Durante mis casi veinte años de vida he residido en Ecuador, un país ubicado en América del Sur, con aproximadamente dieciocho millones de habitantes. Una nación rica en recursos naturales, diversidad cultural y patrimonio histórico. Sin embargo, a lo largo de los años —incluso antes de mi nacimiento o del de cualquier persona que lea este artículo— intelectuales ecuatorianos se han planteado con seriedad una pregunta clave:

¿Cuáles han sido los factores que han impedido, y aún impiden, que Ecuador despegue como nación?

Ecuador surgió como república tras el fracaso del proyecto bolivariano de la Gran Colombia, pero desde entonces su rumbo ha sido incierto. Pese a haber tenido un rol importante en la historia de la libertad en América Latina, desde el Primer Grito de la Independencia en 1809, liderado por figuras como Eugenio Espejo y Manuela Cañizares, hasta las luchas civiles del siglo XX; hoy nos encontramos frente a un país que parece haber olvidado esos ideales.

La realidad actual es dolorosa: dos de nuestras ciudades, Guayaquil y Durán, figuran entre las más peligrosas del mundo; la corrupción y la inacción política son pan de cada día; y lo más preocupante: carecemos de un verdadero proyecto de nación.

Desde mi punto de vista, Ecuador representa un caso anómalo. A pesar de estar rodeado por países como Colombia y Perú, que han atravesado crisis profundas pero han sabido reinventarse y avanzar en aspectos como educación, industria y tecnología, nosotros seguimos estancados. Uno pensaría que, como seres humanos, somos naturalmente propensos a replicar lo que funciona bien en otros contextos. Pero no ha sido el caso: Ecuador ha hecho poco o nada por aprender de sus vecinos.

Cada día en este país perdemos libertades, paz y la posibilidad de construir un futuro próspero. La lucha contra el crimen organizado y el narcotráfico se ha vuelto tan compleja que, en lugar de avanzar, parecemos retroceder año tras año. Y si el panorama social es crítico, el político y económico no se quedan atrás.

Vivimos en un país donde las libertades individuales son constantemente atropelladas, sin importar el color político de turno. Desde la persecución por opinar diferente, hasta el asfixiante sistema impositivo que ahoga al ciudadano común, todo se justifica bajo el discurso de “proteger la industria nacional”, cuando en realidad se protege a un pequeño grupo privilegiado que teme al libre mercado porque amenaza sus intereses.

Nos enfrentamos a un modelo que ha confundido nacionalismo con proteccionismo extremo, que ha frenado la innovación, que castiga al emprendedor y que convierte al éxito en una amenaza. No se puede hablar de justicia social en un entorno donde abrir un negocio implica no solo enfrentar a la burocracia estatal, sino también a estructuras criminales que extorsionan a quienes simplemente buscan salir adelante. Esta es una realidad que se repite en barrios, mercados, locales, y que mina cualquier intento de construir un futuro desde el esfuerzo propio.

Ecuador necesita ser verdaderamente libre:

Libre de imposiciones morales disfrazadas de buenas intenciones.

Libre de guerras cotidianas en las calles, donde las balas perdidas cobran vidas inocentes.

Libre para que quien emprenda, crezca sin miedo a ser castigado por el Estado o por el crimen organizado con extorsiones disfrazadas de “vacunas”.

Una nación no se construye con discursos vacíos ni con leyes hechas a medida de los poderosos. Se construye con instituciones sólidas, principios claros y ciudadanos activos, dispuestos a defender su libertad y a responsabilizarse de su presente y su futuro.

Tengo la firme convicción de que Ecuador merece y puede ser más libre. En mi camino, he conocido a personas excepcionales, con un profundo amor por este país y dispuestas a darlo todo por verla salir adelante. Jóvenes preparados, profesionales honestos, trabajadores incansables… todos ellos reflejan el verdadero potencial de este país. Lo que nos falta no es talento, es dirección.

Y a ti, compatriota que estás leyendo esto, te digo:

Debemos organizarnos.

Debemos unirnos.

El cambio no vendrá de arriba. Vendrá desde abajo, desde los barrios, las universidades, las comunidades, los espacios donde aún habita la esperanza.

Solo en una unión fraterna podremos liberar a Ecuador de los males que hoy lo hunden y asegurar que las próximas generaciones reciban un país del cual, por fin, podamos sentirnos verdaderamente orgullosos.

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