El hombre es un ser destinado a vivir en sociedad, y para cumplir con su naturaleza se ha ido agrupando, históricamente, en diversas formas de organización social. Familias, hordas, tribus y ciudades han sido la etapa previa para la consolidación de la idea moderna del Estado. Aquél concepto popularizado por El Príncipe de Nicolás Maquiavelo hoy parece difuminarse entre formas de control social al servicio de la institución que monopoliza la violencia.


Cesar Augusto Baez
Estudiante de Derecho | Coordinador Local EsLibertad

La historia de la humanidad ha sido convulsionada desde su origen, pero sin duda nos permite evidenciar que a mayor grado de cooperación, mayor grado de desarrollo. Los individuos de manera aislada no podrían llegar a tantos avances y descubrimientos como los que la civilización humana ha logrado a través de la asociación voluntaria y muchas veces inconsciente de los individuos que la componen.

Entonces, se hace evidente que mientras las personas consiguen formas cada vez más fuertes y sólidas para intercambiar ideas, proyectos o planes, generan una fuerza invaluable que empuja de manera constante hacia el desarrollo de las sociedades libres. Por tanto, es importante valorar el avance que ha logrado cada forma de asociación que hemos experimentado, además de las que hoy en día aún se mantienen en nuestro contexto.

A partir de los derechos individuales fundamentales, entendidos como vida, libertad y propiedad, el ser humano ha desarrollado instituciones que permiten cooperar en torno al respeto de los intereses personales y reconocimiento de los intereses comunes. Entendiendo esto, también se ha debido enfrentar a situaciones donde estos derechos universalmente reconocidos son transgredidos por personas o grupos que coinciden en conductas antisociales.

En nuestros días, la forma más extendida para garantizar la reparación de los daños que pueda recibir una persona sobre sus derechos o sus bienes la encontramos en el Estado, pero no en su generalidad, sino en el Estado de Derecho, tal como ilustra Rallo (2019):

“Que las personas tengamos tales derechos no significa que vayan a ser automáticamente respetados por todos los individuos: y para protegerse eficientemente frente a quienes quieren conculcarlos, así como para reducir los costes de transacción en la resolución de controversias sobre el ejercicio del ius puniendi, los individuos tienden a organizarse en comunidades políticas.“ (p. 136)

Aquí, se hace necesario colocar los principios o criterios bajo los cuales funciona ese mecanismo que garantiza a los individuos el resguardo de su persona y su bien, en otras palabras, la comunidad política por la cual los individuos se obligan en cuanto al comportamiento jurídicamente aceptado. Ésto último se puede resumir en: el principio de legalidad, la división de poderes y la supremacía constitucional.

El principio de legalidad se aplica en diversas áreas y disciplinas jurídicas, pero tiene su origen en el proceso de positivización que es propio de los primeros Estados liberales de la historia, que se colocaron en contraposición al Antiguo Régimen, con especial ahínco a finales del s. XIII e inicios del s. XIX. Allí, se comienza a despojar al monarca de la potestad reglamentaria, es decir, de decidir a su propia voluntad cuál sería la norma de derecho aplicable a un caso concreto, además de decidir la consecuencia jurídica necesaria. Una vez desplazado el régimen absolutista, el respeto a las leyes como voluntad normativa de una sociedad se colocó por encima de cualquier pretensión unipersonal que pudiera pervertir el Derecho desde la posición del gobernante, por lo que solamente tendría validez lo que estaba especificado en una norma de naturaleza jurídica.

Por otro lado, la división de poderes establece una limitación dirigida a minimizar el riesgo de que el Estado exceda sus competencias y utilice su poder de manera arbitraria y tiránica.  La forma más sencilla de comprender ésto es con el sistema de pesos y contrapesos que tiene gran ahínco en los Estados Unidos de América, de acuerdo a palabras de Thomas Jefferson (1781) “El gobierno que buscamos es un gobierno […] cuyos poderes estén divididos y equilibrados entre distintos cuerpos de magistrados, de manera que ninguno pueda traspasar sus límites legales sin ser controlado y restringido por otros” (p. 128). Así, se explica la necesidad de mantener contrapesos internos en el ejercicio del poder público, evitando que un funcionario determinado o un poder público en su totalidad quiera hacer suyo todo el poder político que comprende a la comunidad, desconcentrado al mayor nivel posible esto último.

Finalmente, la supremacía constitucional no sólo representa un freno al poder de un autócrata, sino también una medida de conciencia a un elector irracional que genere demagogia. Para este propósito, vamos a entender a las constituciones como aquél documento político que funda al Estado, en el cual se establece la forma en la que las personas desean ser gobernadas, y por tanto, vendría a ser una especie de contrato tácito del cual todos forman parte. Aquí, se debe manifestar la forma en la que la comunidad política elegirá a sus administradores, los poderes de los cuáles los va a facultar y la forma en la que podrá atacarlos en caso de que ellos atenten contra la soberanía individual de cada persona que hace vida en el Estado. Si la constitución se respeta, habrá un marco legal generador de confianza y seguridad jurídica para las personas.

No obstante, hablando tanto de leyes, constituciones y normas, cabría preguntarse ¿qué ocurre cuando estas leyes que funda el Estado de Derecho van en contra de la libertad? Justificar tales abusos fue labor de la Escuela Exegética Francesa, que surge posterior a la publicación del Código Civil napoleónico de 1804, la cual postulaba que solamente la ley debía interpretarse en el sentido que se decide de la conexión lógica entre las palabras, y en caso de que exista algún vacío, se debe remitir a la voluntad del legislador.

Esto sugiere algunos problemas, pues, si se desprende totalmente a la ley de la realidad humana, estaríamos aceptando que los derechos individuales son creados por ley, y no al revés, pues ya no podrían oponerse los individuos al legislador, sino que de éste se desprende el conocimiento supremo en este particular. También, la clara inexistencia de un legislador omnisciente (normalmente los parlamentos son colegiados, lo que complica deducir la voluntad del conglomerado), además de la posibilidad de utilizar las leyes de forma autoritaria, dejan al individuo a merced de una ley escrita con poderes ilimitados. Para cerrar, el juez pasaría a un segundo plano en la realización del Derecho, pues se limitaría a aplicar de manera mecánica un precepto jurídico incuestionable, el cual únicamente puede variar su significado si las personas detrás.

Por tanto, luego de revisar el origen y evolución del Estado de Derecho, podemos concluir en que no se reduce a la supremacía constitucional, ni al principio de legalidad, ni a la división de poderes, es decir, ninguno de estos principios, por sí, garantizan al individuo que su persona y su bien va a ser plenamente respetado. Es, realmente, el reconocimiento de derechos previos a la existencia del Derecho formal, e inclusive del Estado, lo que le da sentido a un Estado de Derecho. Si una comunidad política consciente traspasar una cantidad desmesurada de derechos a lo que conciban como Estado, estará plenamente expuesta a perder su Estado de Derecho en un afán de garantías y privilegios inalcanzables, y así terminará dándole un Derecho al Estado de atacar y suprimir la inalienable libertad individual.

Esta publicación expresa únicamente la opinión del autor y no necesariamente representa la posición de Students For Liberty Inc. En el Blog EsLibertad estamos comprometidos con la defensa de la libertad de expresión y la promoción del debate de las ideas. Pueden escribirnos al correo [email protected] para conocer más de esta iniciativa.

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