Chile atraviesa una crisis política en la que algunos sectores y partidos políticos están movilizándose y promoviendo la idea de que en la actual Constitución se encontraría el origen de todos los males del país, y por lo tanto, señalan que para poder resolverlos sería indispensable reinventar nuestra Carta Magna.


Martín Durán Fuentes

Estudiante Enseñanza Media Colegio Bicentenario República del Brasil
Alumni Fundación para el Progreso Concepción Miembro equipo bloggers de EsLibertad Latinoamérica


Pocos habríamos imaginado hace días o semanas que Chile podría reventar al punto de parecer, a veces, una zona en guerra. Parte de la prensa y diversos analistas han interpretado lo ocurrido como un rechazo al exitoso sistema de economía social de mercado que ha conducido al país a tener los menores niveles de pobreza, el mayor ingreso per cápita, la mayor movilidad social, el mejor índice de desarrollo humano y la mejor educación de toda la región, entre muchos logros conseguidos, que también incluyen una disminución sustancial de la desigualdad.

El país vive días complejos. La crisis social de la cual hemos sido testigos a través de diversos medios de comunicación, no encuentra precedentes en el Chile democrático post régimen militar y ha generado una repercusión en variadas esferas. Los problemas que más aquejan a los chilenos se relacionan con las pensiones, alza en el costo de la vida, sueldos y una mal entendida desigualdad. Los problemas son más comunes de lo que se cree y no responden a entelequias construidas artificialmente para instalar una agenda, como es el caso de la búsqueda de una nueva constitución.

La iniciativa de un cambio constitucional a través de una asamblea constituyente se ha asentado en toda la oposición al gobierno del presidente Sebastián Piñera, desde el Socialcristianismo y la centro izquierda ex Concertacionista hasta los extremos del Partido Comunista y el Frente Amplio. Si bien el gobierno ha expresado que el mecanismo óptimo para el cambio no es el propuesto por sus adversarios, el ministro del Interior Gonzalo Blumel declara que hemos acordado iniciar el camino para avanzar hacia una nueva Constitución. Entendemos que es un trabajo que lo tenemos que hacer pensando en el país, pensamos que la mejor fórmula es a través de un Congreso Constituyente con una amplia participación de la ciudadanía y, en segundo lugar, que pueda tener un plebiscito ratificatorio.

El gobierno está cometiendo un error en ceder ante presiones de una minoría radical ilegítima, que los chilenos no eligieron y cae en el discurso de que una nueva Constitución es la cura para todos los males y defectos que el país posee, confundiendo una lista de deseos con lo que en realidad viene siendo la encargada de establecer los poderes del Estado, sus atribuciones o facultades y sus límites en sus ámbitos de actuación. De la misma manera, se encarga, por medio de principios, de fijar el orden jurídico de la sociedad y de señalar los deberes y derechos de cada persona.

Una Constitución debiese ser una herramienta jurídica de normas generales, con objetivos trazados claros, con una distribución y limitación del poder. Esto en razón de que la Constitución no debe ser una declaración exhaustiva de principios y derechos, puesto que esto pasaría su cumplimiento y ejecución al ámbito judicial, desconectando los problemas y las soluciones a estos de la arena política, pues es allí donde debe generarse dicha disputa. Es decir, traslada la discusión a una esfera que no es republicana ni de elección popular, como es el poder judicial pues, este debe mantener su independencia.

Cass Sunstein, profesor de derecho constitucional en la Universidad de Harvard, sostiene que una Constitución es en gran medida un documento jurídico, con tareas concretas. Si la Constitución intenta especificar todo a lo que quiere comprometerse una sociedad decente, corre el riesgo de pasar a ser un mero pedazo de papel, sin mayor valor en el mundo real.

Así las cosas, sostiene el doctor en derecho constitucional y profesor de la Universidad Católica de Chile, José Francisco García, en defensa de una Constitución minimalista, el sentido de esta es aquel que rescata la modestia de la empresa constitucional: la Constitución no zanja las controversias sociales fundamentales; la Constitución no es un proyecto acabado, un estado o etapa final, sino una actividad; y una Constitución sólo debe contener reglas básicas, tanto en lo orgánico como desde la perspectiva del catálogo de derechos.

Actualmente Chile vive una tendencia al revés de lo señalado, es decir, a una vocación maximalista de la Constitución. En consecuencia, se busca que la carta fundamental regule exhaustivamente y agregue constantemente una suma amplia de derechos sociales que esta garantice, asumiendo que serán exigibles por tanto ante nuestros tribunales de justicia. Esto genera un grave problema y cabe preguntarse, ¿se satisfacen las demandas cambiando la Constitución?

La verdad no, las demandas sociales por mejores las pensiones, mayor seguridad, mejor salud y una educación de calidad, por mencionar las prioridades más evidentes y constantes de las manifestaciones, no serán resueltas por un cambio en la Constitución, a excepción de la demanda de cambiar la Constitución. La mayor evidencia de esta afirmación está en el hecho de que el actual texto constitucional garantiza los derechos a vivir en un medio ambiente libre de contaminación (artículo 19 n°8), a la protección de la salud (artículo 19 n°9) y a la educación (artículo 19 n°10).

Aquello, por supuesto no implica que se consideren resueltos los actuales problemas de educación, salud y medio ambiente. En vistas de lo anterior, agregar nuevos derechos a la Constitución no parece ser la solución idónea para satisfacer el resto de las demandas. Si aceptamos los derechos sociales como una pretensión exigible ante los tribunales de justicia, no hacemos más que trasladar un concepto estrictamente político a un espacio de deliberación judicial.

Con lo cual permitimos que autoridades no electas democráticamente (los jueces) decidan sobre políticas públicas que corresponden a autoridades elegidas por vía republicana (presidente de la República, diputados, senadores, alcaldes, etc.). Responder a las demandas sociales por medio de una nueva Constitución es todo lo contrario a satisfacer una aspiración social, ya que no es más que aplazar la respuesta determinada que la ciudadanía espera de su clase política.

En sus Reflexiones sobre la revolución francesa publicadas en 1790, el intelectual irlandés Edmund Burke, advirtió que el afán refundacional de los jacobinos terminaría en una tragedia colosal que no sólo fracasaría en conseguir la añorada igualdad que proclamaban, sino que daría pie al caos, el terror y la tiranía. Es con infinita precaución que cualquier hombre debería aventurarse a derribar un edificio que ha respondido en cualquier grado tolerable a los propósitos comunes de la sociedad’, afirmó Burke, cuyas predicciones en poco tiempo se cumplieron, consagrándolo como uno de los observadores más agudos y visionarios de su época.

El abogado y doctor en filosofía Axel Kaiser asevera que existe en nuestra cultura el curioso hábito de hacer de las Constituciones un chivo expiatorio sobre el que proyectamos todos nuestros defectos, mediocridad económica, corrupción, miseria social, deshonestidad, abusos, etc., para luego sacrificarlo en un acto de liberación colectiva que nos permite desentendernos de nuestra propia responsabilidad por los males que sufrimos, reflejando el clima en que se encuentra la discusión constitucional hoy en Chile.

Cabe recordar a los compatriotas de que muchas de las demandas y argumentos expuestos para un cambio constitucional no se encuentran en la órbita de la Carta Fundamental. Por ejemplo, el actual sistema de pensiones fue establecido y constituido por medio del Decreto Ley N° 3.500. Si se busca una reforma, mejora o cambio al sistema de pensiones, solo se requiere de la voluntad política por parte del presidente de la República o mediante proyecto de ley en el Congreso.

Al igual que el tema anterior, el actual sistema de salud conformado por Fonasa (público) y las Isapres (privado) están reguladas por ley, en este caso, la Ley N° 18.933. Para reformar, mejorar o cambiar el sistema no es necesario desechar nuestra actual Constitución, debido a que esta no lo regula directamente. Al igual que estos sistemas, las definiciones en relación a delitos como soborno, colusión y cohecho; el precio de los medicamentos; transporte público; servicio eléctrico; salarios de los funcionarios del Estado, entre otros, no están relacionados a la Constitución.

Igualmente, se ha difundido el mito de que la Constitución actual es prácticamente la misma de 1980, promulgada durante el régimen militar. Y es que no solo el ex presidente Ricardo Lagos realizó reformas profundas a la Constitución, sino que antes y después de su presidencia la Carta Fundamental ha tenido más de 200 modificaciones ocurridas en los años: 1989, 1991, 1992, 1994, 1996, 1997, 1999, 2000, 2001, 2003, 2005, 2007, 2008, 2010, 2011, 2012, 2013, 2014, 2015 y 2017.

Entre las reformas del año 2005, se encuentran las siguientes: disminución de la duración del período presidencial; eliminación de senadores vitalicios y designados; aumento de las facultades de fiscalización de la Cámara de Diputados; se elimina el rol de “garantes de la paz” a las fuerzas armadas y se le entrega al Tribunal Constitucional la resolución del recurso de inaplicabilidad. Por lo que aseverar que la Constitución actual es ilegítima y debe modificarse por haber sido hecha en un régimen antidemocrático, es desconocer la historia de Chile y las medidas de los gobiernos desde los años 90.

Las intenciones y esfuerzos que apuntan a desechar la constitución actualmente vigente en Chile, bajo la cual el país ha experimentado el mayor éxito en la historia nacional, son una manifestación de la inmadurez política, intoxicación ideológica y evasión de la responsabilidad que ha hundido a América Latina en el subdesarrollo. Por esta razón, más que la causa de la satisfacción de las demandas sociales, los ciudadanos deberían ver en la campaña de una nueva Constitución una excusa que esgrime la clase política para posponer una respuesta concreta y una trampa demagógica y populista.


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