El primer fin de semana de febrero, Alberto Fernández decidió recurrir a una vieja estrategia política: golpear para negociar. Es probable que se haya equivocado con los destinatarios de ese viejo ardid, porque los productores rurales son una estirpe distinta de los demás actores de la economía.
No son contratistas del Estado; no son industriales que reclaman políticas de protección, y no son empresas de servicios públicos que claman por mejores tarifas. En el mundo rural, el riesgo y la inversión corre por cuenta propia. Depende de los cambiantes mercados internacionales. Está conectados con la globalización porque hizo su propio camino hacia el mundo antes de la globalización. Es uno de los pocos sectores de la economía que, sin pedirle nada al Estado, ingresa dólares genuinos al país. Después de golpear con amenazas de fijar cupos de exportación o de aumentar las retenciones, el Presidente aceptó un pedido de reunión de la Mesa de Enlace de los ruralistas cuando estos solo habían manifestado la intención de pedirla. No la habían pedido aún y ya tenían día y hora para la reunión. Se hará este miércoles.
El Gobierno tiene un problema con la inflación. Los dos primeros meses del año están consumiendo casi el 30 por ciento de la inflación pronosticada en el presupuesto para todo el año. Es casi imposible que el pronóstico se cumpla, justo en un año de elecciones cruciales para el oficialismo. El argumento que encontró es el de la “inflación importada” por el aumento de los precios internacionales de las materias primas. Extraño país: se alegra porque en el mundo vuelve a haber viento de cola para la economía local, pero se enoja por las supuestas consecuencias internas de esa bonanza. Las consecuencias internas son supuestas, pero no son reales. El aumento del precio del trigo influye solo un 10 por ciento en el precio final del pan. El precio del maíz incide en los precios de los pollos, los huevos, la leche y la carne, pero solo entre un 10 y un 20 por ciento. Los ruralistas atribuyen al lobby de los “polleros” el discurso oficial sobre la desmesurada presión del maíz en el precio de los pollos. Lo que el Gobierno no dice es que el aumento del precio de la carne se explica por la incorporación de China como comprador de carne vacuna. China compra todo. Antes, la Argentina vendía solo los cortes más caros al exterior, donde no se compraban los cortes más populares en el país: el asado, por ejemplo. Con todo, la carne aumentó desde junio pasado un 50 por ciento. La injerencia del maíz en ese aumento está entre el 10 o el 20 por ciento. Muy poco.
Un aspecto de los precios que no se nombra tampoco es el del costo argentino. Desde los precios altos del transporte hasta los impuestos que el Estado les cobra a los consumidores. ¿Por qué el Estado no empieza por entregar parte de lo que se lleva para bajar los precios de los alimentos? El consumidor final paga uno de los IVA para alimentos más altos del mundo (21 por ciento). ¿La inflación es importada o es la inflación que contagia el Estado? ¿Hay, acaso, una nueva generación de economistas que descubrió que la emisión monetaria no genera inflación? ¿Están dispuestos a escribir un nuevo manual de economía y aspirar al Premio Nobel? La ley de la oferta y la demanda existe; desconocerla es como desconocer la ley de la gravedad.
En rigor, la producción de alimentos argentina está de hecho desacoplada de los aumentos internacionales. Lo está por obra de las retenciones (un impuesto a las exportaciones en un país que necesita desesperadamente exportar) que el Gobierno amenaza con subir aún más. En el caso de la soja, el productor rural recibe solo 60 pesos por dólar. Recibe pesos, no dólares, después de la cotización al cambio oficial y descontadas las retenciones del 32 por ciento. La diferencia es dramática: el precio internacional de la soja es de 556 dólares, pero el productor recibe 331 dólares; es decir, solo el 60 por ciento. El precio del trigo es de 273 dólares; el productor recibe 216 dólares, un 79 por ciento. El precio del maíz es de 255 dólares; el productor recibe 205 dólares, un 80 por ciento. Si se lo compara con el dólar paralelo, el productor recibe solo el 35 por ciento del valor en dólares de la soja; un 46 por ciento del trigo y un 47 por ciento del maíz.
Los insumos
Otro capítulo es el de los imprescindibles insumos que el campo necesita para funcionar y progresar. Anualmente, el campo gasta unos 3.000 millones de dólares en insumos que vienen del exterior, desde fertilizantes hasta insecticidas, entre otros. Debe comprarlos al valor del dólar oficial, a pesar de que cobra con el valor de ese dólar, pero descontadas las retenciones. Las restricciones del Banco Central para el acceso a los dólares restringieron también la oferta de los importadores de insumos para la producción agraria. Otra vez vuelve a funcionar, infaltable, la ley de la oferta y la demanda. A menor oferta y mayor demanda, suben los precios en dólares de los insumos, que los productores deben pagar con dinero de un dólar subvaluado.
Si las recientes lluvias despejaran los riesgos de la sequía, los nuevos precios internacionales podrían significarle al Estado, por efecto de las retenciones, más de 3000 millones de dólares adicionales en este año. El año pasado recaudó por ese concepto 6000 millones de dólares. Este año la cifra total podría llegar a unos 9000 millones de dólares. ¿Qué otro sector de la economía le asegura al Estado una recaudación de esa magnitud en dólares? Ninguno. Los aprestos de una guerra delante de esa perspectiva son realmente inexplicables.
El problema del Gobierno es que los productores saben quiénes son y qué significan para la economía, para el Gobierno y para el país. En sus declaraciones del fin de semana, el Presidente dijo que aplicará la mano dura si los productores rurales “no entienden” la situación. La política o el resto de la economía no le hubiera dado demasiada importancia a ese giro un tanto despectivo. Para los productores rurales fue, en cambio, una alusión agresiva y hasta insultante. “¿Qué es eso de “si no entienden”? ¿Somos acaso sus alumnos o somos niños?”, se preguntó en público el presidente de Carbap, Horacio Salaberry. Salaberry es, para desgracia de Alberto Fernández, un contador que conoce los números del campo con precisión de cirujano. Es el Presidente el que tendrá que hacer un esfuerzo para entender.
Otra idea que surgió en las últimas horas, y que la dijo en público el economista Carlos Melconian, aunque no él no está de acuerdo con ella, es la de subsidiar el precio de los alimentos. “¿Por qué el gobierno subsidia el precio de la energía y no va a subsidiar el precio de la mesa de los argentinos?”, se preguntó Melconian socarronamente. Algunos productores rurales estuvieron de acuerdo con él, aunque también de una manera irónica. “¿Por qué es siempre el campo el que debe entregar su esfuerzo para que los despilfarre un Estado con gastos descontrolados?”, señaló uno de ellos.
La pregunta interpela a gran parte de la dirigencia política argentina. El campo significa dólares rápidos en un país que siempre carece de dólares. Y para una sociedad que requiere de dólares para tranquilizarse. El resultado inexorable es que cualquier buena novedad para el campo termina siendo una mala novedad. Como si se tratara de un panal para ansiosas abejas, la política ronda siempre a los productores rurales, sobre todo en los buenos momentos. Los productores rurales están acostumbrados. Vienen de muchas batallas y de una guerra homérica, en 2008, que le ganaron a Cristina Kirchner. La estrategia de golpear para negociar no los inquieta ni los apacigua. Pueden librar otra guerra.
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