Estamos próximos a celebrar en noviembre el trigésimo primer aniversario de la caída del Muro de Berlín y con ello todo lo que esto implica: el fin de un sistema económico y político cercenador de libertades, productor de miseria, generador de odio y violencia, imperialista y totalitario; pero sobre todo celebramos el fin (o al menos eso pretendo creer) de aquella idea obsoleta, absurda, errónea y llena de fanatismo que busca la confrontación y el resquebrajamiento del tejido social para imponerse. Me refiero a la tesis del imperialismo como estado supremo del capitalismo, pero sobre todo aquella que dice que la riqueza de los pocos es producto de la pobreza de los muchos. Que una gran parte de la población es pobre porque otros son ricos.



Sería obvio pensar que, con la caída del régimen comunista, y con ello sus ideas desfasadas, los países de todo el mundo pudieran vislumbrar de una vez por todas el camino correcto a seguir para alcanzar la prosperidad. De hecho, muchos países así lo hicieron y aplicaron medidas que lograron conciliar tanto al sector empresarial con los trabajadores, eliminado leyes que atacaban a unos para supuestamente proteger a otros. Todo parecía claro y las reformas que debían llevarse a cabo estaban a la orden del día en cualquier país con un poco de raciocinio y sentido común. 

Lamentablemente en Ecuador eso nunca ocurrió.

El actual código de trabajo de nuestro país nació en 1938, es decir, 82 años atrás cuando el discurso imperante de la época veía en el empresario y el capitalista aquel chivo expiatorio causante de todos nuestros males y penurias, de tal suerte que la única manera de eliminar estas injusticas pasaba por fomentar la lucha de clases y exigir al Estado que castigue a los malvados acaparadores de bienestar mediante leyes que distribuyan su riqueza y la repartan entre todo el proletariado, “verdadero generador de esa riqueza que le era extraída de manera injusta”.

Mientras en otros países dicha retórica demostraba su inviabilidad en la práctica y adoptaban medidas conciliadoras entre estos dos sectores de la sociedad (capitalistas y trabajadores), en Ecuador y otros países tercermundistas este discurso confrontacional todavía seguía fresco, producto de años de aplicación de políticas populistas y demagogas generadoras de injusticia, pobreza, desigualdad, falta de oportunidades y miseria que creaban ese caldo de cultivo perfecto para el resentimiento y la envidia, de tal manera que el caudillo de turno solo debía decir lo que aquellas masas resentidas y despojadas querían escuchar: “su pobreza es la razón por la que ellos son ricos, por eso la única solución es quitar lo mucho que ellos tienen y dársela a ustedes”. Así, el caudillo lograba engatusar a este amplio espectro de la población y al llevar a la práctica las reformas que prometía, la pobreza, en lugar de disminuir, aumentaba, generando un mayor descontento y resentimiento, lo que su vez se traducía en una mayor radicalización de ese discurso de quitar a los pocos para dar a los muchos. El círculo vicioso se retroalimentaba solo.

Lamentablemente este círculo vicioso es la razón de que los ecuatorianos no hayamos sido capaces de construir instituciones inclusivas, que ofrezcan seguridad de la propiedad privada, un sistema jurídico imparcial, servicios públicos que proporcionen igualdad de condiciones, permitan la entrada de nuevas empresas y dejen que cada persona elija la profesión a la que se quiere dedicar. En lugar de ello, prevalecieron y se fortalecieron instituciones extractivas con el claro objeto de extirpar rentas y riquezas de un subconjunto de la sociedad para beneficiar a un subconjunto distinto.

Las causas de todas estas malas decisiones residen en que la sociedad no ha podido comprender jamás el verdadero espíritu de la Ley y por ello la misma ha sido desvirtuada de su propósito original, que era el de asegurar y garantizar la vida, la libertad y la propiedad de todas las personas, en una palabra, proteger a los individuos de la expoliación. En su lugar, dicha expoliación ha estado siempre organizada por la ley en beneficio de las clases que la hacen. Ayer eran las grandes oligarquías criollas y terratenientes herederos del orden político-administrativo de la corona española; hoy, los grandes sindicatos, los movimientos obreros y cierta porción de la población organizada en torno a caudillos locales o nacionales y partidos políticos populistas de todos los colores.

La lógica detrás de esta manipulación en la formulación de leyes radica en que los otrora expoliados, al encontrarse con el poder de confeccionar las mismas, en lugar de hacer que cese la expoliación legal, aspiran en su lugar a introducir sus intereses en la formulación de las nuevas regulaciones. De tal forma que tan pronto como las clases desheredadas recuperaron sus derechos políticos, lo primero que se les ocurrió no fue ni ha sido librarse de la expoliación, sino organizar un sistema de represalias contra las demás clases y en su propio perjuicio.

Tan claro es el panorama ecuatoriano que se ha desenvuelto en torno a las relaciones empleado-empleador, que difícilmente podemos crear consensos que busquen proteger a ambos motores de prosperidad de la sociedad. En su lugar, cada uno de estos actores intenta llevar agua a su propio molino, de manera que el país vive sometido en una enorme presión social, política y económica que nos tiene anclados en el tercermundismo más abyecto, sin poder vislumbrar señales de esperanza ni de cambios racionales orientados a proteger a cada individuo del expolio organizado en torno a las instituciones políticas y económicas actuales.

Resulta sumamente complicado, y sobre todo agotador, luchar constantemente por crear aquellos espacios que nos permitan dejar de lado nuestras diferencias y encontrar mecanismos que nos impulsen a estrechar nuestros lazos de fraternidad, dejando atrás ciertas dogmas y paradigmas que buscan únicamente la confrontación ficticia entre sectores sociales y que crean falsas luchas y rivalidades para aprovecharse de la revuelta generada artificialmente. Empleados y trabajadores, clase obrera y clase capitalista, no son enemigos naturales. Cada uno es complemento del otro. No existen empresarios sin trabajadores ni trabajadores sin empresarios. La lucha de clases, como lo dijo Ludwig von Mises, no es el principio constructor de la sociedad porque la destrucción y el aniquilamiento son incapaces de construir algo.

En ese orden de ideas, son claras las reformas que debemos hacer y una de ellas pasa por eliminar ese Código de Trabajo obsoleto, desfasado, expoliador e injusto que provoca desempleo, ineficiencia, gasto de capital humano, desincentivos, confrontaciones, violaciones de libertades individuales y económicas, polarización social, falta de oportunidades y pobreza; y crear un moderno Código del Trabajo inspirado en los nuevos paradigmas y realidades que un mundo globalizado nos exige. Aquello no significa vulnerar o desconocer derechos laborales, únicamente se refiere a poner los pies sobre la tierra y devolver a la Ley ese espíritu de garantizar y proteger a los individuos contra la expoliación. 

Pero es obvio, y no me cabe la más mínima duda, de que en dicho proceso se va a llegar a herir la sensibilidad de ciertos sectores, sobre todo de aquellos que logran extraer réditos económicos y políticos y se benefician de las confrontaciones que el actual Código de Trabajo genera. Las consecuencias serán que quienes se benefician del “muro de Berlín” laboral pondrán el grito en el cielo, invocarán los “derechos adquiridos”; indicarán que la Constitución y el Estado deben proteger con más regulaciones a las clases trabajadoras. Alegarán que al otorgar más privilegios a los trabajadores acosta de sus empleadores aquellos se enriquecerán y podrán gastar más, generando un círculo virtuoso que al final impulsará el progreso del país.

El pensador liberal Frederic Bastiat tenía clara la respuesta contra estos argumentos: ¡No presten oídos a estos sofismas! Pues precisamente la sistematización de estas ideas es la que ha llevado y llevará a institucionalizar con más fuerza la expoliación legal, generando más miseria y falta de oportunidades que actualmente sufren millones de ecuatorianos.

Necesitamos ser enfáticos en el hecho de que al analizar el código de trabajo actual y proponer reformas, las mismas deben ir encaminadas a eliminar todo tipo de privilegios que actualmente contiene ese nefasto “muro de Berlín”. Debemos ser minuciosos al momento de determinar qué es realmente un derecho y qué constituye un privilegio. Puede sonar difícil en un principio, debido a que estos sectores mal llamados representantes de los trabajadores evocarán multitud de frases bien adornadas bajo palabras como solidaridad, justicia social, filantropía o fraternidad; y precisamente por tal motivo debemos ser mucho más hábiles y perspicaces al momento de desenmascararlos y exponer sus verdaderos intereses, que no son más que lograr una mayor pauperización de los trabajadores para crear redes clientelares a las cuales les prometerán el oro y el moro a costa de desangrar a los empresarios y crear rivalidades ficticias que desencadenarán inevitablemente en conflictos, confrontaciones, violencia y una democratización de la pobreza y el hambre, seguido de una ruptura del tejido social y del orden civilizatorio.

El Ecuador no puede soportar por más tiempo leyes institucionalizadoras de la expoliación. El país no aguanta ideales fantoches y mentirosos. Mientras países vecinos como Colombia y Perú se proyectan al futuro con reformas que atraigan la prosperidad, en Ecuador seguimos estancándonos y hundiéndonos por la aplicación de medidas tercermundistas propias de inicios del siglo XX y leales a proyectos totalitarios e inhumanos como el marxismo-leninismo, que ve en el progreso de los pocos la miseria de los muchos y que propone como alternativa el odio, el resentimiento, la envidia y la violencia.

Por ello, el objetivo que debemos perseguir es la conciliación entre empresarios y trabajadores, fomentar la libertad de asociación y la libertad contractual, facilitar la inserción en la economía y el trabajo formal, fomentar la inversión y el ahorro para crear nuevas fuentes de empleo, apoyar a las pequeñas y medianas empresas, eliminar privilegios y acabar con el entorpecimiento estatal. El Ecuador no aguanta más esta situación, es tiempo de que, acompañados por la lógica y la razón, los ecuatorianos sigamos el mismo ejemplo que los alemanes y los países de Europa oriental en 1989 y tumbemos los vestigios de ideas fracasadas que siguen presentes en muchas de nuestras leyes y que solo fortalecen nuestro anclaje al tercermundismo.

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