RESUMEN: Derecho a intercambiar, continuación. – El comercio internacional. – Sistema proteccionista. – Su objetivo. – Aforismos del Sr. de Bourrienne. – Origen del sistema proteccionista. – Sistema mercantilista. – Argumentos a favor de la protección. – Agotamiento del numerario1. – Independencia del extranjero. – Aumento de la producción nacional. – Que el sistema proteccionista ha disminuido la producción general. – Que ha hecho que la producción sea precaria y la distribución inicua.

EL ECONOMISTA. El libre intercambio de productos está aún más obstaculizado que el libre intercambio de trabajo. El comercio de bienes inmuebles está sujeto a formalidades vejatorias y costosas, el comercio de objetos muebles está gravado o totalmente impedido por diversos impuestos indirectos, en particular por los octrois2 y las aduanas.

Permítanme dejar de lado, por el momento, las leyes restrictivas que tienen por objeto la tributación, y ocuparme de las que han sido establecidas principalmente para obstaculizar.

Quiero hablar de las aduanas.

EL CONSERVADOR. ¿Acaso no se establecieron las aduanas con un fin tributario?

EL ECONOMISTA. A veces, pero raramente. Más a menudo, las aduanas se han instituido únicamente para obstaculizar el comercio.

EL SOCIALISTA. Es el sistema proteccionista.

EL ECONOMISTA. Ahora el sistema proteccionista predomina en todos los países civilizados, excepto quizá en Inglaterra y los Estados Unidos, donde las aduanas tienden a volverse puramente fiscales. 

En todas partes las aduanas fiscales, aquellas que no tienen más objetivo que llenar las arcas del Tesoro público, son violentamente combatidas por los partidarios del sistema proteccionista. Quieren que dejemos de lado el interés del Tesoro en la cuestión aduanera para  ocuparnos exclusivamente de lo que ellos llaman los intereses de la industria.

EL CONSERVADOR. ¿Son estos dos intereses contradictorios?

EL ECONOMISTA. Desde el punto de vista del sistema proteccionista, sí. En 1822, el Sr. de Bourrienne, ponente de la ley relativa a la importación de hierros extranjeros, señaló claramente y aceptó plenamente esta oposición.

“Un país, dijo, donde los derechos de aduana no fuesen más que un objeto de tributación, marcharía a grandes pasos hacia la decadencia; si los intereses del fisco prevaleciesen sobre el interés general, el resultado no sería más que una ventaja momentánea que un día se pagaría muy cara.

Un país puede gozar de gran prosperidad y tener pocos ingresos aduaneros; puede tener grandes ingresos aduaneros y encontrarse en un estado de malestar y decadencia; tal vez podemos demostrar que una cosa es consecuencia de la otra.

Los derechos de aduana no son un impuesto; son un incentivo para la agricultura, el comercio y la industria; y las leyes que los establecen deben ser a veces leyes de política, siempre leyes de protección, nunca leyes de interés fiscal.

Dado que las aduanas no deben estar en el interés del fisco, el impuesto que resulta de ellas es sólo accesorio.

Una prueba de que el impuesto de aduanas es sólo accesorio es que el derecho de exportación es casi nulo, y que el propósito del legislador al imponer un derecho de importación sobre ciertos objetos es asegurarse de que no entren en el país en absoluto, o lo menos posible. El aumento o disminución del producto nunca debe impedirlo.

…Si la ley que se les presenta conduce a una reducción de los ingresos aduaneros, deben felicitarse por ello. Esta será la prueba de que han logrado el objetivo que se propusieron, el cual es frenar las importaciones peligrosas y favorecer las exportaciones útiles”.

El objetivo del que habla el Sr. de Bourrienne se ha logrado perfectamente en Francia. Nuestros aranceles son esencialmente proteccionistas. Nuestras leyes aduaneras han sido establecidas de tal manera que impiden, tanto como sea posible, la entrada de mercancías extranjeras en Francia. Ahora bien,  las mercancías que no entran no pagan derechos de aduana, como lo demostró con agudeza el autor de Sofismas económicos, el Sr. Bastiat. Un arancel protector debe ser lo menos productivo posible para cumplir el objetivo que se propone.

Un arancel fiscal debe ser, por el contrario, lo más productivo posible.

EL CONSERVADOR. Pero si un arancel proteccionista es perjudicial, por un lado, para los intereses del Tesoro, por otro lado, les sirve mucho más al proteger la industria nacional contra la competencia extranjera. La protección compensa la diferencia que existe naturalmente entre los costos de producción de ciertos productos al interior del país y los costos de sus homólogos en el exterior.

EL ECONOMISTA. Esta es la doctrina del Sr. de Bourrienne. Veremos pronto si cumple su propósito. Pero antes señalaré que las aduanas no fueron establecidas, en los últimos tres siglos, ni para llenar las arcas del Tesoro ni para igualar el precio de costo de los productos nacionales con el de los productos extranjeros.

Durante mucho tiempo, se creyó de manera generalizada que la riqueza residía únicamente en el oro y la plata. Cada país, por lo tanto, buscó la manera de atraer el oro extranjero y, una vez atraído, impedir que salga del país. La idea era fomentar la exportación de bienes nacionales y obstaculizar la importación de bienes extranjeros. Según los teóricos del sistema, la diferencia tendría que pagarse inevitablemente en oro o plata. Cuanto mayor fuera la diferencia, más rica sería la nación.

Cuando las exportaciones superaban a las importaciones (o al menos cuando se pensaba que las superaban) se decía que teníamos la balanza comercial a nuestro favor

El sistema se llamó sistema mercantilista.

EL CONSERVADOR. Se toma usted las cosas muy a la tremenda. Sepa entonces que los ilustrados partidarios del sistema proteccionista repudian hoy, como usted, las ilusiones de la balanza comercial. Nunca verá, en Inglaterra, a los defensores de la protección apoyarse en la balanza comercial. Si confundiéramos el sistema proteccionista con el sistema mercantilista, ¿haríamos entonces la distinción entre productos similares y productos no similares? Si nos propusiéramos atraer metales preciosos al país e impedir su salida, ¿no prohibiríamos indistintamente todas las mercancías extranjeras, para recibir a cambio únicamente oro y plata? – Nos contentamos, como usted sabe, con hacer la guerra a las mercancías similares, y eso ¡no a todas! Aceptamos de buena gana los productos inferiores a los nuestros.

EL ECONOMISTA. La generosidad no es grande, admítalo. No le he dicho que el sistema mercantilista se confundiera con el sistema proteccionista, le he dicho que era el punto de partida. Se empezó poniendo trabas a la importación de mercancías extranjeras, para importar más oro y plata. Más tarde se pensó que este objetivo se alcanzaría aún más rápido si se fomentaba el desarrollo de las industrias de exportación. Se favoreció, en consecuencia, mediante prohibiciones e incentivos, esta categoría de industrias. Se emplearon los mismos procedimientos para implantar nuevas industrias en el país.

EL CONSERVADOR. Así es.

EL ECONOMISTA. Se quería librar a la nación del tributo que pagaba en el extranjero por los productos de estas industrias. Fue Colbert quien desarrolló y perfeccionó así el sistema mercantilista.

EL CONSERVADOR. ¡El gran Colbert! ¡el restaurador de la industria francesa!

EL ECONOMISTA. Yo diría más bien el destructor de la industria francesa.

Ven ustedes entonces que el sistema mercantilista ha engendrado la protección. A menudo, en realidad, la teoría de la balanza comercial se ha invocado sólo como pretexto. Si bien la protección empobrecía a las masas, enriquecía a ciertos industriales…

EL SOCIALISTA. Es concebible. Si el precio de las cosas aumenta en progresión geométrica cuando la oferta disminuye en progresión aritmética, los industriales que obtuvieron la exclusión de los productos de sus competidores extranjeros debían obtener considerables beneficios.

EL ECONOMISTA. Los obtuvieron en efecto. Asimismo, la mayor parte de nuestras grandes fortunas industriales datan del establecimiento de los principales derechos de protección.

EL CONSERVADOR. Según usted, nuestros industriales sólo deben su fortuna a la protección de la ley. Su trabajo no merecería aparentemente ninguna remuneración.

EL SOCIALISTA. Su trabajo merecía la remuneración que obtenía naturalmente antes del establecimiento de los derechos de protección. No se ataca este beneficio legítimo; se ataca el beneficio realizado abusivamente, fraudulentamente, gracias a los derechos de protección.

EL CONSERVADOR. ¡Fraudulentamente!

EL ECONOMISTA. La palabra es demasiado aguda3. Sin duda, los industriales que invocaban la teoría de la balanza comercial estaban, en realidad, muy poco preocupados por los resultados generales de esta teoría. Sólo tenían en mente las ventajas particulares que podrían obtener de ella…

EL CONSERVADOR. ¿Qué sabe usted de eso?

EL ECONOMISTA. Dejaré que sea usted quien juzgue. ¿Se le ocurriría  alguna vez solicitar una ley que no favoreciera su interés particular?

EL CONSERVADOR. No hay duda de que no. Pero tampoco solicitaría una ley que favoreciera mi interés particular a expensas del interés general.

EL ECONOMISTA. Estoy convencido de ello. Por eso rechazó la palabra fraudulentamente. Los industriales de antaño exigían derechos de protección para aumentar sus beneficios; pero el sistema mercantilista, al recomendar la protección, ¿acaso no los puso en paz con sus conciencias?

EL SOCIALISTA. Si el sistema mercantilista estuviera equivocado, ¿la masa de la nación se encontraría menos expoliada?

EL ECONOMISTA. ¡Dios mío! cuántas personas serían expoliadas si se aplicaran las teorías del socialismo. Sin embargo, hay gente muy honesta entre los socialistas.

EL SOCIALISTA. No acepto esta asimilación. Los industriales que invocaban los sofismas del sistema mercantilista sólo se preocupaban por su interés privado; a sus ojos, el interés general no era más que un pretexto o una frase vacía. Nosotros, por el contrario, no pensamos en nada más que en el interés general.

EL ECONOMISTA. Si esto es así, si sólo el interés de la humanidad les lleva a reclamar medidas cuya aplicación sería funesta para la humanidad, entonces son ustedes más excusables que los industriales en cuestión. ¿Pero se atrevería a afirmar que no obedece a ningún impulso de vanidad, orgullo, ambición u odio? ¿Son todos sus apóstoles igualmente dóciles y humildes de corazón?…

Los industriales que reclamaban el establecimiento de derechos de protección se apoyaban en el sistema mercantilista. Si se abandona este sistema, ¿se reconoce entonces que ellos estaban equivocados? 

EL CONSERVADOR. Vamos a entendernos bien. Condeno, en efecto, el sistema mercantilista. No creo en la balanza comercial. Es un viejo error económico. Pero, ¿se sigue de ello que los industriales se equivocaron al pedir derechos de protección?

EL ECONOMISTA. La consecuencia me parece bastante lógica. Si esos industriales que pedían protección tenían buenas razones que alegar, ¿por qué habrían utilizado una mala?

EL SOCIALISTA. ¡Tiene sentido!

EL CONSERVADOR. ¡Tranquilo! No admito el sistema mercantilista en todas sus exageraciones, pero ¿no contiene también algunas verdades? El numerario no constituye toda la riqueza, sin duda, pero ¿no es una parte importante de la riqueza? ¿No se expone una nación a terribles catástrofes cuando permite que le falte numerario?

El sistema proteccionista lo preserva de estos siniestros desastrosos, al impedir importaciones exageradas de productos extranjeros.

Según usted, la protección tiene como resultado único permitir que los industriales nacionales vendan, con grandes beneficios, mercancías que antes vendían con escasos beneficios. Pero ha olvidado decir que la protección, al establecer nuevas industrias en el país, fortalece la independencia nacional y da un fructífero empleo a capitales y mano de obra antes inactivos; ha olvidado decir que la protección aumenta el poder y la riqueza de un país.

EL ECONOMISTA. Acaba de exponer los tres principales argumentos del sistema proteccionista. Permítame dejar de lado el primero; lo retomaré cuando nos ocupemos de la moneda. En cuanto al argumento de la dependencia del extranjero, ha sido desmentido cien veces. Y usted mismo, si rechaza la teoría de la balanza comercial, si admite que los productos se compran con productos, ¿no debe admitir también que entre dos naciones que comercian entre sí, la dependencia es mutua?

EL CONSERVADOR. Hay que tomar en cuenta la naturaleza de las mercancías intercambiadas. ¿Es prudente, por ejemplo, depender del extranjero para un producto de primera necesidad?

EL ECONOMISTA. Estarán de acuerdo en que Inglaterra es una nación esencialmente prudente. Sin embargo, Inglaterra se ha expuesto voluntariamente a depender de Rusia y de la Unión Americana, sus dos grandes rivales, para su suministro de trigo. Parece que no consideró muy válido el argumento de la dependencia del extranjero. Creo que es inútil insistir en este punto4.

Paso a su tercer argumento que es mucho más valioso y mucho más difícil de refutar. Usted dice que el sistema proteccionista, al limitar la importación de ciertas industrias, ha aumentado el empleo de capitales y mano de obra, desarrollando así la riqueza nacional.

EL CONSERVADOR. Esto me parece indiscutible, y como le gustan los ejemplos, le daré uno. Inglaterra obtenía antiguamente su algodón de la India. Un día se le ocurrió prohibir el algodón indio. ¿Qué ocurrió? El mercado se vio desprovisto de la mayor parte de sus suministros ordinarios, y la fabricación y venta de algodón autóctono produjo inmediatamente enormes beneficios. El capital y la mano de obra fluyeron a raudales. Inglaterra, que antes producía apenas unos miles de yardas de algodón, ahora fabricaba millardos. En lugar de unos cientos de hilanderos y tejedores manuales, contaba con miles que poblaban inmensas fábricas. Su riqueza y su poder aumentaron de repente en proporciones enormes. ¿Se atreverá usted a afirmar, después de esto, que la prohibición de hilados y tejidos de algodón procedentes de la India no le fue ventajosa?

EL SOCIALISTA. Pero, por otra parte, los indios, que perdieron la salida comercial hacia Inglaterra, quedaron arruinados. Millones de hombres se encontraron sin trabajo a orillas del Indo y del Ganges. Mientras los fabricantes de Manchester ponían los cimientos de sus colosales fortunas, mientras los trabajadores atraídos por salarios inauditos acudían en masa a esta nueva metrópoli de la manufactura del algodón, los talleres de la India caían en la ruina, y los trabajadores indios eran segados por la miseria y el hambre.

EL ECONOMISTA. El hecho es cierto. Al cerrarse el mercado para los hilanderos y tejedores de la India, estos obreros se vieron obligados a reorientarse hacia otras ramas de la industria. Desafortunadamente, estas ya estaban suficientemente provistas de mano de obra. Por lo tanto, la tasa de salarios en la India cayó por debajo del costo de producción del trabajo, es decir, por debajo de la suma necesaria para que el obrero se mantenga y se perpetúe. Cayó… hasta que la miseria, el hambre y las epidemias, que son sus compañeras inseparables, hicieron su trabajo; se empezó a restablecer el equilibrio entre la oferta y la demanda de mano de obra, y los salarios empezaron a subir de nuevo.

EL SOCIALISTA. Así, la prosperidad de los manufactureros ingleses se construyó sobre los cadáveres de los trabajadores de la India.

EL CONSERVADOR. ¿Qué quiere usted? El beneficio de uno es el daño del otro, decía Montaigne.

EL SOCIALISTA. Si el sistema proteccionista no puede establecerse sin este cortejo fúnebre de ruinas y miserias, es un sistema inmoral, odioso. Lo rechazo.

EL CONSERVADOR. ¡Dios mío! Si la Providencia hubiera hecho de toda la humanidad una sola nación, un sistema que rebajara a ciertos miembros de esta inmensa nación para elevar a otros, que arruinara a los indios para enriquecer a los ingleses, este sistema podría, en efecto, ser calificado de inmoral y odioso. Pero la Providencia no ha puesto a un solo pueblo en el mundo; ha sembrado a las naciones como granos de trigo, diciéndoles: ¡Creced y prosperad! — Ahora que los intereses de estas diversas naciones son diversos y opuestos, es una desgracia, pero, ¿qué se puede hacer al respecto?. Cada pueblo debe naturalmente esforzarse por aumentar su poder y su riqueza. El sistema proteccionista es uno de los medios más enérgicos y seguros que se pueden emplear para obtener este doble resultado. ¡Utilizamos entonces el sistema proteccionista! Sin duda, es lamentable privar a los obreros extranjeros de sus medios de vida. Pero, ¿no debería anteponerse a todo lo demás el interés del Trabajo Nacional? Si una simple medida legislativa basta para dar trabajo y pan a los trabajadores nacionales, ¿no está obligado el legislador a adoptar esta medida sin considerar si los habitantes de las orillas del Ganges o del Indo sufrirán a causa de ella? ¿No debería cada uno ocuparse de sus pobres antes de pensar en los de los demás? Y si este ejemplo se sigue universalmente, si cada nación adopta la legislación que mejor convenga a sus intereses particulares, ¿no irán todas las cosas, en definitiva, lo mejor posible? ¿No disfrutarán todos los pueblos de toda la suma de prosperidad de la que puedan disfrutar? Vean ustedes, pues, que el sistema proteccionista es inmoral y odioso sólo cuando se examina superficialmente. Vean que los hombres de Estado se equivocarían grandemente al apoyar su falso cosmopolitismo.

EL ECONOMISTA. El Sr. Huskisson pronunció una vez, en el parlamento inglés, estas palabras remarcables: “El sistema proteccionista es un invento cuya patente empieza a expirar; ha perdido gran parte de su valor desde que todas las naciones se han apoderado de él”. Me bastará comentar estas palabras de uno de los más ilustres promotores de la libertad comercial en Inglaterra para destruir sus objeciones.

¿Qué sucedió, en efecto, cuando Inglaterra se apoderó, en beneficio de los fabricantes de Manchester y de sus obreros, de la industria de los tejedores de Surat, Madrás y Bombay? Ocurrió que todas las demás naciones, seducidas por esta aparente ventaja, quisieron a su vez apoderarse de industrias del extranjero. Francia, que producía sólo una parte del algodón, la lana, el hierro, la cerámica, etc., necesarios para su consumo, quería producir todo el algodón, toda la lana, todo el hierro, toda la cerámica que podía consumir. Alemania y Rusia lo mismo. Incluso los países más pequeños como Bélgica, Holanda y Dinamarca intentaron apoderarse de industrias del extranjero. En resumen, el movimiento hacia el sistema proteccionista fue general.

¡El resultado ya lo conocen! El resultado fue que los usurpadores de industrias vieron, a su vez, usurpado su propio trabajo. Inglaterra, que había privado a la India de la industria del algodón, perdió, con una parte de esta misma industria, varias de sus otras ramas de producción. Francia, que se había apoderado, como Inglaterra, de varias industrias extranjeras, también se vio despojada de una parte de la suya. Alemania, en particular, tomó represalias protegiéndose de sus sedas, artículos de moda y vinos… Usted le quitaba algunos mercados a su vecino y él le quitaba algunos de los suyos. Fue un saqueo universal.

En la época en que este saqueo de las industrias se producía con mayor actividad, se publicó en Inglaterra un folleto muy marcado por el pensamiento industrial. Se veía, en la portada, una viñeta de una cabaña de monos. Media docena de monos, alojados en compartimentos separados, tenían delante su comida diaria. Pero, en lugar de comer en paz la ración que generosamente les había servido el dueño de casa, cada uno de estos malintencionados animales se esforzaba por sustraer la porción de sus vecinos, sin darse cuenta de que estos le devolvían el favor. Cada uno se desvivió por quitar a sus vecinos una comida a la que fácilmente podía acceder, y una gran cantidad de comida se desperdició en la pelea.

EL CONSERVADOR. Pero, ¿los más fuertes no deberían tener ventaja en la lucha? ¿No podrían apoderarse de la parte de los demás, preservando la suya propia?

EL ECONOMISTA. Entre monos, la cosa es posible; no lo es entre naciones. Ninguna nación es suficientemente poderosa como para decir a las otras: Yo me protegeré de sus industrias, pero les prohíbo que se protejan de las mías; les privaré de parte de sus mercados, pero les  prohíbo que toquen los míos. Si a una nación se le ocurriera tener semejante discurso, todas los demás se unirían para aislarla, y la coalición sería seguramente la más fuerte.

EL SOCIALISTA. De modo que al final nadie gana con esta depredación mutua, y los saqueadores ganan aún menos a medida que el saqueo se generaliza.

EL ECONOMISTA. Precisamente.

EL CONSERVADOR. Pero cuando el sistema proteccionista ha sido adoptado por una nación, ¿todas las demás no se ven impulsadas a adoptarlo también? ¿Deberían permitir que sus industrias sean saqueadas sin tomar represalias?

EL ECONOMISTA. Este es un punto debatible. 

Pero quiero, sobre todo, demostrarles completamente que el sistema proteccionista ha sido perjudicial para el desarrollo general de la producción.

Examinemos, pues, qué pasaba en la época en que se estableció el sistema proteccionista. Cada nación obtenía de sus vecinos una parte de las cosas necesarias para su consumo y les proporcionaba otros productos a cambio.

¿Qué productos suministraba y qué productos recibía? 

Suministraba las cosas que la naturaleza del suelo y el genio particular de sus productores le permitían producir con el menor esfuerzo; recibía las cosas que no hubiera podido producir sin mayor esfuerzo. 

¿No es cierto que éste era el estado del comercio internacional antes del nacimiento del sistema proteccionista?

EL SOCIALISTA. Es el curso natural de las cosas.

EL ECONOMISTA. ¿Qué hizo el sistema proteccionista? ¿Aumentó la suma total de la producción? No más de lo que los monos saqueadores del folleto inglés aumentaron sus provisiones robándose unos a otros. Juzgue usted mismo.

Inglaterra hurtaba a la India la industria del algodón; si Inglaterra producía cada vez más, India producía cada vez menos. Francia hurtaba a Inglaterra parte de la industria del lino; si Francia producía cada vez más, Inglaterra producía cada vez menos. Alemania hurtaba a Francia parte de la industria de la seda; si Alemania producía cada vez más, Francia producía cada vez menos… Por lo tanto, el sistema proteccionista no tenía ni podía tener como resultado el aumento de la masa general de producción.

Digo ahora que este sistema tuvo y debió tener como resultado la disminución de la masa general de producción.

Así es cómo: 

¿Por qué Inglaterra se protegía contra las telas de algodón de la India, las sedas de Francia y las piezas de telas de Bélgica? Porque estos productos extranjeros invadieron parte de su mercado. ¿Por qué lo estaban invadiendo? Porque eran, compensando todas las diferencias de calidad, más baratos que sus homólogos ingleses. Si no hubieran sido más baratos, no habrían entrado en Inglaterra. 

Dicho esto, ¿cuál fue el primer resultado de la ley que prohibía la entrada de estos productos al mercado inglés? Fue crear un déficit artificial en el abastecimiento interno. Cuanto mayor fue este déficit, mayor fue el aumento natural del precio de las mercancías nativas.

Antes del establecimiento del sistema proteccionista, el consumo anual de piezas de tela en Inglaterra era, supongo, de veinte millones de aunes5, la mitad de los cuales se abastecía en el extranjero.

EL SOCIALISTA. ¿Cómo podía Inglaterra proporcionar el resto, si las piezas de tela extranjera eran más baratas que la suya?

EL ECONOMISTA. Hay una multitud de variedades de la misma mercancía. Hay, por ejemplo, una gran cantidad de calidades de piezas de tela. Inglaterra fabrica algunas de estas calidades a un precio más bajo que Bélgica; Bélgica fabrica otras a un precio más bajo que Inglaterra. 

Sigo. Las piezas de tela extranjera llegan a estar prohibidas en Inglaterra. Con la oferta reducida a la mitad, ¿cuánto subirá el precio? Se elevará en progresión geométrica. Si fueran 15 fr. por aune, puede subir hasta 60 fr.

Pero cuando el precio de una mercancía sube repentinamente, ¿qué sucede? A menos que esta mercancía sea de primera necesidad, en cuyo caso la demanda no puede disminuir demasiado, la subida del precio provoca una reducción más o menos considerable del consumo, según la naturaleza de la mercancía. Si la demanda de piezas de tela fuera de veinte millones de aunes a quince francos, apenas superaría los cuatro o cinco millones de aunes a sesenta francos. Si el precio cae, la demanda volverá a subir. Estas fluctuaciones continuarán casi indefinidamente. Sin embargo, después de haber atravesado los grados extremos de la escala, se acercarán sucesivamente a un punto central, que es la suma de los costos de producción de tela en Inglaterra.

Ya sabe por qué los precios no pueden permanecer por mucho tiempo por encima o por debajo del costo de producción de una mercancía.

Pero los costos de producción de las piezas de tela inglesas son más elevados que los de las piezas extranjeras. Lo son y deben serlo, de lo contrario la protección sería completamente inútil. Cuando se puede vender a un precio más bajo que sus competidores, no se necesita protección para mantenerlos fuera del mercado; se retiran por su cuenta. Si los costos de producción de las piezas de tela extranjeras son de 15 fr., los de las piezas inglesas, supongo, serán de 18 fr. Es, por lo tanto, hacia este nivel que gravitará el precio de la tela en Inglaterra. Pero al precio de 18 fr. se consumen menos piezas de tela que al precio de 15 fr. Si se consumieron veinte millones de aunes en el momento de la libre introducción, sólo se consumirán dieciséis o diecisiete millones después de la prohibición.

EL CONSERVADOR. ¡Está bien! Pero el aumento de la producción nacional, que habrá pasado de diez millones de aunes a diecisiete millones, ¿no compensará, e incluso superará, la ligera disminución del consumo?

EL ECONOMISTA. Esa no es la cuestión por el momento. La cuestión es si el sistema proteccionista tendrá como resultado una disminución o un aumento de la producción general. Si bien la producción de piezas de tela inglesas ha aumentado en siete millones, la de telas extranjeras ha disminuido en diez, lo que significa, creo yo, una disminución de tres millones en la producción general.

EL CONSERVADOR. Sí, pero esta disminución es sólo temporal. El crecimiento de una industria en un país siempre trae consigo una mejora en los procesos de fabricación. Si el precio de costo era de 18 francos, cae rápidamente a 17, 16, 15 francos e incluso por debajo. El consumo sube entonces al nivel que tenía antes de la prohibición; e incluso llega a superarlo.

EL ECONOMISTA. Mientras tanto, constato que se ha producido un aumento del precio, una disminución correlativa del consumo y, por consiguiente, un descenso de la producción general. Constato que el primer resultado del sistema proteccionista ha sido y debe ser la reducción de la producción general. Este es un hecho que ahora se puede discutir.

Afirmo, además, que la caída general de la producción no es accidental, temporal, afirmo que es perpetua… es decir, que dura tanto como la propia protección.

¿Por qué los industriales ingleses no produjeron los veinte millones de aunes de tela que se consumían en su país? Porque la mitad de esos veinte millones de aunes se producían a un menor costo en el extranjero.

¿Cuál es la razón de esta diferencia en los costos de producción de la misma mercancía de un país a otro? Son las diferencias naturales del clima, del suelo, del genio de los pueblos. Ahora bien, ¿una ley aduanera eliminará estas diferencias naturales? Porque se haya decretado que las telas belgas o francesas ya no entrarán en Inglaterra, ¿se habrá dotado a los productores ingleses de los medios para fabricar esas calidades particulares de tela igual de baratas e igual de bien? ¿Habrá dotado la ley al clima, a las aguas, al suelo y a los propios trabajadores de las cualidades o aptitudes necesarias para este tipo particular de producción? … Pero si la ley aduanera no ha producido esa transformación maravillosa, ¿no fabricarán los ingleses, a un mayor costo y con menor calidad, las variedades de telas que antes importaban de Francia y Bélgica?

EL CONSERVADOR. A menudo, estas diferencias no son muy importantes. El progreso resultante del desarrollo instantáneo de una industria en suelo nacional es entonces suficiente para compensarlas, y aun más.

EL ECONOMISTA. Veamos cómo funcionan las cosas en la práctica. 

Se prohíbe repentinamente el ingreso de cierta categoría de productos extranjeros en el mercado nacional. Alemania, por ejemplo, establece un arancel prohibitivo sobre los bronces y artículos de ferretería procedentes de París. Los fabricantes de bronce y ferreteros de Alemania se dedican, por lo tanto, a fabricar productos de los que no se habían ocupado hasta entonces. Antes de haber completado su aprendizaje en esta nueva manufactura, hacen multitud de esbozos y entregan a los consumidores productos imperfectos y caros. Pasan años antes de que alcancen el nivel de la industria extranjera, si es que lo logran.

Supongo, ahora, que la prohibición no se habría establecido; ¿la ferretería y la industria del bronce habrían permanecido estacionarias en París? 

¿Cuál fue la influencia de la ley aduanera alemana en estas dos industrias parisinas? Al privarlas de una parte de sus salidas comerciales, esta ley las ha hecho retroceder o, por lo menos, ha frenado su progreso. Usted sabe, en efecto, cómo procede el progreso industrial. Procede por la división del trabajo. Cuanto más se divide el trabajo, más se perfeccionan y multiplican los productos.

Ahora bien, ¿bajo qué circunstancias puede llevarse al máximo la división del trabajo? ¿No es cuando el mercado es lo más amplio posible?

Cuando se cierra una salida comercial, cuando el alcance del mercado se reduce, pocos fabricantes dejan de trabajar por completo, pero la mayoría reduce su producción. Reduciendo su producción ya no pueden dividir tanto el trabajo; se ven obligados a utilizar métodos menos económicos.

El progreso de la ferretería y de la industria del bronce se ha ralentizado entonces en Francia. ¿Se ha activado en Alemania para compensar esta pérdida en la producción general? Veamos. Pasaron varios años antes de que los ferreteros y bronceadores alemanes alcanzaran el nivel en el que se encontraban sus rivales franceses al momento del establecimiento de la prohibición. Durante ese tiempo, la industria francesa habría seguido progresando. Al estar naturalmente más favorecida que su rival, ¿acaso no habría progresado más, generando un gran beneficio al consumo general?

¿Quiere una última prueba?

El sistema proteccionista está universalmente vigente desde hace medio siglo. Sin duda, las industrias beneficiadas por los aranceles han tenido tiempo de igualar y superar a sus antiguos rivales. ¿Los han superado? ¿Los han igualado? ¿Están en condiciones de enfrentarse a la competencia extranjera? ¡Consúlteles y vea cuál será su respuesta!

EL SOCIALISTA. ¡Oh! ellas responderán unánimemente, como lo hicieron en 1834, que necesitan protección más que nunca6.

EL ECONOMISTA. Esto significa que aún no pueden producir tan bien y tan barato como sus rivales, pese a una protección de medio siglo.

Al desplazar una multitud de industrias en dirección contraria a la naturaleza, el sistema proteccionista ha tenido y debe haber tenido como resultado aumentar los costos de producción de todas las cosas o, lo que es lo mismo, retrasar la disminución natural de dichos costos.

Ahora bien, es una ley de la naturaleza que el precio actual de las cosas siempre tiende a equilibrarse con los costos de producción, y es otra ley de la naturaleza que el consumo disminuye a medida que aumenta el precio.

Que el sistema proteccionista haya aumentado el costo de producir cosas, creo que lo he probado matemáticamente. Que el aumento de los costos de producción conduce a un aumento de los precios, y este a una disminución del consumo, y por tanto de la producción, no está menos claramente establecido. Por lo tanto, considero justificado concluir que el sistema proteccionista ha disminuido la riqueza general del mundo.

EL CONSERVADOR. Esta demostración me parece, lo confieso, difícil de refutar. Pero finalmente, la riqueza general pudo disminuir y la riqueza particular aumentar en ciertos países. Admitida esta eventualidad, ¿no tuvieron razón los países favorecidos al adoptar el sistema proteccionista?

EL ECONOMISTA. Pero la eventualidad de la que usted habla es difícilmente admisible, debe reconocerlo. Si la adopción del sistema proteccionista ha ocasionado necesariamente una reducción, una pérdida en la riqueza de todas las naciones, esta pérdida general debe, necesariamente, haber resultado también en pérdidas particulares. Si todos han perdido, es difícil que unos pocos hayan ganado.

Inglaterra, a la que usted ve como ejemplo, sin duda ha hurtado muchas industrias del extranjero, pero los países extranjeros también le han hurtado muchas. Si Inglaterra no hubiera adoptado el sistema proteccionista, tal vez habría producido menos trigo, artículos de algodón y sedas, pero habría producido más hierro, acero, estaño, maquinarias, etc. Su participación en el dividendo general sería quizás relativamente menor, pero al ser mayor el dividendo, esta participación sería efectivamente mayor.

Pero el sistema proteccionista no sólo ha disminuido la abundancia de la riqueza, sino que también ha hecho que la producción sea necesariamente inestable y la distribución inicua.

Si este sistema fuese aplicado en todas partes de manera completa y estable, si una barrera infranqueable separara para siempre a cada nación de sus vecinas, tal vez conseguiríamos evitar las perturbaciones en estos mercados, que son siempre los mismos. Pero el sistema proteccionista no se aplica en ninguna parte de manera estable y completa, ni puede aplicarse. Todas las naciones tienen relaciones exteriores y no pueden prescindir de ellas.

Ahora bien, estas relaciones indispensables se ven perturbadas diariamente por las modificaciones que se hacen en las aduanas de las cuarenta o cincuenta naciones que tienen aduanas. A veces es un arancel que se eleva, a veces es un arancel que se baja; a veces es un bono que se establece, a veces es un bono que se retira. ¿Cuál es el resultado de estos cambios incesantes de aranceles? Una disminución del trabajo por un lado, y un aumento del trabajo por el otro. Cualquier ley que cierra o restringe una salida comercial priva a cientos o miles de trabajadores de sus medios de vida, construyendo, en otros lugares, colosales fortunas… Y estas leyes se han contado por miles desde el establecimiento del sistema proteccionista.

Sometida a estas perturbaciones incesantes, la industria se vuelve esencialmente precaria. Se ha dedicado un capital considerable a la fundación de una fábrica de telas o seda. Cientos de trabajadores encontraron allí su medio de vida. De repente, la subida de un arancel extranjero cierra el mercado. Estamos obligados a despedir a los trabajadores y dejar que el equipo se oxide, o venderlo a precio de hierro viejo. Pero el mal no se detiene ahí. Cuando una fábrica cierra, todas las industrias que la abastecen se ven afectadas a su vez. Estas, al ser golpeadas, esparcen a su alrededor el contagio del mal. La perturbación procedente de un punto aislado, se extiende sucesivamente por toda la superficie del mundo industrial. Estamos golpeados y, la mayoría de las veces, ni siquiera sabemos de dónde vino el golpe.

Si se baja un arancel, aumentando la producción general, hay una ganancia definida; pero si se eleva un arancel, hay igualmente una pérdida definitiva. Esta pérdida se resuelve en una disminución de las ganancias y los salarios. El capitalista pierde su capital, el trabajador pierde su trabajo; uno está inevitablemente condenado a la ruina, el otro a la muerte.

EL SOCIALISTA. Eso es espantoso.

EL ECONOMISTA. Mientras produce estos resultados por un lado, la ley enriquece por el otro, rápidamente, como a tiros de dados, a los industriales que se han convertido en dueños del mercado. En realidad, su prosperidad no dura mucho. El capital y la mano de obra fluyen en masa hacia las industrias protegidas. A menudo, fluyen en exceso. ¡Otros disturbios, otras ruinas! 

Bajo este régimen, la industria no es más que un juego de azar donde unos se enriquecen, donde otros se arruinan según los caprichos de la fortuna; donde el emprendedor laborioso, anteriormente obrero, ve de repente disiparse el fruto de toda una vida de trabajo y ahorros, mientras que en otros lugares los capitalistas ricos ven su capital duplicado o triplicado.

Pero la humanidad nunca es golpeada impunemente. Un día, un largo grito de amargura e ira resonó en los oídos de los pocos privilegiados de este sistema. Desgraciadamente, quienes lo promovieron y quienes se hicieron eco de él no vieron la causa del mal. El Sr. de Sismondi7, que fue el primero en expresar con elocuencia la queja universal, no pudo encontrar el origen de tantos disturbios desastrosos. Sus sucesores socialistas lo hicieron aún peor: atribuyeron el mal a causas aparentes que eran precisamente opuestas a las causas reales; imputaron a la propiedad males que surgían precisamente de ataques al libre ejercicio o uso de la propiedad.

EL SOCIALISTA. Sí, este sistema debe haber causado grandes males, y tal vez no lo hemos tenido suficientemente en cuenta.

EL CONSERVADOR. Hubiera sido mejor actuar sin él, estoy de acuerdo. Pero ya que lo hemos adoptado, ¿no deberíamos mantenerlo? No olvidemos que la mayoría de nuestras industrias crecieron bajo el ala de la protección.¿No sería imprudente privarlas de ella?

EL ECONOMISTA. Si el sistema proteccionista es malo, obviamente hay que abandonarlo. Inglaterra ya nos ha dado el ejemplo de un retorno a la libertad comercial. ¡Imitémosla8!

EL SOCIALISTA. ¿Con qué reemplazaría los aranceles proteccionistas?

EL CONSERVADOR. ¿Con las tasas impositivas, sin duda?

EL SOCIALISTA. Desde el punto de vista de la estabilidad de la producción, las tarifas fiscales difícilmente son preferibles a las demás. Se cambian con la misma frecuencia. Además, una tarifa fiscal es siempre más o menos protectora.

EL ECONOMISTA. No lo ignoro. Así que solo aceptaría una tarifa fiscal como último recurso. Es menos malo que un arancel proteccionista, pero sigue siendo malo. Es necesario llegar a la supresión de todo tipo de aranceles, a la plena libertad de los intercambios, al respeto absoluto del derecho a intercambiar, si se quiere dar a la producción toda la fecundidad y toda la estabilidad posibles.

Nótese bien, además, que este resultado no podrá alcanzarse completamente antes de la abolición completa de todas las aduanas. Mientras una aduana permanezca en pie, causará trastornos y arruinará todo el ámbito de la producción. 

Sin embargo, si las principales naciones industriales abandonan estos viejos instrumentos de guerra, la mejora ya se sentirá.

EL SOCIALISTA. ¡Cuántas reformas quedan por hacer!

EL ECONOMISTA. ¡En efecto, cuántas verdaderas reformas!

NOTAS DEL TRADUCTOR Y DEL AUTOR
  1.  NdT: El término “numerario”, en el contexto de los escritos económicos del siglo XIX, se refiere a la moneda de curso legal en un país. Actualmente la RAE lo define como “moneda acuñada, o dinero efectivo”. ↩︎
  2.  NdT: Ver la Primera Velada ↩︎
  3.  A veces, sin embargo, la protección se debía a maniobras que no pueden calificarse con demasiada dureza. He aquí, por ejemplo, un dato curioso que he tomado prestado de la Enquête sur les houilles (Investigación sobre las hullas) (1832), a propósito de la protección concedida a las minas de Anzin.
    “La prima de la que goza la compañía Anzin sobre el precio del hectolitro de carbón extraído  en Mons (Bélgica) es de 75 céntimos, es decir, 7 francos 50 céntimos por tonelada. Obtuvo esta prima tras la terminación del canal de Condé, gracias a los derechos y peajes que se establecieron y a la posición topográfica de sus establecimientos.
    La tuvo anteriormente, en 1813, por un máximo que había conseguido imponer sobre el precio del flete de Haine, mediante un decreto de los cónsules del 13 de pradial del año XI. En aquella época, Cambacérès, segundo cónsul, Talleyrand-Périgord, Le Couteulx-Canteleu y varios otros personajes destacados y muy influyentes eran accionistas de la Compañía de minas de Anzin”. * Investigación, pág. 410. ↩︎
  4. Uno de los miembros eminentes de la Liga contra las Leyes de Cereales, el Sr. W. J. Fox, ha refutado admirablemente este argumento de la dependencia del extranjero. Aunque el artículo ha sido citado a menudo, cedo a la tentación de reproducirlo de nuevo. Es una pequeña obra maestra:
    Ser independientes del estrangero [sic] es el tema favorito de la aristocracia. (…) Pero ¿quién es ese gran señor, ese abogado de la independencia nacional, ese enemigo de toda dependencia estrangera [sic]? Examinemos su vida. Veremos un cocinero francés que prepara le diner pour le maitre, y un criado suizo que prepara, le maitre pour le diner (Grandes risas). Mylady que acepta su mano se ostenta resplandeciente con perlas que no se hallan en las ostras británicas, y la pluma que ondea sobre su cabeza jamás perteneció á la cola de un pavo inglés. Las carnes de su mesa vienen de la Bélgica; sus vinos del Rin y del Ródano. Descansa su vista sobre flores traídas de la América del sur, y recrea su olfato con el humo de una hoja traída de la América del norte. Su caballo favorito es de origen árabe, y su perro de la raza de San Bernardo. Su galería está enriquecida con cuadros flamencos y estátuas griegas. Quiere distraerse y vá á oír música alemana cantada por italianos, yéndose después á ver las bailarinas francesas. ¿Es elevado á los honores judiciales? El armiño queadorna sus hombros jamás ha cubierto los lomos de un animal británico (Grandes risas). Su espíritu mismo es una mescolanza de contradicciones exóticas. Su filosofía y su poesía proceden de Grecia y de Roma; su geometría de Alejandría, su aritmética de la Arabia y su religión de la Palestina. Desde la cuna roza con sus dientes recién nacidos los corales del Océano indico, y cuando muera el mármol de Carrara se levantará sobre su tumba (Vivos aplausos). Y ese es el hombre que dice: ¡Seamos independientes del estrangero [sic]!” — Reunión del 26 de enero de 1844. — Cobden y la Liga, por el Sr. F. Bastiat, p. 182. NdT: En la traducción española de Cobden y la Liga, este fragmento se encuentra en las pp. 265-266. ↩︎
  5.  NdT: En esta parte del texto, Gustave de Molinari usa la palabra francesa “drap” que no se refiere a su sentido moderno de sábana, sino a pieza de tela que, en su época, se utilizaba comúnmente para la confección de prendas de vestir como abrigos, uniformes o trajes formales. En este sentido, se menciona la “aune”, una antigua unidad de medida textil francesa, que correspondía aproximadamente a 1,20 metros. Su equivalente en español sería la vara (castellana), aunque su longitud variaba según las regiones. ↩︎
  6. NdT: En 1834, sectores manufactureros franceses presionaron al gobierno para mantener elevados aranceles, alegando que sus industrias aún no estaban en condiciones de competir con las extranjeras, en particular con la industria textil británica. Ese mismo año se creó la Zollverein, una unión aduaneraliderada por Prusia que eliminó los aranceles internos y estableció un arancel externo común entre los estados alemanes. Se evidencia así el contraste entre el proteccionismo francés y el intento de los estados alemanes por avanzar hacia un sistema más abierto e integrado. ↩︎
  7. NdT: Jean Charles Léonard Simonde de Sismondi (1773–1842) fue un economista e historiador suizo. Sismondi denunció los efectos sociales negativos del capitalismo industrial como la pobreza obrera, las crisis de sobreproducción y las desigualdades. En su obra más conocida, Nouveaux principes d’économie politique (1819), defendía la intervención del Estado para proteger a los trabajadores y corregir los desequilibrios sociales. Molinari reconoce que Sismondi supo expresar el sufrimiento social de su tiempo, pero le reprocha no haber identificado correctamente las causas profundas del problema, es decir el sistema proteccionista. ↩︎
  8. Sabemos que Inglaterra debe la conquista de la libertad comercial principalmente a los esfuerzos de la Liga contra las Leyes de Cereales dirigida por el Sr. Cobden. Véase, para la historia de esta admirable asociación, el libro del Sr. Bastiat Cobden y la Liga, o la Asociación Inglesa; Estudios sobre Inglaterra del Sr. Léon Faucher; Richard Cobden y la Liga del Sr. Joseph Garnier y, sobre todo, los pintorescos y coloridos bocetos de nuestro excelente y recordado amigo A. Fonteyraud, en la Revue britannique y el Annuaire de l’Économie politique. ↩︎

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