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Costa Rica es un país pequeño, con poco más de cinco millones de habitantes, siete provincias y una riqueza natural incomparable. Ubicada en Centroamérica, es como un puente entre los hemisferios norte y sur del continente. Es reconocida, entre otras cosas, por su sólida historia democrática y una gran calidad humana; además, en algún momento, fue galardonada como: «El país más feliz del mundo» y sigue destacando en ese interesante indicador.

No obstante, las cosas han cambiado.

Las instituciones han perdido credibilidad; el nivel educativo, la seguridad y la calidad de los servicios de salud brindados por el gobierno han decaído sustancialmente. Estos servicios, otrora pilares de una sociedad en crecimiento, muestran serios problemas. De hecho, hoy vemos peores resultados en las pruebas PISA, récord de homicidios y listas de espera interminables para obtener una cita o una operación en los hospitales públicos. 

Lo anterior, ciertamente debería hacernos reflexionar algunas cuestiones, verbigracia: ¿es la solución mantener una gran cantidad de instituciones? O más bien, ¿es el crecimiento de la burocracia estatal el camino correcto para sacarnos de los problemas que esa misma burocracia ha causado? Parafraseando al Premio Nobel de Economía Milton Friedman: la solución de los gobiernos a los problemas suele ser tan mala como los problemas que intentan resolver, o incluso peor.

Un estudio reciente publicado por el medio digital “Primera Línea” revela que en los años 90 se crearon 58 entes públicos, y actualmente contamos con la monstruosa cifra de 362 instituciones. Para colmo, el Ministerio de Planificación, la Contraloría y la Caja del Seguro Social ni siquiera pueden confirmar con exactitud cuántas instituciones existen, o sea, ni ellos mismos lo saben.

En términos aritméticos, hemos creado casi dos instituciones por cada año de vida independiente y una por cada 13,000 ciudadanos. Más allá de los números, es importante destacar una realidad cruda e incómoda: todas estas oficinas las pagamos nosotros. Los salarios de los empleados, los alquileres, las operaciones administrativas, los consumibles, las fiestas navideñas, los vehículos, los pluses y las convenciones colectivas, todo lo pagamos los

ciudadanos que vivimos, consumimos, comerciamos y proyectamos nuestras vidas en Costa Rica. 

Vemos marchas de estudiantes que reclaman derechos, condiciones especiales y tratos diferenciados ante la ley, no defienden al sistema educativo ni la asignación de becas, sino a una institución en particular, exigiendo cada vez más presupuesto sin rendir cuentas sobre cómo se administra el dinero, que es de todos. 

¿Qué diría John Locke al ver cómo estos conceptos han sido tergiversados hasta el punto de forzar a otros a costear lo que uno considera un derecho? Es casi risible escuchar a un joven decir «tengo derecho a la educación», sin analizar primero que nadie le está impidiendo matricularse en un centro educativo, incluso cuando quiere estudiar una carrera con poco o nulo mercado laboral. Esto será un problema para el estudiante en unos años, y para el sistema en general, pues no se verá una retribución tangible que garantice su continuidad.

Los rectores universitarios hacen berrinches cuando no se les asigna el presupuesto que esperaban, sabiendo que un alto presupuesto significa poder político. Estatistas. 

Resulta curioso que cuando alguien critica este sistema, algunos lo tildan de amenaza para la democracia, sin embargo, una cosa son las instituciones y otra la separación de poderes, o el método de elección de nuestros gobernantes. Insisto, no tiene nada que ver una cosa con la otra. 

Tal vez, lo que realmente temen es que la sociedad civil cuestione si una entidad estatal debería existir o no, o si debiese fusionarse con otra o ser auditada para verificar si cumple su propósito. De no ser así, los responsables deberían pagar por su negligencia, y los ciudadanos deberían beneficiarse del cierre de esa entidad, con la correspondiente reducción de impuestos que aliviaría la pesada carga impositiva que sufrimos todos.

La tragedia de los comunes es un ejemplo perfecto de lo que sucede en nuestras tierras: los intereses egoístas de unos pocos se anteponen a los intereses generales. A diferencia del sector privado, donde la oferta y la demanda regulan intereses particulares, aquí estos son financiados con dinero público. 

Es hora de dejar el dicho de que la educación y la salud son gratis, o que la Caja es de los costarricenses. «Es de todos», nos dicen, «¡hay que cuidarla y fortalecerla!»; lo que es de todos, no es de nadie, como dicen por ahí.

Las instituciones del gobierno están al servicio del pueblo, no al revés. Si no cumplen su labor, no deberían existir, si no aportan valor, no deberían estorbar, y si fueron creadas como agencias de empleo para contratar militantes, ganar votos y pagar favores políticos, el eje de la discusión debe cambiar drásticamente. 

Basta de hablar de presupuestos como si los recursos fueran ilimitados. Y, por último, ¡basta ya de ensuciar el nombre de mi país! 

Costa Rica es un país pequeño, con poco más de cinco millones de habitantes, que quiere progreso, desarrollo y libertad.

Sentido común para tomar decisiones.

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