La industria farmacéutica en Bolivia está al borde del colapso. Y no es por falta de capacidad técnica, ni por falta de voluntad empresarial, ni siquiera por problemas internacionales como pretende hacer creer el gobierno. Es por una política económica socialista que ha estrangulado el acceso a divisas, impuesto un tipo de cambio irreal, y forzado a los actores privados a sobrevivir en una economía paralela. Lamentablemente la salud pública y la vida misma se han vuelto rehenes del capricho político y la ineficiencia estatal.
Javier Lupo, presidente de la Cámara de la Industria Farmacéutica Boliviana (Cifabol), aseveró: “Nuestro requerimiento trimestral es de al menos 45 millones de dólares. En los últimos tres meses solo nos ofrecieron 500 mil dólares”. Y ese monto, mísero frente a la necesidad real, fue además repartido entre todo el sector, como si se tratara de limosnas distribuidas con lógica demagógica, en lugar de soluciones estratégicas en tiempos de emergencia.
Bolivia es un país donde el 95% al 99% de los insumos de la industria farmacéutica son importados, la escasez de dólares no solo es un problema financiero: lamentablemente es una amenaza directa a la salud de millones de bolivianos. Cuando los laboratorios no pueden comprar materias primas, no pueden producir medicamentos. Y cuando no hay medicamentos, el impacto no es político ni empresarial: el impacto es humano.
Y es aquí donde entra el componente más perverso del modelo económico boliviano. A pesar de que el Estado sostiene un tipo de cambio oficial de $6,96 Bs por dólar, las farmacéuticas deben adquirir dólares a precios del mercado paralelo, pagando entre un 100% y 130% más. Todo esto bajo una narrativa de “estabilidad” que ya no engaña a nadie, pero que aún sirve para justificar el control del mercado, en nuestro país.
Las empresas, deben endeudarse en dólares a tasas elevadas. ¿Qué clase de lógica es esa? ¿Cómo puede un gobierno que dice priorizar la salud permitir que una industria esencial sea marginada y castigada de esta manera?
Y cuando los medicamentos escasean y los precios se disparan, el Estado aparece para señalar a otros: a la guerra en Ucrania, al “imperialismo norteamericano”, al contrabando, al cambio climático. Todo, menos asumir su responsabilidad en el diseño de un sistema fallido, ineficiente y profundamente autoritario. Mientras tanto, los ciudadanos deben pagar más por sus medicinas, recorrer farmacias sin encontrar lo que buscan o resignarse a tratamientos incompletos.
El problema no es nuevo, pero se ha intensificado. Y no solo afecta a los grandes laboratorios, sino también a pequeñas y medianas empresas que no pueden renovar inventarios ni planificar producción a largo plazo. Ya se ha reportado la paralización parcial de líneas productivas, el desabastecimiento de productos esenciales, y la posibilidad real de cierre de fábricas en las próximas semanas.
Esta crisis es un ejemplo claro del costo de concentrar el poder económico en el Estado. En lugar de abrir los mercados, fomentar la libre competencia, permitir que las empresas accedan libremente a divisas, y construir reglas claras, el socialismo boliviano eligió el camino del control total. Y como siempre ocurre en este tipo de sistemas, cuando el Estado se hace dueño del mercado también se hace dueño del fracaso.
Lo más alarmante es que se trata de un sector vinculado directamente con la vida y la salud. Si esto ocurre con las farmacéuticas, ¿qué podemos esperar del resto de la economía? ¿Qué está pasando con los sectores que importan alimentos, maquinaria, tecnología médica o equipos para hospitales? ¿Quién garantiza que la próxima crisis no será la falta de vacunas o de insumos básicos en quirófanos?
Es hora de darnos cuenta, que Bolivia necesita un cambio de rumbo urgente. No es sostenible continuar con una economía basada en la ficción del tipo de cambio fijo, en subsidios imposibles de mantener, y en la criminalización de la libre empresa. El país necesita reglas de mercado, necesita transparencia en el acceso a divisas, y sobre todo, necesita un gobierno que deje de asfixiar a quienes producen.
Si el Estado no permite respirar a sus industrias, no habrá futuro ni para la economía, ni para la salud pública, ni para la población. Esta es la factura del socialismo mal gestionado: medicamentos inalcanzables, empresas quebradas y ciudadanos desprotegidos.