Hace algunos años, en las aulas de mi escuela primaria, la maestra de Ciencias Sociales nos narraba, entusiasmada, cómo el hombre superó su etapa nómada a través del descubrimiento de la agricultura, dando paso al sedentarismo. El significativo avance permitió al humano primitivo desarrollar nuevas habilidades adaptativas y la incipiente división del trabajo, en su etapa civilizatoria previa, volvió a materializarse bajo una consigna que nos acompaña hasta el día de hoy: hay quienes cultivan, quienes cazan y quienes inventan; en resumen, no todos son buenos para todos los oficios.
Tiempo después de esa lección, vagando por la fauna pintoresca de Twitter, Facebook o TikTok, me viene a la mente la pregunta de si no fui una privilegiada por haber aprendido historia desde una visión superadora y no aspiracionista.
He perdido la cuenta ya de cuántos videos de propaganda ecofascista inundan la red. Desde el influencer de turno que sugiere huertas ecológicas en macetas de jardín como solución al hambre del mundo, por ejemplo, hasta grupos organizados que destrozan plantaciones de cultivos transgénicos que pretendían producir alimentos en regiones desérticas porque no son “naturales”. Así, se genera entre ese selecto grupo de jóvenes con conciencia ambiental un fetiche por la precariedad del pasado.
Ellos reniegan de la ciencia e innovación aplicada a la agricultura. Lo hacen sin comprender que, gracias a ella, año tras año, se incrementa la producción de alimentos y se disminuye el hambre. Reniegan de la generación de riqueza, obviando que es el único camino para reducir la pobreza que tanto les angustia. Además, en ese afán de abanderados de las causas nobles y justas, se indignan cuando se señalan sus errores porque “al menos ellos hacen algo, al menos les preocupa…”,como si las buenas intenciones fuesen un escudo frente a la realidad de que quien menos estorba más ayuda.
Pensando en aquello, propongo el entretenido ejercicio de identificar las diferencias entre los proyectos ambientalistas que promueven el enseñar a todos a plantar y sembrar nuestros propios alimentos con lo que esa amable profesora mía, y estoy segura de que muchas de las suyas también, nos enseñaba hace varios años. Desde ya, me encargo de señalar una, quizá la más importante: ni siquiera en la etapa más arcaica del ser humano, todos aspiraron a tener los mismos resultados al emprender los mismos oficios.
La idea fantasiosa de caminar entre plantaciones en lugar de carreteras parece obviar las condiciones climáticas, físicas y otras tantas diferencias estructurales que se encuentran en las diversas sociedades que componen el mundo. Y es que es muy sencillo sentirse un héroe, buscando proyectos en libros de cuarto o quinto de primaria, desconociendo que la realidad no se amolda a nuestras ecofantasías, por más bien intencionadas que estas nos parezcan.
No pretendo, por supuesto, negar el derecho a la expresión de tan comprometidos jóvenes, pues, junto a la libertad de manifestar sus ideas, se encuentra también la libertad de equivocarse en las conclusiones que, apresuradamente, emergen cuando se medita sobre las problemáticas sociales. Tampoco pretendo ignorar la existencia de estas. Meter por debajo de la alfombra los tratos denigrantes en razón de raza, orientación sexual, género, condición social o negar la existencia de la contaminación y las variaciones climáticas, entre otros temas, poco bien haría a la causa que los liberales defendemos, y es que, en último punto, se trata de esto mismo.
Volver a la cueva conlleva aborrecer todo aquello que nos permite mejorar las condiciones de vida de la población, quizá no al ritmo deseado, pero sí a un ritmo posible que se supera con el tiempo. Volver a la cueva implica negar la existencia de la realidad que nos rodea fuera de esta, sentirnos cómodos y protegidos en la ignorancia oscura que representa. En definitiva, si hay un camino que evitar, es aquél que nos lleva de vuelta a la cueva.
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