La cacerola es un grito. Es el emblema de la rebelión individual de los barrios. La cacerola es una forma de expresión autónoma que solo la maneja cada ciudadano cuando, donde y como quiere. Nadie es llevado. Nadie es obligado. El que sale a la calle a juntarse con sus vecinos y a protestar está ejerciendo sus derechos en plenitud. Sin miedos, en forma pacífica y en libertad. El ruido que produce un elemento tan cotidiano y familiar como una cacerola es una forma de levantar la voz para que el gobierno escuche. No son los partidos los que convocan. Ni los sindicatos ni los centros de estudiantes. Es la bronca acumulada y auto convocada. Son los indignados argentinos que saben que una persona que grita se escucha más que un millón que callan.
Las redes sociales, como su nombre lo indica, son la forma más moderna y eficiente de comunicación comunitaria. Es la sociedad civil que actúa en red. Solo las unifica un reclamo. O varios, porque cada uno tiene su reclamo. A algunos les taladra el bolsillo la inflación y están hartos de las mentiras descaradas del oficialismo. Otros, los más desgarrados, perdieron algún familiar que fue asesinado por una inseguridad que el gobierno niega. Muchos saben, que más de dos períodos es monarquía y no quieren manosear ni violar la Constitución Nacional. Algunos se quejan del autoritarismo. De la prepotencia y del abuso de poder que significa la utilización del estado como si fuera propio y como forma de castigo al que piensa distinto. Muchos no soportan que se ataque la justicia como nunca antes en democracia, mientras los escándalos que involucran a la (vice?) presidente de la Nación, Cristina Elisabet, por ejemplo, se van enterrando en las arenas movedizas de los tribunales. Esas son cacerolas que quieren destapar la olla nauseabunda de la corrupción. Y eso es pelear por la honradez y la decencia, presupuesto básico del sistema republicano.
Conozco vecinos que jamás se interesaron por la política pero que se sintieron humillados durante el cacerolazo anterior porque el monopolio mediático estatal, que pagamos todos, ocultó y censuró una expresión tan genuina de la democracia participativa. Pero ahora decidieron salir para que nadie más los trate como estúpidos. Hoy no se puede tapar el cielo con las manos. Internet, entre otras cosas, es un democratizador de la información. Hasta el muro de Berlín se cayó a pedazos cuando los del otro lado se enteraron de lo que pasaba. Hoy se puede ver en la computadora todo lo que pasa. No hay gobierno que pueda ocultar lo que realmente pasa. Y ese es el talón de Aquiles del cristinismo. Pueden insultar a los que participan. Los pueden acusar de golpistas de extrema derecha, de gorilas, de tilingos y de todo lo que se les ocurra. Pero no harán otra cosa que potenciar y multiplicar las columnas que marchan hacia el Obelisco.
Alberto y su gobierno tienen una gran dificultad para entender lo que no controlan. No entienden bien lo que pasa cuando no lo organizan ellos. Acusan a miles y miles de argentinos de cosas que no piensan. ¿Habrá entre la multitud algún facho que añore el terrorismo de estado? ¿Habrá algún tarado que ensucie la concentración con una bandera repudiable o con carteles cargados de odio contra Cristina? Es probable. Tal vez tres o cuatro energúmenos aprovechen la espontaneidad de la marcha y la ausencia de liderazgos para intentar malversar el contenido del grito de las cacerolas. Y si eso ocurre, allí estarán los para-periodistas K para mostrarlo en sus pantallas como si fuera lo esencial. Entre un océano de gente, siempre se puede colar algún salvaje. Pero el árbol no tiene que tapar el bosque. El 8N quedará en la historia como el día en que miles y miles de argentinos se hicieron escuchar.
Muchos de ellos todavía no saben a quién votar. Todavía no saben bien lo que quieren. Pero están haciendo su experiencia y ya saben bien lo que no quieren. No quieren una cacerolacracia porque saben que el único que gobierna es el que gana las elecciones. Pero tampoco quieren una democradura en donde el que gana se siente dueño de todo y va por todo. Hay que escuchar el grito de las cacerolas y no silenciarlo ni mirar para otro lado.
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