrinas. El más bello pedestal que se le puede dar a una idea es un patíbulo o una hoguera. Múltennos, encarcélennos, depórtennos… no pedimos nada mejor. Si pudieran restablecer la Inquisición contra los socialistas, estaríamos seguros del triunfo de nuestra causa.
EL CONSERVADOR. Todavía podemos prescindir de este remedio extremo. Poseemos la Mayoría y la Fuerza.
EL SOCIALISTA. Hasta que la Mayoría y la Fuerza se pongan de nuestro lado.
EL CONSERVADOR. ¡Oh! Soy consciente de que el peligro es inmenso, pero resistiremos hasta el final.
EL ECONOMISTA. Y perderán la partida. Conservadores, ustedes son impotentes para conservar la sociedad.
EL CONSERVADOR. Esa es una aseveración muy firme.
EL ECONOMISTA. Veremos si es infundada. Si ustedes no creen en principios absolutos, deben ¿no es cierto? considerar a las naciones como agregados ficticios, sucesivamente constituidos y perfeccionados por la mano del hombre. Estos agregados pueden tener principios e intereses similares, pero también pueden tener principios e intereses opuestos. Lo que es justo para uno puede no serlo para otro. Lo que es útil para éste puede ser perjudicial para aquél. Pero ¿cuál es el resultado necesario de este antagonismo de principios e intereses? La guerra. Si es verdad que el mundo no se rige por leyes universales y permanentes, si es verdad que cada nación tiene sus propios principios e intereses, intereses y principios que varían esencialmente según las circunstancias y los tiempos, ¿no está la guerra entonces en la naturaleza de las cosas?
EL CONSERVADOR. Es cierto que nunca hemos soñado con la paz perpetua como este digno abad de Saint-Pierre6. El Sr. Joseph de Maistre ha demostrado además perfectamente que la guerra es indestructible y necesaria.
EL ECONOMISTA. ¿Así que admite usted y, de hecho, no puede dejar de admitir que el mundo está eternamente condenado a la guerra?
EL CONSERVADOR. La guerra existió en el pasado, existe en el presente, ¿por qué debería dejar de existir en el futuro?
EL ECONOMISTA. Sí, pero en el pasado, la inmensa mayoría de las poblaciones estaba compuesta por esclavos y siervos. En ese entonces, los esclavos y los siervos no leían periódicos, no frecuentaban clubes y no sabían qué era el socialismo. ¡Mire usted a los siervos de Rusia! ¿No son acaso una masa que el despotismo amolda a su antojo? ¿No la convierte, según su voluntad, en carne de trabajo o carne de cañón?
EL CONSERVADOR. Es evidente que la servidumbre tenía algo bueno.
EL ECONOMISTA. Desafortunadamente, ya no hay forma de reestablecerla entre nosotros. Así que ustedes ya no tienen esclavos ni siervos. Tienen multitudes de trabajadores necesitados, a los que no pueden prohibir la libre comunicación del pensamiento, a los que, por el contrario, están obligados a brindar cada día los conocimientos generales de manera más accesible. ¿Impedirán que estas multitudes, ahora soberanas, abreven de la fuente envenenada de los escritos socialistas? ¿Impedirán que escuchen a los soñadores que les dicen que una sociedad donde la multitud trabaja mucho para ganar poco, mientras que por encima de ella viven hombres que ganan mucho trabajando poco, es una sociedad viciosa y hay que cambiarla? ¡No! por mucho que proscriban los sistemas socialistas, ustedes no impedirán que se produzcan y se propaguen. La prensa pondrá a prueba sus defensas.
EL CONSERVADOR. ¡Ay! ¡La prensa, esa gran envenenadora!
EL ECONOMISTA. Por más que la amordacen o la proscriban, nunca lograrán matarla. Es una hidra cuyos millones de cabezas desafiarían el brazo de Hércules.
EL CONSERVADOR. Si tuviéramos una buena monarquía absoluta…
EL ECONOMISTA. La prensa mataría a la monarquía absoluta como mató a la monarquía constitucional y, en su defecto, los libros, los folletos y la conversación serían suficientes.
Pues bien, hoy, para hablar solo de la prensa, esta poderosa ballesta ya no solo está dirigida contra el gobierno, está dirigida contra la sociedad.
EL SOCIALISTA. Sí, desde hace unos años la prensa funciona, ¡gracias a Dios!
EL ECONOMISTA. Antaño ella provocaba revoluciones para cambiar la forma de gobierno; hoy las provoca para cambiar la forma de sociedad. ¿Por qué no tendría éxito en este empeño como lo hizo en el otro? ¡Ay! Si las naciones estuvieran totalmente resguardadas contra las luchas externas, tal vez siempre lograríamos controlar las facciones violentas y anárquicas internas. Pero, tal como usted mismo admite, la guerra exterior es inevitable, porque los principios y los intereses son móviles, diversos, y nadie puede garantizar que la guerra, perjudicial para ciertos países hoy, no les será útil mañana. Ahora bien, si ustedes solo tienen fe en la Fuerza para domar el socialismo, ¿cómo lograrán entonces contenerlo, cuando se vean obligados a voltear contra el enemigo exterior esta Fuerza que es su razón suprema? Si la guerra es inevitable, ¿el advenimiento del socialismo revolucionario no lo es también?
EL CONSERVADOR. ¡Desgraciadamente! lo temo. Así que siempre he pensado que la sociedad marcha a grandes pasos hacia su ruina. Somos griegos del Bajo Imperio, y los bárbaros están a nuestras puertas.
EL ECONOMISTA. ¿Así que a este punto han llegado? Ustedes se desesperan por los destinos de la civilización y ven surgir la barbarie esperando la hora suprema en la que habrá desbordado sus últimas murallas. Ustedes son griegos del Bajo Imperio… ¡Eh! si es así, entonces dejen entrar a los bárbaros. O mejor, vayan delante de ellos y entréguenles humildemente las llaves de la ciudad sagrada. Tal vez consigan desarmar su furia. Pero tengan cuidado con redoblarla prolongando inútilmente su resistencia. ¿Acaso no cuenta la historia que Constantinopla fue saqueada y que el Bósforo arrastró sangre y cadáveres durante cuatro días? Oh griegos del nuevo Bajo Imperio, teman a la suerte de sus mayores y, por favor, ahórrennos la agonía de una resistencia vana y los horrores de un asalto. Apresúrense a entregar Bizancio, si Bizancio no puede ser salvado.
EL SOCIALISTA. ¿Admite usted entonces que el futuro es nuestro?
EL ECONOMISTA. ¡Dios no lo quiera! pero pienso que sus adversarios hacen mal en resistirlos si no confían en vencerlos, y pienso que al no aferrarse a ningún principio fijo e inmutable, han dejado de contar con la victoria. Los conservadores son impotentes para conservar la sociedad, eso es todo lo que quería demostrar. Ahora les diré a ustedes, organizadores, que serían impotentes para organizarla. Pueden tomar Bizancio y saquearlo, pero no sabrían cómo gobernarlo.
EL SOCIALISTA. ¡Qué sabe usted! ¿Acaso no tenemos múltiples organizaciones?
EL ECONOMISTA. Acaba usted de poner el dedo en la herida. ¿A qué secta socialista pertenece? por favor dígame, ¿Es usted sansimoniano7?
EL SOCIALISTA. No, el sansimonismo está desgastado. Originalmente era una aspiración más que una fórmula… Y los discípulos echaron a perder la aspiración sin encontrar la fórmula.
EL ECONOMISTA. ¿Falansterio8?
EL SOCIALISTA. Es seductor, pero la moral del fourierismo es muy escabrosa.
EL ECONOMISTA. ¿Cabetista?
EL SOCIALISTA. Cabet9 es una mente ingeniosa pero incompleta. No entiende nada, por ejemplo, de las cosas del arte. Imagínese usted que en Icaria se pintan las estatuas. Las figuras de Curtius10 son el Ideal del arte icariano. ¡Bárbaro!
EL ECONOMISTA. ¿Proudhoniano?
EL SOCIALISTA. Proudhon, ¡ah! que hermoso destructor ¡Qué bien derriba! Pero, hasta ahora, sólo ha sabido fundar su banco de cambio11. Y eso no es suficiente.
EL ECONOMISTA. Ni sansimoniano, ni fourierista, ni cabetista, ni proudhoniano. Pues, ¿entonces qué es usted?
EL SOCIALISTA. Soy Socialista
EL ECONOMISTA. ¡Pero nuevamente! ¿A qué variedad de socialismo pertenece usted?
EL SOCIALISTA. A la mía. Estoy convencido de que el gran problema de la organización del trabajo no está resuelto aún. Hemos despejado el terreno, hemos puesto los cimientos, pero aún no hemos levantado el edificio. ¿Por qué no buscaría yo, como cualquier otro, edificarlo? ¿Acaso no me anima el amor puro por la Humanidad? ¿Acaso no he estudiado la Ciencia y meditado largamente sobre el Problema? Y creo poder afirmar que… ¡no! todavía no… hay algunos puntos que no están del todo aclarados (señalando su frente), pero la idea está ahí… y ya verán más adelante.
EL ECONOMISTA. Es decir, que usted también busca su organización del trabajo. Usted es un socialista independiente. Tiene su propia Biblia. Por cierto, ¿y por qué no? ¿Por qué no recibiría usted el espíritu del Señor como cualquier otro? Pero también, ¿por qué otros no lo recibirían como usted? Estas son muchas organizaciones del trabajo.
EL SOCIALISTA. Tanto mejor, el pueblo podrá elegir.
EL ECONOMISTA. ¡Bien! por la mayoría de los votos. Pero, ¿qué hará la minoría?
EL SOCIALISTA. Ella se someterá.
EL ECONOMISTA. ¿Y si ella se resiste? Incluso admitiendo que ella se someta, de buena o mala gana, y se ponga en marcha la organización adoptada por la mayoría de los votos, ¿qué pasará si alguien, usted, yo, cualquier otro, descubre una organización superior?
EL SOCIALISTA. Eso no es probable.
EL ECONOMISTA. Al contrario, es muy probable. ¿No cree usted en el dogma de la perfectibilidad indefinida?
EL SOCIALISTA. Ciertamente. Creo que la Humanidad sólo dejará de progresar dejando de ser.
EL ECONOMISTA. Ahora bien, ¿de qué depende principalmente el progreso de la humanidad? Si hay que creer en sus doctores, es la sociedad quien hace al hombre. Cuando la organización social es mala, el hombre permanece estacionario o retrocede; cuando la organización social es buena, el hombre se desarrolla, progresa…
EL SOCIALISTA. ¿Qué podría ser más cierto?
EL ECONOMISTA. ¿Hay entonces algo más deseable en el mundo que hacer progresar la organización social? Y si es así, ¿cuál debería ser la preocupación constante de los amigos de la humanidad? ¿No será inventar, combinar organizaciones cada vez más perfectas?
EL SOCIALISTA. Sí, sin duda. ¿Qué mal le ve usted?
EL ECONOMISTA. Veo una anarquía permanente allí. Se acaba de implementar una organización y funciona, mal que bien, porque no es perfecta…
EL SOCIALISTA. ¿Por qué no?
EL ECONOMISTA. ¿La doctrina de la perfectibilidad indefinida no excluye la perfección? Además, le acabo de citar media docena de organizaciones y no quedó satisfecho con ninguna de ellas.
EL SOCIALISTA. Esto no prueba nada contra las que vendrán después. Entonces, por ejemplo, tengo la firme convicción de que mi sistema…
EL ECONOMISTA. Fourier pensaba que su mecanismo era perfecto y, sin embargo, usted no quiere el mecanismo de Fourier. Asimismo, habrá gente que no querrá el suyo. Así que una organización, buena o mala, está en aplicación. La mayoría está satisfecha con ella, pero la minoría no. De ahí un conflicto, una lucha. Y fíjese, aunque la organización futura tiene una tremenda ventaja sobre la organización actual, todavía no hemos sentido los defectos. Con toda probabilidad, terminará ganando… hasta que ella, a su vez, sea reemplazada por una tercera. Pero, ¿cree usted que una sociedad pueda, sin peligro alguno, cambiar de organización diariamente? Vea usted en qué terrible crisis nos ha precipitado un simple cambio de gobierno. ¿Cómo sería si se tratara de cambiar la sociedad?
EL SOCIALISTA. Nos estremecemos solo con pensarlo. ¡Qué desperdicio temible! ¡Ay! el espíritu de innovación, el espíritu de innovación…
EL ECONOMISTA. No importa lo que usted haga, no lo eliminará. El espíritu de innovación existe…
EL CONSERVADOR. Para la desgracia del mundo.
EL ECONOMISTA. No. Sin el espíritu de innovación, los hombres no habrían dejado de alimentarse de bellotas o de pacer en la hierba. Sin el espíritu de innovación, sería usted un grosero salvaje, agazapado en el follaje, en lugar de ser un digno propietario con una casa en la ciudad y otra en el campo, cómodamente alimentado, vestido, alojado.
EL CONSERVADOR. ¿Por qué el espíritu de innovación no se ha mantenido dentro de límites adecuados?
EL SOCIALISTA. ¡Egoísta!
EL ECONOMISTA. El espíritu de innovación no tiene límites. El espíritu de innovación que está en el hombre sólo perecerá con el hombre. El espíritu de innovación modificará perpetuamente todo lo que los hombres han establecido, y si, como usted afirma, las leyes que rigen las sociedades son de origen humano, el espíritu de innovación no se detendrá ante ellas. Las modificará, las cambiará, las transformará mientras la humanidad permanezca en la Tierra. El mundo está destinado a revoluciones incesantes, a eternos desgarramientos, a menos que…
EL CONSERVADOR. A menos que…
EL ECONOMISTA. ¡Pues, bien! A menos que existan principios absolutos, a menos que las leyes que gobiernan el mundo moral y el mundo económico sean leyes preestablecidas como las que gobiernan el mundo físico. Si esto fuera así, si las sociedades hubieran sido organizadas de la mano de la Providencia, ¿no deberíamos nosotros compadecer al pigmeo hinchado de orgullo que intentaría sustituir con su obra la del Creador? ¿No sería tan pueril querer cambiar los cimientos sobre los que se asienta la sociedad como intentar desplazar la órbita terrestre?
EL SOCIALISTA. Sin ninguna duda. Pero, ¿existen estas leyes providenciales? y, aun suponiendo que existan, ¿tienen realmente la Justicia y la Utilidad como sus características esenciales?
EL CONSERVADOR. Esta es una gran impiedad. Si Dios mismo organizó las sociedades, si hizo las leyes que las gobiernan, es evidente que estas leyes son esencialmente justas y útiles, y que los sufrimientos de los hombres provienen de su incumplimiento.
EL ECONOMISTA. ¡Bravo! Pero, a su vez, ¿se debe admitir que estas leyes son universales e inmutables?
EL SOCIALISTA. ¡Y! ¿Qué, no contesta? ¿Ignora usted que la naturaleza sólo procede por leyes universales e inmutables? Y, le pregunto, ¿puede ella proceder de otra manera? Si las leyes naturales fueran parciales, ¿no chocarían entre sí constantemente? Si fueran variables, ¿no condenarían al mundo a perpetuas perturbaciones? Yo no concibo que una ley natural no sea universal e inmutable, al igual que usted no concibe que una ley emanada de la Divinidad no tenga por esencia la Justicia y la Utilidad. Solo que dudo que Dios haya intervenido en la organización de las sociedades humanas. ¿Y sabe por qué lo dudo? Porque sus sociedades están detestablemente organizadas; porque la historia de la humanidad ha sido hasta ahora nada más que la lamentable y espantosa leyenda del crimen y la miseria. Atribuir al mismo Dios la organización de estas sociedades miserables e infames, ¿no sería hacerlo responsable del mal?, ¿no sería justificar los reproches de quienes lo acusan de ser injusto e inhumano?
EL ECONOMISTA. ¡Permítanme intervenir! Del hecho de que estas leyes providenciales existan, no se sigue necesariamente que la humanidad deba prosperar. Los hombres no son cuerpos desprovistos de voluntad y de vida, como esos orbes que ustedes ven moverse en un orden eterno bajo el impulso de las leyes físicas. Los hombres son seres activos y libres; pueden obedecer o no las leyes que Dios les ha dado. Sólo que, cuando no las obedecen, son criminales y miserables.
EL SOCIALISTA. Si eso fuera así, las obedecerían siempre.
EL ECONOMISTA. Sí, si las conocieran; y, si conociéndolas, supieran que la inobservancia de estas leyes los perjudicaría inevitablemente; pero esto es precisamente lo que ignoran.
EL SOCIALISTA. ¿Afirma usted, entonces, que todos los males de la humanidad tienen su origen en la inobservancia de las leyes morales y económicas que rigen las sociedades?
EL ECONOMISTA. Digo que si la humanidad hubiera observado todo el tiempo estas leyes, la suma de sus males hubiera sido, también todo el tiempo, la menor posible. ¿Es eso suficiente para usted?
EL SOCIALISTA. Ciertamente. Pero yo tendría, en verdad, mucha curiosidad por conocer estas leyes milagrosas.
EL ECONOMISTA. La ley fundamental sobre la que descansa toda organización social, y de la que emanan todas las demás leyes económicas, es la PROPIEDAD.
EL SOCIALISTA. ¡La propiedad! ¡Vamos, hombre! Es precisamente de la propiedad de donde proceden todos los males de la humanidad.
EL ECONOMISTA. Afirmo lo contrario. Afirmo que las miserias y las iniquidades que la humanidad no ha cesado de sufrir no provienen de la propiedad; afirmo que provienen de infracciones particulares o generales, temporales o permanentes, legales o ilegales, cometidas contra el principio de la propiedad. Afirmo que si la propiedad hubiese sido, desde el origen del mundo, religiosamente respetada, la humanidad habría gozado constantemente del máximo bienestar que, en cada época, supuso el estado de avance de las artes y las ciencias, así como también de plena justicia.
EL SOCIALISTA. Son muchas afirmaciones. Y usted aparentemente es capaz de probar lo que afirma.
EL ECONOMISTA. Aparentemente.
EL SOCIALISTA. Pues bien, ¡demuéstrelo!
EL ECONOMISTA. No pido nada más que ello.
EL CONSERVADOR. En primer lugar, por favor, defina la propiedad.
EL ECONOMISTA. Lo haré mejor, comenzaré por definir al hombre, al menos desde el punto de vista económico.
El hombre es un compuesto de fuerzas físicas, morales e intelectuales. Estas diversas fuerzas necesitan ser mantenidas constantemente, reparadas por la asimilación de fuerzas similares a ellas. Cuando no se reparan, perecen. Esto es cierto tanto para las fuerzas intelectuales y morales como para las fuerzas físicas.
El hombre está, por lo tanto, obligado a asimilar perpetuamente nuevas fuerzas. ¿Cómo se le informa de esta necesidad? Por el dolor. Cualquier desperdicio de fuerza está acompañado de dolor. Toda asimilación de fuerzas, todo consumo, va acompañado, por el contrario, de goce. Estimulado por este doble pinchazo, el hombre se esfuerza incesantemente por mantener o aumentar la suma de las fuerzas físicas, morales e intelectuales que componen su ser. Esta es la razón de su actividad.
Cuando esta actividad se ejerce, cuando el hombre actúa con miras a reparar o aumentar sus fuerzas, decimos que trabaja12. Si los elementos de los que el hombre extrae las potencialidades que él mismo asimila estuvieran siempre a su alcance y naturalmente preparados para el consumo, su trabajo se reduciría a muy poco. Pero no es así. La naturaleza no ha hecho todo por el hombre; ella le ha dejado mucho por hacer. Si bien ella le proporciona generosamente la materia prima de todas las cosas necesarias para su consumo, le obliga a dar una multitud de formas diferentes a esta materia prima para hacerla consumible.
La preparación de las cosas necesarias para el consumo se llama producción.
¿Cómo se logra la producción? Por la acción de las fuerzas o facultades del hombre sobre los elementos que le proporciona la naturaleza.
Antes de consumir, el hombre está pues obligado a producir. Cualquier producción que implique un gasto de fuerzas provoca una pena, un dolor. Soportamos esta pena, sufrimos este dolor con miras a procurarnos un goce o, lo que es lo mismo, evitarnos un sufrimiento mayor. Obtenemos este goce y evitamos este sufrimiento mediante el consumo. Producir y consumir, sufrir y gozar, esa es toda la vida humana.
EL CONSERVADOR. ¿Qué se atreve usted a decir? A sus ojos, ¿el Goce sería el único fin que el hombre tendría que proponerse en la tierra?
EL ECONOMISTA. No olvide usted que aquí se trata de goces morales e intelectuales, además de goces físicos. No olvide que el hombre es un ser físico, moral e intelectual. ¿Se desarrollará desde este triple punto de vista o se deteriorará? Esa es toda la cuestión. Si descuida sus necesidades morales e intelectuales para satisfacer sólo sus apetitos físicos, se degradará moral e intelectualmente. Si descuida sus necesidades físicas para aumentar sus satisfacciones intelectuales y morales, se deteriorará físicamente. En una u otra eventualidad, sufrirá por un lado, mientras disfruta en exceso por el otro. La sabiduría consiste en mantener el equilibrio de las facultades de las cuales uno está dotado o en producir ese equilibrio cuando este no existe. Pero la economía política no tiene que ocuparse, directamente al menos, de este ordenamiento interior de las facultades humanas. La economía política sólo examina las leyes generales de la producción y el consumo de riqueza. La forma en que cada individuo debe distribuir las fuerzas reparadoras de su ser concierne a la moral.
Sufrir lo menos posible, física, moral e intelectualmente, gozar lo más posible, desde este triple punto de vista, he aquí lo que es, en última instancia, la gran fuerza motriz de la vida humana, el eje en torno al cual se mueven todas las existencias. Este motivo, este pivote se llama Interés.
EL SOCIALISTA. Usted considera el interés como el único motivo de las acciones humanas, y dice que el interés consiste en ahorrarse sufrimientos y procurarse placer. Pero, ¿no hay motivo más noble en el hombre al que se pueda apelar? En lugar de ser excitado por el señuelo inferior de la satisfacción personal, ¿no puede uno serlo por el estimulante más elevado del amor a la humanidad? En vez de ceder al interés propio, ¿no podemos obedecer a la devoción?
EL ECONOMISTA. La devoción es sólo una de las partes constitutivas del interés.
EL CONSERVADOR. ¿Qué significa eso? Olvida usted que la devoción implica sacrificio y el sacrificio implica sufrimiento.
EL ECONOMISTA. Sí, sacrificio y sufrimiento por un lado, pero satisfacción y disfrute por el otro. Cuando uno se dedica al prójimo, uno se condena, la mayoría de las veces al menos, a la privación material, pero a cambio experimenta una satisfacción moral. Si el dolor supera la satisfacción, uno no se sacrifica.
EL CONSERVADOR. ¿Y los mártires?
EL ECONOMISTA. Los mismos mártires me darían un testimonio de apoyo a lo que digo. El sentimiento moral de la religión supera en ellos el instinto físico de autoconservación. A cambio de sus sufrimientos físicos, experimentaron goces morales más intensos. Cuando uno no está provisto de un alto grado de sentimiento religioso, no se expone, al menos voluntariamente, al martirio. ¿Por qué? Porque dado que la satisfacción moral es débil, la encontramos demasiado cara como para soportar el sufrimiento físico.
EL CONSERVADOR. Pero, si esto es así, los hombres en quienes predominan los apetitos físicos, sacrificarán siempre la satisfacción de sus necesidades superiores a las de sus necesidades inferiores. El interés de estos hombres será revolcarse en el fango…
EL ECONOMISTA. Lo sería, si la existencia humana se limitaría a esta tierra. Los individuos en quienes predominan los apetitos físicos no tendrían, en este caso, ningún interés en reprimirlos. Pero el hombre no es, o no cree ser, una criatura de un día. Tiene fe en una existencia futura y se esfuerza por perfeccionarse para ascender a un mundo mejor, en lugar de descender a un mundo peor. Si se priva de ciertas satisfacciones terrenales, es para adquirir satisfacciones superiores en otra vida.
Si no tiene fe en estas satisfacciones futuras o si las cree inferiores a las satisfacciones presentes que la religión y la moral le ordenan sacrificar para obtenerlas, no consentirá a este sacrificio.
Pero ya sea que la satisfacción sea presente o futura, que ella se encuentre en este mundo o en otro, siempre es el fin que el hombre se propone a sí mismo, el motivo constante, inmutable de sus acciones.
EL SOCIALISTA. Ampliado de esta manera, podemos, creo, aceptar el interés como el único motivo de las acciones humanas.
EL ECONOMISTA. Bajo el impulso de su interés, dondequiera que lo coloque, el hombre actúa, trabaja. Corresponde a la religión y a la moral enseñarle a colocarlo bien…
El hombre, por tanto, se esfuerza incesantemente por reducir la suma de sus dolores y aumentar la de sus goces. ¿Cómo puede lograr este doble resultado? Obteniendo, a cambio de menos trabajo, más cosas destinadas al consumo, o, lo que es lo mismo, perfeccionando su trabajo.
¿Cómo puede el hombre perfeccionar su trabajo? ¿Cómo puede obtener el máximo goce a cambio del mínimo esfuerzo?
Pues, dirigiendo bien las fuerzas que tiene a su disposición. Realizando los trabajos que mejor convienen a sus facultades y cumpliendo sus tareas lo mejor posible.
Ahora bien, la experiencia demuestra que este resultado sólo puede obtenerse mediante la más completa DIVISIÓN DEL TRABAJO.
Por lo tanto, los hombres están naturalmente interesados en dividir el trabajo. Pero la división del trabajo implica el acercamiento de los individuos, sociedad, intercambios.
Si los hombres permanecen aislados; si satisfacen sus necesidades individualmente, requerirán un máximo de esfuerzos para obtener un mínimo de satisfacciones.
Sin embargo, este interés que tienen los hombres en unirse para disminuir su labor y aumentar sus goces tal vez no hubiera bastado para acercarlos si no hubieran sido atraídos los unos a los otros primero por el impulso natural de ciertas necesidades que no pueden satisfacerse en el aislamiento, y luego por la necesidad de defender, ¿qué? sus propiedades.
EL CONSERVADOR. ¿Cómo así? ¿Acaso la propiedad existe en estado de aislamiento? Según los jurisconsultos, es la sociedad quien la instituye.
EL ECONOMISTA. Si la sociedad la instituye, la sociedad puede también abolirla, y los socialistas no son tan malvados al exigir su abolición. Pero la sociedad no ha instituido la propiedad; es más bien la propiedad la que ha instituido la sociedad.
¿Qué es la propiedad?
La propiedad emana de un instinto natural del que está dotada toda la especie humana. Este instinto revela al hombre antes de cualquier razonamiento que es dueño de su persona y que puede disponer a su gusto de todas las potencialidades que componen su ser, ya sea que se adhieran a él, o que estén separadas de él13.
EL SOCIALISTA. ¡Separadas! ¿Qué significa eso?
EL ECONOMISTA. El hombre está obligado a producir si quiere consumir. Al producir, gasta, separa de sí mismo una cierta parte de sus fuerzas físicas, morales e intelectuales. Los productos contienen las fuerzas gastadas por quienes los crearon. Pero cuando el hombre separa de sí mismo estas fuerzas, bajo el imperio de la necesidad, no deja de poseerlas. La conciencia humana no se equivoca allí, y condena indistintamente los ataques realizados contra la propiedad interior y la propiedad exterior14.
Cuando negamos al hombre el derecho de poseer la porción de sus fuerzas que él separa de sí mismo trabajando, cuando atribuimos a otros el derecho de disponer de ellas, ¿qué ocurre? Dado que esta separación o gasto de fuerzas implica un dolor, el hombre deja de trabajar a menos que se le obligue.
Suprimir el derecho de propiedad del hombre sobre los productos de su trabajo es impedir la creación de estos productos.
Apropiarse de una parte de estos productos es, asimismo, desalentar la formación de los mismos; es frenar la actividad del hombre debilitando el motivo que lo empuja a actuar.
Asimismo, afectar la propiedad interior; obligar a un ser activo y libre a realizar un trabajo que no emprendería por sí mismo, o prohibirle ciertas ramas de trabajo, desviando por consecuencia sus facultades de su destino natural, es disminuir el poder productivo del hombre.
Cualquier ataque a la propiedad, interior o exterior, separada o no separada, es contraria a la Utilidad tanto como a la Justicia.
¿Cómo se explica entonces que, en todos los tiempos, haya habido ataques a la propiedad?
Todo trabajo implica un gasto de fuerza; y todo gasto de fuerza, un dolor, algunos hombres han querido evitarse este dolor atribuyéndose a la vez la satisfacción que este procura. Por lo tanto, se han dedicado a robar los frutos del trabajo de otros hombres, ya sea despojándolos de sus bienes exteriores o sometiéndolos a la esclavitud. Luego establecieron sociedades regulares para protegerse a sí mismos y a los frutos de su rapiña contra sus esclavos o contra otros captores. Este es el origen de la mayoría de las sociedades.
Pero esta usurpación abusiva de los fuertes sobre la propiedad de los débiles ha sido llevada a cabo sucesivamente. Desde el origen de las sociedades, se ha establecido una lucha incesante entre opresores y oprimidos, expoliadores y expoliados; desde el origen de las sociedades, la humanidad ha tendido constantemente hacia la liberación de la propiedad. ¡La historia está llena de esta gran lucha! Por un lado, ustedes ven a los opresores defendiendo los privilegios que ellos mismos se han otorgado sobre la propiedad de los demás; por el otro, a los oprimidos reclamando la supresión de estos inicuos y odiosos privilegios.
La lucha continúa todavía y sólo cesará cuando la propiedad sea totalmente liberada.
EL CONSERVADOR. ¡Pero ya no hay más privilegios!
EL SOCIALISTA. ¡Pero la propiedad ya tiene demasiadas libertades!
EL ECONOMISTA. La propiedad no es hoy más libre de lo que era antes de 1789. Quizás, incluso lo es menos. Solamente hay una diferencia: antes de 1789, las restricciones al derecho de propiedad beneficiaban a unos pocos; hoy, por lo general, no benefician a nadie, sin por ello ser menos perjudiciales para todos.
EL CONSERVADOR. Pero, ¿dónde ve usted estas restricciones dañinas?
EL ECONOMISTA. Voy a enumerar las principales…
EL SOCIALISTA. Una observación más. Admito de buena gana la propiedad como soberanamente equitativa y útil en el estado de aislamiento. Un hombre vive y trabaja solo. Es perfectamente justo que este hombre goce del fruto de su trabajo solo. No es menos útil que este hombre tenga la seguridad de conservar su propiedad. Pero, ¿puede este régimen de propiedad individual mantenerse equitativa y útilmente en el estado de sociedad?
Puedo admitir también que la Justicia y la Utilidad exigen que se reconozca a cada uno, en este estado como en el otro, la propiedad entera de su persona y de la parte de sus fuerzas que separa de sí mismo al trabajar. Pero, ¿podrían realmente los individuos disfrutar de esta doble propiedad si la sociedad no estuviera organizada para garantizársela? Si no existiera esta indispensable organización; si, mediante un mecanismo cualquiera, la sociedad no distribuyera a cada uno el equivalente de su trabajo, ¿no estaría el débil a merced del más fuerte, no estaría la propiedad de unos perpetuamente invadida por la de otros? Y si cometiéramos la imprudencia de liberar plenamente la propiedad, antes de que la sociedad sea dotada de este mecanismo distributivo, ¿no veríamos acaso multiplicarse las usurpaciones de los fuertes sobre la propiedad de los débiles? ¿La completa liberalización de la propiedad no agravaría el mal, en lugar de corregirlo?
EL ECONOMISTA. Si la objeción fuera fundada, si fuera necesario construir un mecanismo para distribuir a cada uno el equivalente de su trabajo, el socialismo tendría toda la razón de ser y yo sería socialista como usted. Pero este mecanismo que usted quiere establecer artificialmente ya existe naturalmente y funciona. La sociedad está organizada. El mal que usted atribuye a su defecto de organización proviene de los obstáculos que se oponen al libre desarrollo de su organización.
EL SOCIALISTA. ¿Se atreve usted a afirmar que permitiendo a todos los hombres disponer libremente de sus propiedades, en el medio social en que nos encontramos, las cosas se arreglarían por sí mismas de tal manera que el trabajo de cada uno fuera lo más productivo posible, y la distribución de los frutos del trabajo de todos plenamente equitativa?…
EL ECONOMISTA. Me atrevo a afirmarlo.
EL SOCIALISTA. Usted cree que sería superfluo organizar, si no la producción, al menos la distribución, el intercambio, despejar la circulación…
EL ECONOMISTA. Estoy seguro de ello. Deje hacer a los propietarios, deje pasar las propiedades y todo se arreglará de la mejor manera.
Pero nunca hemos dejado hacer a los propietarios; nunca hemos dejado pasar las propiedades.
Juzgue usted.
¿Se trata del derecho de propiedad del hombre sobre sí mismo; del derecho que posee para usar libremente sus facultades, siempre y cuando no cause daño a la propiedad ajena? En la sociedad actual los cargos más elevados y las profesiones más lucrativas no son libres; no se puede ejercer libremente las funciones de notario, sacerdote, juez, ujier, corredor de bolsa, bróker, médico, abogado, maestro; no se puede ser libremente impresor, carnicero, panadero, empresario de pompas fúnebres; no se puede fundar libremente ninguna asociación comercial, ni banco, ni compañía de seguros, ni gran empresa de transporte, construir libremente ningún camino, establecer libremente ninguna institución de caridad, vender libremente tabaco, pólvora, salitre, transportar cartas, acuñar monedas; uno no puede concertar libremente con otros trabajadores para fijar el precio del trabajo. La propiedad del hombre sobre sí mismo, la propiedad interior, está impedida por todos lados.
La propiedad de los frutos del propio trabajo, la propiedad exterior, no lo es menos. La propiedad literaria o artística y la propiedad de las invenciones sólo son reconocidas y garantizadas por un período breve. La propiedad material generalmente es reconocida a perpetuidad, pero está sujeta a una multitud de restricciones y gravámenes. La donación, la herencia y el préstamo no son libres. El intercambio está fuertemente gravado tanto por los impuestos de transferencia, registro y timbre fiscal, los octrois15 y las aduanas, como por los privilegios concedidos a los agentes que sirven de intermediarios en ciertos mercados; a veces también el intercambio está completamente prohibido más allá de ciertos límites. Por último, la ley de expropiación por causa de utilidad pública amenaza incesantemente la pequeña porción de Propiedad que las otras restricciones han escatimado.
EL CONSERVADOR. Todas las restricciones que acaba de enumerar han sido establecidas en el interés de la sociedad.
EL ECONOMISTA. Es posible; pero aquellos que las establecieron fueron desafortunados en hacerlo, pues todas actúan, en diferente grado, y algunas con una potencia considerable, como causas de injusticias y de daños a la sociedad.
EL CONSERVADOR. Entonces, al destruirlas, disfrutaríamos de un verdadero paraíso en la tierra.
EL ECONOMISTA. No digo eso. Digo que la sociedad se encontraría en la mejor situación posible, teniendo en cuenta el grado actual de avance de las artes16 y las ciencias.
EL SOCIALISTA. ¿Y usted se compromete a demostrarlo?
EL ECONOMISTA. Sí.
EL CONSERVADOR Y EL SOCIALISTA. ¡Es usted un utopista!